Mario Vargas Llosa entra en el escenario por la derecha. Han dejado la platea del Teatro Español a oscuras. Las únicas luces se derraman por donde el escritor ha aparecido, e iluminan un velador de mármol y una silla. A Vargas Llosa le sobran los focos, pues basta la fuerza de su escritura, el nervio de su verbo, para alumbrarnos a todos. Toma asiento y, muy despacio, con esa facilidad de palabra que asiste a los peruanos, con ese dominio del contar que viene de muy lejos, de los brujos y los sabios que relataban leyendas a la tribu, acalorados por el fuego de la hoguera, pero también de las abuelas que transmiten antiguas historias al fresco de los portales en las noches aliñadas de luna, con esa facilidad de palabra, digo, comienza a presentar su nueva novela, “Travesuras de la niña mala”. A su espalda hay una pantalla en la que proyectan la portada del libro, cuya presentación oficial es en este Teatro Español, entrada gratuita, ocho y media de la tarde y un patio de butacas en el que se acomodan los anónimos y los famosos (Juan José Armas Marcelo, Rosa Montero, Juan Cruz y otros cuantos de la escudería Alfaguara, a cuyas caras no logro asignar un nombre).
Tras el introito se levanta de la silla y presenta a la actriz que va a leer algunos pasajes de la novela: Pastora Vega, a quien las luces descubren sentada en un sofá, a la izquierda del escenario. Mario Vargas Llosa, traje negro, camisa blanca, cabello de brillos grises, apostura de gentleman, hechicero de la prosa, don Juan maduro y atractivo, se sienta en el otro sofá. Entre ambos, una mesita con dos vasos y sendas botellas de agua. La presentación resulta original y amena. La novela, según parece, porque todavía no la he leído (abrumada la mesilla por el tonelaje de libros pendientes de lectura), cuenta una historia de amor en cuatro décadas y en varias ciudades, entre las que destacan Lima, París, Londres y Madrid. En la pantalla que tienen a sus espaldas proyectan una fotografía de Lima, y suena una canción de los años cincuenta. Cuando la música se desvanece, el escritor habla de sus personajes en ese paisaje. Luego, Pastora Vega, que recita como si hubiéramos llegado a un cielo poblado sólo de cuentos, lee unos fragmentos. Esta estructura se repite para las cuatro ciudades, terminando en el Lavapiés del Madrid de los años ochenta. La fotografía muestra la plaza del barrio y poco le falta al fotógrafo para sacar la fachada del piso en el que vivo.
A medio acto, cuando hace veinte minutos que Vargas Llosa ha mencionado a Pérez Prado, oímos murmullos en el gallinero, o sea en el palco. Un señor calvo y anciano se ha puesto en pie, y alguien forcejea con él, mandándole callar. El señor exige que le deje, y, tras soltarse, grita desde las sombras: “¡No llame conciertos a lo de Pérez Prado, por favor! ¡No son conciertos, son actuaciones!” El tío está indignado por el matiz y, el público, con el señor, y Vargas Llosa, sin perder la compostura, responde: “Bueno, yo seguiré diciendo conciertos”. El hombre grita: “¡Pues me marcho!” Y se va. “Aunque no lo crean”, prosigue el escritor, “fui un gran bailarín de tangos”. El público, nervioso, se ríe para relajarse. Él continúa, sin perder el humor: “Me han interrumpido muchas veces a lo largo de mi vida, y siempre por razones políticas. Pero nunca por algo como lo de hoy”. Cuando termina el recorrido por las cuatro ciudades y el esbozo de protagonistas, Vargas Llosa regresa al velador. Concluye el acto con una declaración sublime: cómo un autor, tras cierto tiempo viendo crecer a sus personajes, debe despedirse de ellos, desprenderse de su influjo, dejar que vuelen, entregarlos a los lectores. “Ahora estos personajes son suyos. Trátenlos bien”.