En Gerona, el vigilante de un cementerio encontró una tumba profanada, el féretro abierto y algunos huesos del cadáver metidos en una olla. Junto a la olla había un hornillo, una caja de pastillas de Avecrem y una taza que contenía restos de la sepulcral sopa. No han averiguado si este escenario obedecía a uno de esos rituales mágicos para lograr que la vecina se enamore de ti o si quienes lo hicieron sólo pretendían nutrirse con un caldo de cadáver y les gustaba ese menú. Me inclino por lo primero, ya que un buen gourmet (incluso un caníbal) preferiría echarle más tropezones y especias al puchero, aunque sólo fuese para darle más enjundia: algo de carne, una cebolla, dos dientes de ajo, un tomate, unos granos de pimienta, etcétera. Se especula, también, con la posibilidad de que fuera una gamberrada. En este caso hay que ser bobo para tomarse tantas molestias en hacer el gamberro: saltar la tapia del cementerio, levantar una lápida, abrir el ataúd, sacar al muerto, cocinar la osamenta.
A muchos kilómetros de allí, en Montreal, una familia ofrece sustanciosa recompensa a quien le devuelva la cabeza robada de la mujer a la que iban a enterrar. Fue el año pasado cuando denunciaron el hurto. La familia se disponía a enterrar al fiambre, una señora, cuando en la casa funeraria entraron los ladrones, mutilaron el cuerpo y se llevaron la cabeza. Un botín algo retorcido, sin duda. No tienen pistas sobre quién haya podido ser, y tampoco explicación. Hartos de aguardar a que la cabeza salga por algún lado, es decir, que alguien la devuelva o la deje en el buzón o en la puerta de la casa (no es broma: es uno de los temores de los familiares), sus parientes dieron una rueda de prensa y garantizaron que habría una bonita suma para aquel que les trajera el cráneo. Dicen que la finada carecía de enemigos y, como broma, resulta pesada y contiene el mismo gasto de fuerzas y adrenalina que en el caso anterior: entrar sin ser vistos, serrar por el cuello y todo lo demás.
A mí estos jueguecitos, o bromas macabras, o rituales de magia negra, o lo que sean, me parecen un tanto pecaminosos, disparatados e irrespetuosos. No se debe jugar con la memoria de los muertos, pero tampoco exhumar sus cuerpos, ni descuartizarlos, comérselos, robarlos, fornicar con ellos, hacerse un caldito o echarlos a la paella. Pero no faltan los tarados, los desaprensivos, los bromistas, los profanadores ni los caníbales que se meten de madrugada y a hurtadillas en los cementerios y la preparan a costa de los cadáveres, que tratan de descansar en paz y no se meten con nadie. A mí el segundo caso me recuerda, siquiera una miaja aunque no sea lo mismo, a la película “¡Quiero la cabeza de Alfredo García!”, en la que a un perdedor norteamericano le encomendaban la tarea de llevarle a un cacique la chola del varón que se había encamado con su hija. Después de darle un machetazo, aquel la introducía en una bolsa, la metía en el coche y a correr. Un argumento truculento, fúnebre y teñido de moscas y de sangre, pero luego comprobamos que también se da en la realidad. La realidad siempre está compitiendo con la ficción, por ver quién de las dos nos cuenta la historia más rara o increíble. El caso es que la primera siempre es más retorcida. Son variadas las noticias que vamos leyendo o escuchando, en los últimos meses, sobre tumbas y profanaciones. Quizá deban incrementar la vigilancia en los cementerios, ponerles más guardias, disminuir las posibilidades de colarse dentro. No tendrían mucho trabajo y podrían hacerse compañía y jugar a las cartas. Al fin y al cabo, de los cementerios no se escapa nadie, y no son demasiados quienes pretenden entrar a hacerse un caldo.