He visto esta semana una reciente miniserie, de tres capítulos de una hora y veinte minutos de duración cada uno, titulada “El Triángulo de las Bermudas” y producida por Bryan Singer, el creador de “House” y “Sospechosos habituales”. El caso es que dos de los protagonistas se mueven juntos durante casi toda la trama. Uno se dedica a buscar niños desaparecidos gracias a sus intuiciones paranormales. El otro escribe para un periódico. Se acaban de conocer, se llevan bien, se entienden (en sentido amistoso, no bíblico). En un momento dado, el primero mira al segundo y le suelta: “Tú escribiste una vez sobre mí, sólo que ya no te acuerdas”. No sabemos si lo dice con rencor o con gratitud. Pero sabemos que el otro se queda perplejo, asombrado, y lo observa, intentando recordar su rostro o las palabras que le dedicó. Me ha gustado la escena porque sé, de sobra, a lo que se refiere. El ser humano es un animal repleto de olvidos y de contradicciones. Uno se huele que el reportero acaso puso a parir en un viejo escrito a aquella especie de médium, porque desconfiaba de sus habilidades, pero que ahora todo ha cambiado y no da crédito. No recuerda al hombre ni lo que escribió, y es posible que sus opiniones actuales sean distintas, pues en dicho episodio aprende a creer en él y en su trabajo.
Por eso digo que el ser humano está repleto de olvidos y de contradicciones. Lo comprendo perfectamente, ya que a mí me ocurre. A veces tengo que comprobar algún dato concreto en mi archivo de artículos guardados en el disco duro y entonces tropiezo con antiguas columnas que releo entre el rubor y el olvido, como si me acercara por primera vez a aquellas líneas y no fueran mías e incluso así me diera un poco de vergüenza leerlas. Y no es raro que encuentre frases y opiniones que había olvidado por completo, o frases y opiniones que se contradigan con lo que escribo y opino en la actualidad. Donde dije digo, etcétera. Pero le sucede a todo el mundo. Guardamos cosas de los demás en la memoria y luego se las espetamos a quienes las dijeron y no las recuerdan: “Tú opinabas lo contrario, hace diez años”, espetamos a nuestros allegados en las conversaciones. Pero olvidamos las nuestras.
Lo que pasa es que esto lo notamos más quienes nos dedicamos al noble y abnegado oficio de la escritura. Porque queda registrado, y eso no hay quien lo cambie. Si han leído unas cuantas entrevistas con literatos, no es raro que el entrevistador suelte la frase: “Usted escribió en una ocasión que…”, y que el entrevistado responda: “¿Yo escribí eso? Ah, pues no lo recuerdo. Pero ahora pienso lo contrario”. Si la memoria no me la juega, en el libro de entrevistas que le hizo Lawrence Grobel a Truman Capote sucede muy a menudo. Es lógico que las personas seamos así: olvidadizas, sometidas a cambios, contradictorias a lo largo del tiempo. De lo contrario seríamos meros muñecos de feria, unos personajes con matices blancos o negros de cualquier cuento infantil maniqueísta. Esta debilidad propia del hombre suele aprovecharla la prensa en el caso de los políticos. Sale a la palestra un político y nos endosa una sentencia. Los periodistas con más memoria o más años a la espalda se apresuran a rebuscar en la hemeroteca y no tardan en sacar a la luz algunas declaraciones de ese mismo político, que contrarían lo que en la actualidad sostiene. Y se le machaca. Pero son debilidades: olvidos, cambios de humor o de opinión, madurez o inmadurez. Aunque, en el caso de los políticos, se merecen ese ajuste de cuentas: no en vano ellos juegan con nosotros como si fuéramos muñecos.