Nos subimos a un autobús, dado que la línea amarilla que pasa por el barrio ha sido cerrada hasta septiembre, o así, igual que hicieron el año pasado, logrando de ese modo que los trabajadores y los niños que van a la escuela deban buscarse la vida. Uno de esos autobuses urbanos, de color rojo y rugido casi ferroviario, donde los pasajeros, si es hora punta, meriendan codo ajeno y se propinan pisotones por descuido y terminan oliendo a jabalí. Se me había acabado el bono de transportes, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, o sea, que vale para pasar al autobús y para pasar al andén de metro. No suelo montar en estos vehículos e ignoraba el precio del billete, de un viaje muy surtido de mareos y de frenazos sin cuento. Saqué la cartera para tener a mano la calderilla. La billetera, desde que vivo aquí, ya no la llevo en el bolsillo trasero del pantalón, sino en uno de los delanteros. El primer consejo que me dieron al trasladarme a la ciudad fue: “Colócate la cartera junto a los huevos; así no podrán robártela”. Y lo hice, aunque es incómodo y me costó acostumbrarme, y preferiría llevarla como siempre, apretada contra el culo, que incomodaba menos en mis paseos zamoranos. Pero así son las reglas de la jungla.
Extraje, pues, el monedero y le pedí al conductor, amablemente, que me vendiera un billete. No dijo una palabra, pero negó con la cabeza. No entendía las razones para no servírmelo. Me dije: “El autobús no va completo, dudo que el hombre no disponga de cambio de monedas, me parece raro que no despache billetes y sólo se pueda acceder con el bonobús en la mano, y tampoco soy negro y, si lo fuera, daría lo mismo porque desde aquí veo gente de color en los asientos”. Insistí en lo del billete, esperaba que me diera un motivo, que me explicara la causa. Cuando ya guardaba el monedero, cuando empezaba a resignarme y estaba a punto de dar la vuelta para salir del transporte, el conductor dijo: “Esto no se cobra, es servicio gratuito por estar cerrada la línea de metro”. Adivinen mi careto y la sonrisa maliciosa del individuo, que me la había jugado. Esto sólo tiene un nombre, atribuido a mi incompetencia urbana, y quienes suelen leerme ya lo conocen, sí, en efecto: quitada de boina. Una vez más. One more time, que dirían The Doors. Mientras procuraba avanzar por el atestado interior del autobús, recordé que casi nadie había tratado de meter el bono en la ranura. Viajábamos tan apretados, y el ruidoso armatoste daba tantos bandazos, y reinaba allí dentro un calor tan espeso y agobiante, que entendí que la gratuidad, en las ciudades como Madrid, sólo es garantía de molestias y de inconvenientes.
En mi niñez conocía estas apreturas del bus gracias a los tebeos de “Mortadelo y Filemón”, que ahora vuelven con otra aventura sobre el Mundial de Fútbol. El autobús, decía, se convirtió en una jaula. En un barracón móvil de ganado. Íbamos hacinados, sudorosos, trastabillando. Es un espacio en el que los cacos se desenvuelven bien y han ideado nuevas estrategias para efectuar sus robos y llevarse el dinero de las señoras. Nos contó nuestra vecina que le han rajado el bolso algunas veces. Hacen, con la navaja, una abertura en el lomo, para meter el dos de bastos y sacar el dos de oros. Unos días atrás, embutida con calzador en esas aglomeraciones, le ocurrió algo parecido en el autobús. Parecido, pero no igual: en esta ocasión rajaron su camisa para acceder al bolso, pues lo llevaba debajo de la prenda. He visto el boquete: un agujero redondo, casi perfecto, del tamaño de una pelota de tenis. Supongo que utilizaron una navaja o un cúter. Pero la mano culpable no llegó al interior del bolso.