Vuelvo a compartir la calle con los vecinos de enfrente. De todos ellos siempre me estremece la visión de los prisioneros árabes. A veces creo que estoy observando una cárcel sin barrotes y con grandes alfombras y niños dentro, pero cárcel al fin y al cabo. Me refiero a esa familia árabe de la que les he hablado en algunas ocasiones. Mientras el padre atiende el negocio, la mujer, encofrada de cuerpo entero salvo el rostro, un rostro de mora paciente, servil y atractiva, se queda en casa con los muchachos. Los niños, alguno de ellos atrapado aún en el noble arte del gateo, viven encima de la bella alfombra y asomados a la ventana. No quisiera meterme en estas costumbres y tradiciones mediante las que los varones de ciertas culturas atan a sus mujeres a la pata de la mesa de la cocina (en el sentido metafórico, por supuesto, pues no diviso sombra alguna de cadenas ni ataduras), pero sí dejar constancia pública de la vida cautiva que llevan, construida entre cuatro paredes, con sólo un ventanal desde el que contemplar el exterior, y desde cuyo marco deben aprenderse el vuelo desquiciado de las palomas, el lenguaje de los traficantes de medio pelo y el sonido de los coches y las sirenas, porque dudo que el cielo se vea desde ahí. Una vida sin aire y sin cielo no es una vida, no es nada, sólo un simulacro y una tragedia.
Jamás salen de ese encierro. Y esto es algo que no he aprendido por medio del cotilleo vecinal, sino principalmente por el oído. Uno de los chavales se pasa las horas, desde por la mañana hasta la medianoche, dando guerra en la ventana. Algunos días laborables no salgo de casa y el oído, que distingue los lenguajes de la calle y de los vecinos, se tiene aprendidas las rutinas de estos prisioneros por tradición. Otras veces salgo a tomar el fresco, o a ver el contubernio de los camellos y las trifulcas etílicas de los parados y vagabundos, o a espantar con mi presencia a las palomas, o a mirar las nubes, o a aprenderme el trabajo de la policía, y siempre los encuentro allí, asomados a la ventana. Ni ellos ni la madre pisan el exterior. Uno de los críos se entretiene durante todo el día dando gritos, golpeando el cristal, tirando juguetes. Los gritos son alegres y se componen de las dos o tres palabras que ha aprendido en su idioma, de berridos de júbilo y de ese jaleo de gruñidos que sueltan los chiquillos. Lo cual me saca de quicio después de varias horas de algarabía infantil continua, y debo recurrir a los tapones de silicona para leer y escribir en paz y sin sobresaltos. La culpa no es del muchacho, sino de los padres. A cualquier niño que pase meses y meses sin salir a la calle se le tienen que escapar las energías por las orejas, y de algún modo hay que emplearlas o distribuirlas. Un muchacho necesita otros aires y otros juegos.
Estos niños, pobres niños encarcelados que ignoran que podrían vivir en el exterior, matan su tiempo allí. Siempre asomados a la ventana, en la que aparece en ocasiones la madre, envuelta en su capullo de telas y velos. Sin posibilidad de caminar por un parque, de aspirar el perfume marchito y venenoso de la ciudad, de jugar con otros críos, de conversar con otras madres, de estirar las piernas o tomar la benefactora sombra de los árboles, de permitir que la lluvia no sea sólo una película que sucede al otro lado del cristal sino agua que cae de arriba y les moja el pelo y las mejillas (o la túnica, en el caso de la mujer). No crean que tampoco el padre sale demasiado: suele estar atendiendo su negocio, o encerrado con la familia. Allá cada uno con sus tradiciones, pero desde mi postura occidental no soy capaz de comprender esa rutina tan doméstica y penitenciaria.