En el fondo agradece uno que programen en televisión los partidos de fútbol de seguimiento multitudinario. Eso deja el campo libre a quienes huimos del deporte: los teatros y los cines están vacíos y es el momento de aprovechar la coyuntura. Un poco antes de comenzar el partido del lunes por la noche, acudo a un cine. Elijo un documental del alemán Werner Herzog, un hombre que sobrevivió a las manías y a la enajenación mental de su colega, enemigo y actor fetiche Klaus Kinski. Se titula “Grizzly Man” y cuenta una historia real (no me equivoco al calificar de “historia real” lo que narran en un documental, pues existen los falsos documentales o documentales de ficción, como “Holocausto caníbal”, que en USA llaman “mockumentaries”). En la sala apenas hay un puñado de espectadores: alguna pareja, un tipo solitario y tres payasas que, a juzgar por sus risas cuando en pantalla no hay nada que provoque la risa, o bien se han equivocado de película o bien entraron fumadas. La ciudad posee un clima inquietante, especial, una atmósfera en la que se adivina la inquietud por el partido de marras; el personal se apresura a buscar un bar o a coger sitio para ver el fútbol en la calle, como luego comprobaremos.
“Grizzly Man” sobrecoge. En ciertas escenas incluso resulta espeluznante. Es la historia de un activista, Timothy Treadwell, que un día, harto de fracasos y de su alcoholismo, decide ir cada verano a acampar al Laberinto de los Osos, una zona boscosa y agreste de la Reserva Nacional de Katmai, en Alaska. Convive con ellos sin armas, se desintoxica, se propone estudiarlos, filmarlos, protegerlos de las agresiones de los humanos. Durante trece veranos acampa allí, casi siempre en soledad, graba cientos de horas de película, se aproxima a los osos, logra tocarlos, les planta cara. Treadwell se convierte en una celebridad. Pero en el último verano de su vida, acompañado de su novia, ambos son atacados, despedazados y devorados por uno de los osos. Herzog desvela la muerte casi al principio, logrando así que el relato sea más aterrador. El activista se acerca a cada oso, con la cámara en la mano, y los animales contienen, casi de milagro, sus impulsos violentos. El espectador, una vez que el forense ha descrito la horrible muerte de la pareja, tiembla cada vez que un oso pardo gruñe a Treadwell. Durante el ataque la cámara estuvo encendida, pero por fortuna con el obturador puesto. Así, sólo recogió sonido: los gritos y los lamentos, que el director, demostrando buen gusto, nos ahorra. Herzog se coloca unos cascos, escucha la grabación y llora. Después recomienda a la propietaria de la cinta que la destruya. Herzog trata de analizar qué es lo que empujó a este hombre a cometer esa locura, se entrevista con quienes le conocieron, recorre los parajes donde habitó. A veces el activista sufre arranques de vesania frente a la cámara. Y de ese modo el documental explora siempre los límites: entre la naturaleza y la civilización, entre el hombre y la bestia, entre la cordura y la locura. Algunas de las imágenes son asombrosas, como aquellas en las que Treadwell acaricia a un zorro y lo filma, o esas en las que dos zorros le siguen por la pradera, demostrando que ha conseguido algo de comunión con la natura.
De regreso a casa, aún compungido por el relato, escenas curiosas: los comercios han dejado sus televisores encendidos en los escaparates, y así, lo ven los indigentes, los chavales y el personal de paso; a la puerta de un restaurante sus dueños hindúes han desplegado una bandera de España; se oye animar a los equipos en idiomas extranjeros. Qué distinto este clamor de la gesta solitaria de Treadwell, pienso.