Se espera un verano de calores brutales. Aún estamos a principios de julio y a uno le cuesta respirar. Estuve en Zamora en dos bodas de amigos y el traje que llevaba puesto llegó a parecerme un ataúd de agua. Como si me hubieran enterrado en una piscina vertical. Los hombres llegábamos ya empapados al convite, nadando en nuestra propia camisa, húmedos de pies a cabeza. En Madrid es aún peor. Aquí sobra polución, que forma una espesa capa que no puede cortarse ni con cuchillo. Durante las mañanas hay que bajar casi todas las persianas del piso. Permitir la entrada a un único rayo de luz supone un martirio. En esta ciudad uno sale sudando de la ducha, aunque el agua esté fría. Los habitantes de la capital caminamos por las calles igual que si todo a nuestro alrededor fuera un desierto. Al entrar en algunas tiendas, en los cines y en determinadas cafeterías, el golpe de la refrigeración es tan fuerte que no es raro salir con catarro. Por las noches es necesario dormir con las ventanas abiertas, y un poco antes del amanecer el cuerpo nota el calor del alba y se desespera. Si en Madrid se duerme lo justo en invierno, aún se plancha menos la oreja en verano.
Esto es especialmente insoportable y crudo en los transportes públicos. Qué les voy a contar que no sepan, vivan aquí o no. Cuando uno se agarra a las barras verticales de sujeción la palma de la mano toca el sudor viejo y manoseado de cientos de usuarios y viajeros anteriores, y se desliza como si agarrase una merluza o una anguila, en vez de un hierro. En el metro, el hedor a sudores propios y ajenos es tan desagradable que, cuando pasa por delante una mujer que conserva el perfume en su piel y en su ropa, todos alzamos las narices al aire, para recuperar la fragancia. Sólo un mínimo efluvio flotando por los vagones es una joya, y los pulmones luchan por agenciárselo. En estas últimas semanas he tenido la sensación agobiante de que me faltaba aire, de que no podía respirar, de que me ahogaba. Así, en las ciudades grandes uno aprecia ciertas cosas en lo que valen, aprende su valor: cuando pasamos por una zona en la que hay uno o dos árboles, o un miserable jardincillo, nuestro olfato lo detecta como nunca antes lo había hecho. En esos momentos deliciosos me paro y aspiro, me deleito en el aroma a verde y en el oxígeno.
Leo que la contaminación de Madrid ha empeorado. Contiene “más partículas y más dióxido de nitrógeno” de lo que permite la normativa. La sequía, la industria, las obras y el tráfico tienen la culpa. Y también la M-30. Tanto coche circulando por ahí, contaminando y metiendo ruido convierte a las ciudades en verdaderas cárceles de polución y bullicio. Hay gente que no tiene para comer ni dónde caerse muerta, pero usa coche y móvil. Es algo difícil de entender, pero es cierto. En la acera de la calle en la que vivo, a veces para por allí un indigente. Se le nota en el semblante, en las facciones, en la vestimenta raída. Pero los síntomas de la indigencia se notan aunque un pobre vaya vestido de lord inglés. Sin embargo, se mueve en un coche, y por las noches duerme en su interior, tumbado en el asiento del copiloto y tapándose con una manta apolillada (en invierno: supongo que durante el verano se echará la siesta bajo algún puente o junto a un árbol). Y dudo que se trate de un vehículo robado: la policía ronda por allí y el tipo suele aparcar siempre en el mismo sitio. Mientras el calor y la polución nos muerden a quienes vivimos en el interior de España, en la costa mediterránea son las manadas de medusas quienes muerden a los bañistas. Se cree que su proliferación se debe al daño que el hombre ha hecho en el ecosistema.