En España, el único vehículo de lucimiento artístico para las actrices es el teatro. En las series de televisión suelen estar al servicio del enredo y del culebrón. En el cine (salvo las escasas excepciones que conocemos: los directores que saben sacar jugo a su reparto femenino, exprimir a las chicas como naranjas y hacernos llegar el jugo a los espectadores, darles un papelón y conseguir que exploten su talento dramático), en el cine español, decía, el cometido de la mujer es, por lo general, intervenir en escenas gratuitas en las que entra a la ducha y luego se la beneficia el galán de la película, todo con vistas a lo mismo: sacarla en bolas. Lo cual agrada la vista del hombre, pero para el currículum de la chica, para su esfuerzo, para su recompensa, no sirve de mucho. Por eso se agradece, en el teatro, que les suministren papeles con los que explayarse, con los que salir del tópico de la chavala que sale duchándose o paseando por casa en bragas. En el teatro, sobre las tablas, es donde por fin pueden demostrar su valía.
Esta reflexión viene a cuento a raíz de la obra “De repente el último verano”, cuyo montaje dirigido por José Luis Sáiz acabo de ver. La estrenaron al lado de casa, en el Teatro Valle-Inclán. Ya les conté que había estado por allí en la sala principal, y en esta ocasión la obra se representaba en la secundaria, la Sala Francisco Nieva, en la que sólo entran ciento veintitrés espectadores. Sobre el texto no hay que decir nada: es de Tennessee Williams, dramaturgo que no se andaba con chiquitas y escribía unos dramones de mucha enjundia, muy sólidos y algo lacrimógenos, baste citar “Un tranvía llamado deseo” y “La gata sobre el tejado de zinc caliente”. El montaje de la obra en el Valle-Inclán es arriesgado: apenas hay atrezzo, el decorado se parece a los suelos helados del Krypton de Superman y los actores no salen de escena cuando terminan su parte. No obstante, si el texto funciona y los protagonistas cumplen con su papel, la obra es creíble. Y así sucede. Porque ambos funcionan. El resto (los jardines de los que hablan y que rodean a los personajes, las ventanas y las fachadas de la casa) tienen que ponerlo los espectadores mediante su imaginación; y no es difícil, como en esa trilogía de películas despobladas de paredes y de techos que ha rodado Lars von Trier: “Dogville”, “Manderlay” y, pronto, “Wasington”, escrito así, sin hache.
Del reparto me quedo con sus dos protagonistas: Olivia Molina, digna hija de su madre y aún más guapa, y Susi Sánchez, elegante en su papel de anciana deteriorada, orgullosa y con bastón. Ambas se lucen, como corresponde al teatro y a una buena obra. Me sorprendió gratamente Molina: nunca la había visto actuar y me contaban que no era buena, pero, con toda probabilidad, se referían a los tiempos innobles de “Al salir de clase”. No sé en otros trabajos dramáticos o televisivos, pero aquí borda su personaje. Su monólogo final, casi a gritos, casi en estado de trance, en un ataque de verborrea, sin apenas pausas entre frases, revelando de corrido, sin tropezar nunca con las palabras, mientras desvela el meollo de la trama, la incógnita del texto, es lo que los entendidos llaman un tour de force. A Susi Sánchez le conocía algún papel secundario: la madre de esa serie que Telecinco nos arrebató, tras programar los primeros capítulos: “Vientos de agua”, o sus intervenciones en “Carmen” y “Juana la Loca”. Es una actriz con carácter, de esas que llenan el escenario y la pantalla en cuanto aparecen, y está dotada de una voz muy hermosa. Le pregunto a la gente por qué no va más a menudo al cine y al teatro: suelen decirme que las entradas son caras. No lo niego, pero en Madrid, por una copa, te cobran lo mismo o más, y nadie se queja y todos beben.