La plaza de Tirso de Molina queda a poca distancia de donde vivo, a tiro de piedra, a cinco minutos andando, cuesta arriba. Paso por allí algunas veces. Frente a un supermercado hay varias marquesinas para aguardar el autobús. La zona, desde hace tiempo, fue tomada por un grupo de indigentes yonquis. No tienen donde dormir, así que se acuestan en los bancos donde los viajeros deberían sentarse a esperar su transporte. El Ayuntamiento, dado que los vecinos protestaban, ha tomado cartas en el asunto como sólo saben hacerlo los ayuntamientos: trasladando el marrón a otro sitio, en vez de solucionarlo, es decir, que lo que ha hecho es quitar los bancos para que la panda se vaya. De ese modo ni los toxicómanos duermen en los bancos ni los viajeros se pueden sentar en ellos, que sólo están libres cuando sus ocupantes se pegan o cuando van a Las Barranquillas a por su dosis. Lo cierto es que supone un problema más complicado de lo que creemos a simple vista. Es una polémica en la que todos tienen algo de razón: los vecinos y los viajeros, porque están hartos de peleas, vomitonas, escándalos, suciedad, excrementos y orines humanos; los yonquis, porque no tienen donde caerse muertos o moribundos, y en algún lugar deben reposar los huesos; el Ayuntamiento, porque no puede satisfacer a vecinos, viajeros y parias, aunque su solución sea la opuesta, léase perjudicarlos a todos, y porque tampoco se puede sacar de la indigencia y de la toxicomanía a quienes niegan el auxilio.
Este grupo de Tirso de Molina es distinto del que habita y merodea por mi barrio. Aquí veo borrachos, vagabundos y camellos, pero en Tirso sólo malviven yonquis, que se ponen muy nerviosos y agresivos con el síndrome de abstinencia. Por esa razón la gente les tiene más miedo, pues a los alcohólicos no les resulta difícil comprarse un brik de vino Don Simón en el supermercado (es barato y no hay que viajar a los arrabales), y a los yonquis les toca irse a los poblados de las afueras a por un chute y eso pone nervioso a cualquiera, al consumidor y al vecino.
La solución del Ayuntamiento, ese retiro de los bancos públicos para expulsar al mendigo, sólo ha servido para que se muden a la calle de al lado. Y es peor, o a mí me lo parece, ya que acampan a diario en el escaparate de una tienda de ropa. Los vecinos de la plaza de Tirso de Molina los ven menos, qué duda cabe, pero el muerto ahora lo carga el dueño de la tienda. Se han situado en un lugar por el que paso a menudo. Lo leí en un reportaje: antes robaban en el supermercado y recogían los productos que arrojan a la basura para revenderlos en otros barrios, y ahora están apostados en la acera del escaparate, donde se pelean, discuten, orinan, beben, vomitan y van ensuciando la calle. Un asco, lo he visto. Esta situación, aunque parezca localista, es el espejo en el que se mira la sociedad actual. Los parias están a lo suyo, les basta con chutarse y mamar de la botella, arrasándolo todo en su camino hacia el abismo. Los vecinos rehusan los asuntos de alcohol, drogas y mendicidad, y se les da una higa el problema en sí: lo que quieren es alejarlo, no acabar con él. Los políticos municipales van barriendo para donde pillan, echando de aquí para allá a los marginados. Esta situación la he observado, también, en mi tierra, en Zamora. A los marginados se les va empujando, echando de los territorios que colonizan con su basura y sus enfermedades y sus miserias, hasta que quedan en los suburbios, entre solares y chabolas hechas con cartón y madera. De ese modo los problemas jamás se acaban, pero los vecinos quedan satisfechos y el Ayuntamiento se cuelga la medalla, creyendo que ha hecho algo.