Estaba tomando algo en un bar, con unos conocidos de Madrid, cuando salió el tema de los cajeros automáticos. Ya saben que los cajeros automáticos crecen como champiñones en las ciudades y en los pueblos y en cualquier lugar por donde exista la posibilidad de que pase un hombre adosado a una tarjeta de crédito; otra cosa, muy distinta, es que el cajero funcione cuando lo necesita uno, o que esté disponible la cantidad que uno pide (a mí me cuesta muchas caminatas encontrar un cajero que emita sólo billetes de diez euros). Entonces alguien, en mitad de la conversación, dijo que había estado recientemente en una despedida de soltero. En las despedidas de soltería, al menos en las despedidas masculinas, suele terminarse el trayecto nocturno en un hogar de mala reputación, salvo que quienes oficien de comparsas del despedido pertenezcan a ese gremio de juerguistas que se conforman con una capea, un torneo de tiro con arco y una copa en el pub más finolis de la ciudad. Pero continuemos: dijo que había estado en una despedida y que, hacia la madrugada, entraron a ver un strip-tease en una célebre casa de lenocinio. Casa, según me han informado, en la que menudean los famosos que entran por la puerta trasera (futbolistas, cantantes, etcétera) a darse un revolcón de alquiler. No cito el nombre del club por si acaso se entera alguien y vienen a partirme las piernas un par de hombres empapados en crack, que en la red todo se sabe. Hacia la mitad de la función decidieron ver otro de esos bailes, pero en privado. Y, al caminar por los pasillos que conducían a los cuartos, se toparon con un cajero automático. No me han dicho de qué entidad era, y olvidé preguntarlo. Aquello me dejó helado, amigo. Un cajero automático en el interior de un lupanar. Para tener a mano los billetes de la cuenta, en caso de apuro y necesidad. Para que el fulano con picores inexcusables no pueda argumentar falta de efectivo en la cartera y las chavalas lo conminen a sacar el dinero fresquito y crujiente.
Eso no fue todo. Cuando aquel tipo terminó de contar la historia, hubo otro que dijo: “Eso no es nada. Yo he visto algo aún más alucinante”. Habló de una catedral de Madrid. Se conoce que entró un día, a verla y a hacer unas fotos, y tropezó con una especie de cajero automático en la pared. Es lo que llaman el cepillo electrónico de las iglesias. “Donativos con tarjeta”, pone en una placa, al lado. Y según declaraciones del cabildo: “El llamado cepillo electrónico facilita una colaboración más generosa de los fieles (…)” Esto no es óbice, según leo y me cuentan, para que siga pasándose el cesto de mimbre por entre los bancos de los feligreses. Pero dentro de poco ya nadie pondrá calderilla en esos cestos: simplemente, dejarán caer un cheque.
La existencia de cajeros automáticos en dos edificios tan concurridos y propios de la historia de las ciudades me dejó estupefacto. Comprendan que mis paseos sólo suelen tener tres metas posibles: las librerías, los cines y las tascas. Lo cual quiere decir que no voy ni a misa ni a la mancebía. Vaya por delante (lo digo antes de que alguien se escandalice) que ninguno de aquellos conocidos que me contaron la historia tuvo la intención de atacar el funcionamiento interno y económico de los lupanares y de las iglesias, y aún menos compararlos. Tampoco es esa mi intención. No tienen nada que ver entre ambos: en unos se busca consuelo físico y, en las otras, consuelo espiritual. Lo que sí quisimos poner todos de manifiesto es el modo en que en algunos lugares se adaptan a los nuevos tiempos y a los adelantos tecnológicos. Se adaptan a la perfección; siempre, eso sí, que al final haya talegos.