Cada vez que acaba un año y empieza otro todos juramos cumplir una tanda de futuros propósitos. Son los propósitos de año nuevo, dicen. Debo anotar que a mí me ocurre no sólo en las Navidades, sino también en verano y durante la Semana Santa. Especialmente ahora, que vivo fuera. En esta ocasión tenía pensado visitar a mis familiares, tomarme un café con los antiguos compañeros de trabajo de la redacción de este periódico y de la emisora de Radio Zamora, ir a ver a mis libreros de cabecera, dar un telefonazo a un par de poetas, etcétera. Pues bien: una vez más, no cumplí ninguno de esos propósitos. Entre el noctambulismo, la escritura diaria, las procesiones, las cenas y comidas con los amigos, y demás, cuando uno quiere darse cuenta ya es Domingo y hay que volver a Madrid. No obstante, no quisiera despedir la semana anterior sin dejar aquí constancia de unas últimas y tardías impresiones.
En la procesión de Jesús Nazareno, en la que única en que participo, se advierten dos cambios en el público: cada año se ven más extranjeros entre los espectadores, pero no sabemos si ya viven en la ciudad o si están haciendo turismo; y cada año se nota una población más envejecida, quiero decir muchas personas mayores y pocos jóvenes, y las primeras ganan a los segundos. Durante el regreso, desde las Tres Cruces, uno discernía la devoción o el cachondeo por parte de ese público: mientras algunas mujeres lloraban al paso de la Virgen de la Soledad varios fulanos intentaban cruzar la calle entre los cofrades, y muchos de ellos lo hacían sólo para crear jolgorio. A mí me revienta porque se ataca una cosa necesaria que se llama respeto, se interrumpe la armonía del cortejo y el asunto puede degenerar bastante, como de hecho ha sucedido este año. Algunos miembros del público se obstinan en transformar una procesión en una romería o en un encierro de morlacos. Este no ocurre con ningún otro cortejo o yo no lo he visto nunca. Por otra parte se rumorea por ahí que en algunas televisiones nacionales, donde acaso no se enteran de lo que vale un peine, anunciaron dos desfiles de la Semana Santa de Zamora de este modo: la “Procesión de las Capas Rosadas” y la “Procesión de las Pipas”. A la primera, me han contado, la confundieron con la de las Capas Pardas, y aún no sé si es desinformación del reportero o mala dicción (si lo contó mascando un micro, con la boca llena, entonces me callo). A la segunda la confundieron con el éxito que han tenido las famosas “pipeleras”, o como se diga; supongo que el hecho de que tanto público coma, meriende y cene pepitas habrá llevado a creer que son los propios cofrades, a cara destapada, quienes circulan con la bolsa doble en la mano y dándose el atracón. Así, año tras año, en algunos telediarios nos van inventando nombres e incluso circunstancias que aquí no se dan o sólo son parte de la tradición.
La lluvia del Viernes Santo por la noche cayó mal a la gente, me refiero con esto a que a nadie le gustó que lloviera, y lo entiendo porque no pudo salir Nuestra Madre de las Angustias, pero a mí me vino de perlas para pasear por el casco viejo sin agobios. La lluvia me despejaba la cabeza, abotargada del cansancio y del sueño, mientras el personal abandonaba todos esos rincones, a la carrera y con el paraguas encima. Así los parques, el Castillo, la Puerta de la Traición, ciertas callejuelas, se fueron vaciando para que uno o dos pudiéramos gozar de una caminata sin muchedumbres. Será cosa mía, pero otros años he visto más gente en las calles y en los garitos. Y ya es decir. De vuelta a Madrid el tráfico, aunque denso, no significó el tostón que habían anunciado para la tarde. En tres horas y media estábamos en la ciudad.