Estos días se han celebrado algunos foros en los que expertos, filósofos, escritores, libreros, editores y demás personal relacionado con la literatura debatieron los diversos aspectos que atañen a la promoción de la lectura, que, tengo para mí, es un ejercicio saludable, beneficioso para el corazón y el cerebelo, muy útil para estimular la fantasía y exquisito para refrescarnos a cualquier hora de la jornada, amén de constituir adobo cultural para cada uno. Los expertos y los políticos del ramo cultural se rompen la cabeza tratando de hacer llegar el hábito (y el placer) de los libros a la población, fundamentalmente a los jóvenes, cada vez más alejados de cuanto huela a papel. No es culpa de ellos, sin embargo; de los jóvenes, digo. El empuje del sector audiovisual es tan poderoso, y se le da tanta publicidad, que resulta poco menos que imposible escapar a sus cantos de sirena moderna.
Ha dicho el filósofo José Antonio Marina que el sistema educativo actual disuade de la lectura, sentencia con la que estamos de acuerdo. Basta que en clase le impongan a uno tal libro para que lo odie, por principios (los principios de rebeldía que nos guían en la adolescencia), y porque andar a cuestas con la obligación anula el interés. La lectura impuesta cae mal desde el comienzo, insisto, salvo para el empollón de turno, pues su condición servil e intelectualoide le obliga a comulgar con cualquier consejo y mandato del profesor. Hubo docentes, y supongo que aún los hay, que componían una lista de lecturas varias para que uno eligiese el título que más le acomodara. Eso facilitaba la tarea, porque ya no había imposiciones, sino libertad de elección (aunque estuviera ceñida a siete u ocho libros), que es algo que el alumno agradece mucho. Yo lo agradecí en su momento. Antes de eso me dio por odiar algunos libros célebres que, aún sostengo, no eran convenientes para un lector tierno. Salvo una excepción: cuando nos mandaron en el Instituto Claudio Moyano que leyéramos los dos tomos de "Don Quijote de la Mancha"; esa fue, me atrevería a decir, la mejor orden de mi vida. Tanto me gustó aquella obra que estaba deseando hacer los trabajos y exámenes que acarrearía su lectura. El libro que más se me atragantó fue "El guardián entre el centeno", en la actualidad una de mis novelas de cabecera, la cual releo una vez al año, o así; me la impusieron en un curso en el que me dedicaba a hacer novillos y a contemplar las musarañas; me sentó como una losa puesta encima de los hombros. La aborrecí al acabarla. Luego me tocó repetir ese mismo curso un par de veces y, en la tercera lectura obligatoria, "El guardián..." comenzó a gustarme. No sé si hubo en ello masoquismo o aceptación resignada de una carga.
En España es un problema, esto de la lectura. Se publica mucho (en cantidades industriales, y un alto porcentaje es morralla) y se lee poco, aunque en el metro no faltan múltiples manos sosteniendo libros. Cuando encuentro a alguien leyendo en el metro trato de maniobrar hasta ver el título del ejemplar. No sólo llevan best-sellers, hay de todo un poco: desde clásicos hasta ensayos. Ya no sé si sirven las fórmulas para contagiar el hábito de la lectura. A mí ese virus me entró hace siglos y no creo que se me despegue nunca. Sospecho que padezco una especie de enfermedad lectora. Voy por ahí obsesionado en comprar y en leer libros, como un monstruo de las galletas, pero en versión literata y no repostera; obsesionado, además, con la búsqueda de libros, la ruta por las librerías, el aroma y el tacto de cada volumen, la lectura compulsiva de todo, hasta de las etiquetas del vino o del champú.