Creo que en la infancia me llevaron una vez a Segovia, pues poseo el recuerdo borroso de estar contemplando el Acueducto, e incluso de haber pensado, secretamente, que aquello no era para tanto, pues se trataba sólo de un conjunto de piedras. Hace poco fuimos a esa ciudad a pasar el día y mi percepción de dicha obra cambió, por supuesto. Piedras, sí, pero cuánta sabiduría para colocarlas y proporcionar para los restos un monumento elegante, soberbio y perfecto: según la Historia, erigido por los romanos; según la leyenda, construido por el Diablo durante una noche. La visita a Segovia incluyó la Plaza Mayor, un vistazo rápido a las fachadas del Teatro Juan Bravo o la Biblioteca Pública (antigua cárcel donde estuvo preso Lope de Vega), los alrededores de La Catedral (a cuyos pies hay algunos árboles góticos, de ramas negras y retorcidas, que me entusiasmaron), un restaurante en el que, obviamente, comimos cochinillo asado, y el Alcázar y sus verdes vistas, amén de varios paseos y de subir las escaleras de la torre del Alcázar, ascenso que me dejó medio mareado y con los vértigos propios de llegar a un lugar tan alto. En este último edificio cometimos el error de dejarnos capitanear por un guía con demasiado apego al chascarrillo y la broma fácil, como si en vez de un cicerone fuera un comediante de una sala de fiestas en vísperas de la ruina.
Mientras algunos amigos entraban a La Catedral gótica y otros se sentaban en un banco de la Plaza Mayor, dos de nosotros decidimos dar un paseo por calles antiguas y angostas, cuya atmósfera me transmitía, en cierto modo, el aire sereno y venerable del casco viejo de mi ciudad. Caminábamos sin rumbo, y entonces optamos por subir una calle que se me antojó atractiva (la Calle de los Desamparados). No lo sabíamos, pero allí estaba la Casa Museo de Antonio Machado. Esa es la gran diferencia entre el turista y el viajero: el turista va pertrechado de planos, recomendaciones y un plan fijo de visitas a museos y parajes célebres; el viajero va a la aventura, merodeando por donde le place, a ver qué encuentra y con qué se topa, merezca o no la pena. Lo ideal, en estos casos, es tener zapatos de turista y corazón de viajero.
Fue en Segovia donde Machado conoció a Pilar Valderrama, con quien mantendría una intensa historia de amor, y a la que encubrió en sus poemas con el nombre de Guiomar. Se conocieron en el Hotel Comercio, donde al parecer el poeta sufrió la lanzada del amor a primera vista. Por Segovia pasearon los primeros días de su romance secreto y prohibido. La Casa Museo de Antonio Machado, propiedad de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce, es un homenaje a la pensión en la que se alojó el poeta a su llegada a la ciudad, en 1919, para ocupar su plaza de catedrático. Dicen que se conserva casi igual que cuando vivía allí. Consiste en una cancela de hierro y piedra que da paso a un patio con parras y un caminillo rodeado de jardines, con un busto del poeta, y, al fondo, un edificio de dos plantas, modesto y atractivo, donde a Machado debió morderle el frío segoviano. Una placa indica el horario de las visitas y muestra un par de fotos del interior: una cocina y un cuarto con cama de hierro, estufa y muebles sencillos. A la izquierda del edificio hay una librería que contiene los fondos bibliográficos de la Real Academia y una biblioteca. No entramos en la casa para no hacer esperar a nuestros amigos, y porque pensábamos que, dentro, sólo íbamos a hallar esas dos estancias. Pero no: hay dibujos, óleos, un comedor, una sala de firmas, etcétera. En el jardín observé a un gato de manchas rubias y marrones. Se lamía las patas. Se doraba al sol. Era un poema silencioso, de carne y sangre.