No sé cuándo fue la penúltima vez que estuve en Benidorm. Supongo que hará ya unos veinte años. Probablemente. Las ciudades cambian mucho en dos décadas. En aquellos años, los ochenta, era un lugar al que todos los españolitos íbamos de veraneo, y de allí veníamos cargados de collares de marfil, muñequeras de cuerda o plástico, bañadores ceñidos y, en general, cosas que no se veían en Zamora y que aún tardarían unos años en comercializarse en la provincia. Recuerdo muchos complejos hoteleros, apartamentos y edificios. Pues imaginen hoy, veinte años después: paseamos por las playas y sólo se ve, desde la arena, un bosque terrorífico de mal gusto, de casas de distintos colores y tamaños, cada una de su padre y de su madre, cada una más horrible que la anterior, sin que los constructores hayan guardado cierta línea estilística. Aquello es un jaleo de edificios, un cruce entre Manhattan y la España profunda.
Lo primero que buscamos es un sitio para comer, cerca de la playa. Los restaurantes baratos de la zona están acondicionados para turistas británicos y alemanes, con pizarras escritas en inglés y cartas de copiosos desayunos que incluyen bacón, café, zumos, bollería, huevos fritos, y en ese plan. Entre uno de mis amigos y la camarera de un garito se da el diálogo que aquí reproduzco: “Hola, ¿hay mesa para comer?”, “No, ahora mismo no; hasta las cinco, nada”, “Vale. Pero, para las cinco, ¿nos reservará fijo una mesa?”, “No, a esa hora está cerrada la cocina y ya no damos de comer”, “O sea, que era una frase hecha”, “Pues sí”. Por fin nos preparan una mesa en el interior de una casa de comidas hogareña y económica, con el padre, la madre, el hijo, la hija, currando entre los comensales, en la cocina, la barra y las terrazas del exterior. La comida no es una maravilla, pero tampoco es mala. Observamos el interior del local. Tres mesas, tres familias. La primera familia es patética. El padre gasta bigotazo y gafas, cara de mala hostia y una camiseta con los hombros al aire, como si fuera un chaval forzudo; a la mujer se le nota el tedio y el hastío; las hijas, una niña y una adolescente, se aburren como ostras; no cruzan una palabra entre ellos en ningún momento. Se nota que son de fuera y que hacen lo que pueden. A su lado, en la mesa vecina, el panorama es idéntico o peor. El padre, ibérico y moreno como el jamón de pata negra, un tipo con gesto de asco y de indiferencia, viste otra camiseta igual, sin mangas, y usa una gorra, colocada en plan yanqui, un poco echada hacia atrás, y me pregunto si sabe que, en España, sentarse a una mesa sin descubrirse la cabeza es de mala educación; su esposa es un calco de la otra mujer, se la ve harta, ha engordado demasiado y se aburre; el mozo de la familia es un niño de gafas que viste un polo de un equipo de fútbol, con el pelo muy corto y una coletilla kilométrica que le sale de la nuca, una coleta que parece cola de ratón; tampoco intercambian una palabra. El panorama lo salva la gran familia de la tercera mesa: hablan, ríen, la abuela conversa con los nietos, etcétera. Un alivio: la familia feliz y tradicional no ha muerto por completo. Aún queda una esperanza.
Del resto no hay mucho que contar. En las salas de fiestas anuncian actuaciones de María Jesús y su acordeón y otros artistas de ese pelaje. Nos bañamos en la Playa de Poniente, que goza de menos público que la de Levante, donde se amontona todo el mundo. Las aguas le vienen bien a uno y disfruta del baño con sencillez y provecho. El Mediterráneo da calor al entrar, pero eso sirve para que no se nos congelen los huesos a los frioleros. Y a media tarde, domingo, regresamos a Madrid, metidos en la caravana de los domingueros. Atrás quedan algunos capítulos de mi infancia.