Al final, en la encuesta organizada por la Escuela de Escritores para elegir la mejor palabra del castellano, salió ganadora “Amor”. Elvira Lindo, certera en sus crónicas y artículos, acaba de escribir que “Siempre se trata de una elección impostada”, y que, si buscáramos una palabra para designar el sentir colectivo de esta época, sería “Orgullo”. No lo niego, pero creo que predomina sobre el resto de las palabras, en el sentir colectivo de esta y otras épocas, “Dinero”. La apreciación no es mía. Lo escribió un lector en las Cartas al Director del diario El País. No guardo el ejemplar y se me olvidó anotar el nombre y apellidos de dicho lector. Una lástima, porque de él es el mérito y habría que nombrarlo aquí, en justa recompensa por darnos la idea o tema de este artículo. Venía a decir aquel lector, indignado, que, aunque la palabra escogida fuese “Amor”, esta elección mayoritaria no era sino una mentira inmensa, o una hipocresía, pues es otra palabra la que mueve el mundo y los intereses de una gran mayoría de los ciudadanos: “Dinero”. Estamos de acuerdo con él.
Mis mayores, a quienes suelo escuchar con atención por el saber que puedan procurarme, me han proporcionado en los últimos tiempos dos frases que vienen muy al pelo (las pronuncian siempre con resignación, y con el dolor que les supone soltar una verdad que quema y daña, y para que sepa que la vida no se parece a una película de Walt Disney, sino a una novela de William Faulkner): “El dinero es la llave que abre todas las puertas. Eso me lo dijo un cura” y “El dios más poderoso de los hombres es el dinero, lo he visto a diario”. Puede que no las haya escrito aquí con total fidelidad, y que incluso las haya adobado con una pizca de literatura, pero el mensaje en ambas es el mismo. Estamos con ellos y con ese lector, que sueltan verdades dolientes y afiladas. En este sentido, es posible que las novelas más realistas sean las novelas de género negro, donde las mujeres fatales, los detectives con estoicismo para encajar cientos de golpes y sentencias, los empresarios con veguero en los labios y los matones a sueldo sólo tienen un único objetivo: ganar pasta, lograr el botín, amasar dinero, y luego largarse con viento fresco.
Son verdades deprimentes, no lo niego. Pero el mundo funciona como lo hace por culpa del dinero, y no gracias al amor, por mucho que los votantes se empeñen. De otro modo no se entiende que, cuando muere un abuelo, las familias empleen más tiempo en repartirse la herencia o pelear por los bienes que dejó que en velar su cadáver o mantener su recuerdo caliente en la memoria. De otro modo no se entiende tanta mafia urbanística, tanto ladrón de guante blanco y corbata negra, tanta especulación. De otro modo no se entienden los timos y las estafas. Casi toda la gente que le para a uno por la calle es para pedirle dinero. Casi toda la gente de las empresas que le llama a uno por teléfono sólo tiene un motivo: hacer caja para sus jefes, aunque ellos te lo disfracen con el mensaje de buenas intenciones y el juramento de que hacen la llamada sólo para el beneficio del cliente, y así nos dan la paliza telefónica los del Círculo de Lectores o los de Amena, entre otros; pero sus empleados no tienen otro remedio: de lo contrario los largan a la calle, les dan la patada en el culo. Ofertas y paraísos a cambio de la entrega de nuestros ahorros. Hoy el personal vende el alma al diablo por una tarjeta de crédito. Con estos mimbres, no les extrañe que algunos idealistas nos refugiemos en el bálsamo de novelas como “El amor en los tiempos del cólera”, donde el protagonista se mueve por pasiones sentimentales y nunca monetarias.