Los periódicos nacionales empiezan a dedicar reportajes al portal de vídeos YouTube (escrito así: todo junto, formando una sola palabra, con la y la t en mayúscula). No es para menos. Los inventos que van apareciendo en internet se convierten, en pocos días, en auténticos fenómenos. YouTube es gratuito y fácil de usar y esa gratuidad redunda en beneficio del aumento de visitas. Hay gente que cree que encuentra la gallina de los huevos de oro en la red cuando trata de cobrar al internauta por acceder a sus páginas y a sus servicios, y luego se demuestra que el público quiere sólo aquello que no le cueste un céntimo, porque ya paga religiosamente por su conexión diaria; tal vez sí exista algo en la red que amase millones al poner un precio a la navegación por sus páginas: la pornografía.
Se conoce que YouTube fue un invento de dos chavales norteamericanos cuya máxima ambición era compartir un vídeo con sus amigos. Como mandarlo por correo electrónico era un engorro, se inventaron una página donde colgarlo. Lo único que debe hacer el internauta es pulsar el play y ponerse a mirar. Ni siquiera hace falta descargar el archivo. Según desvela El País, en este escaparate más de seis millones de personas ven unos cien millones de vídeos al día. Yo mismo renegaba de este portal hasta hace unas semanas, y creo que comenté algo al respecto en un artículo. Parecía que todas las bromas y grabaciones caseras y un poco chorras confluían en la web. Sin embargo, en cuanto uno se dispone a navegar por el sitio, no tarda en hallar acomodo para pasar el rato. A mí me sirve para buscar ciertos fragmentos históricos de televisión y volver a verlos, años después: el inolvidable cabreo de Fernando Fernán Gómez con Pablo Carbonell (“¡Es usted muy gracioso, muy ingenioso! Dígaselo a su madre, y que le dé dos besos, ¡pero a mí déjeme en paz!”), el legendario aviso de Francisco Umbral en un programa de Mercedes Milá (“Yo he venido aquí a hablar de mi libro”), la embriaguez de Fernando Arrabal en una tertulia cultural y su dicción entre apocalíptica y beoda (“¡Hablemos del mineralismo! El mineralismo va a llegaaaaar”). Me sirve para recuperar escenas de ciertas películas y trozos de episodios: los mamporros a mano abierta que Terence Hill y Bud Spencer propinaban a los gañanes de turno, el kárate de los filmes de chinos de los setenta, las cabeceras de las series.
Pero, aunque la mayoría busquemos el ocio, aunque pretendamos sólo reírnos un rato, YouTube se está convirtiendo en algo más. En cuanto un invento funciona y atrae al público, no son pocos quienes mueven sus fichas para sacar partido. Un analista de The Washington Post ya ha dicho que, en las próximas campañas electorales, habrá que ir pensando en recurrir a YouTube. Está el caso de quienes asisten a un acontecimiento, lo graban y lo cuelgan en el portal, cuelgan su propia versión: por ejemplo, la visita del Papa a Valencia. También puede ser un arma de doble filo: semanas atrás alguien puso los vídeos de una presentadora de La Sexta que, en horario de madrugada, hablaba como si viniese de beber una cuba de vino. Los vídeos tuvieron tanta repercusión en la red que sus jefes apartaron a la muchacha del programa. Ella alegó que no estaba borracha, sino que era culpa del jet-lag del viaje previo a la grabación del espacio. Ahora bien, ¿esta fama, estos vídeos rescatados en la madrugada, la van a convertir ahora en una apestada de la televisión o, por el contrario, en una celebridad? Ahí está el debate. YouTube es un pasatiempo, pero también una fuente caudalosa de información. Dicen que ya sólo les falta averiguar cómo obtener ingresos.