Días de nieve. Se agradecen. El sábado pasé todo el día fuera de casa. Viajamos a la sierra madrileña y no había contado con la sorpresa de encontrar un paisaje nevado. Antes de partir olvidé que la nieve estaba cayendo en medio país. Ha sido un fin de semana algo desapacible: no hubo sólo nieve, sino también mucho frío, viento y lluvia. Estuve observando, de camino, la blancura de las montañas, de las cunetas, de los tejados, de los campos. Parecía un paisaje fantasmal o un paisaje de leche, como si lo que uno viera no fuese real, sino parte de un sueño. La nieve y la lluvia contienen ese poder. Al bajar del coche y poner los pies en tierra sentí ese crujido del que les hablé en otra ocasión. El crujido reconfortante de un sendero cubierto por la nieve. No iba preparado y mis zapatos, frágiles, no resistieron el empuje brutal del suelo helado. Se me calaron los calcetines. Cinco minutos más tarde los pies me dolían tanto que estuve tentado de pedir en una tasca una sopa caliente y echármela de tobillos para abajo. Entramos a comer a una bodega y, al salir, creo que un par de horas después, tuve que soportar una decepción: el paisaje blanco ya no lo era, había trocado su pureza por los tonos verdes de los bosques y los matojos. Se había fundido la nieve, por el sol o tal vez por la lluvia. La sensación fue extraña: interponer una puerta entre uno y el mundo y, transcurridas dos horas, encontrarse el paraje contrario. Me dio la sensación de que me había trasladado en el espacio, pero no en el tiempo, pues la luz era parecida antes y después: gris, lechosa, onírica, fantasmal, imprecisa.
Por la mañana, en cambio, en la ciudad había caído una lluvia fina, de esas lluvias impertinentes o mojabobos. Son las peores. Cree uno que no se moja porque caen cuatro gotas débiles, y no le importa no cubrirse, no guarecerse en un portal o bajo el toldo de una tienda, y entonces se queda a la intemperie, sin nada entre él y el cielo, y en cinco minutos está calado. Por la tarde esa lluvia incomodó a los transeúntes. La acompañó el viento, para hacer más desapacible el día.
Pero hubo suerte durante la noche y la madrugada: nevó en la ciudad. Caían copos del tamaño de una moneda de cien pesetas, aquel tipo de moneda que nos recordaba a los doblones de las novelas y películas de piratas. Si es difícil pillar un taxi libre a las tantas de la mañana de un sábado, la otra noche fue aún peor. A la hora de regreso a casa el metro estaba cerrado, y no hallé ninguna luz verde en las calles, la luz verde de los taxis libres, que en las noches heladas supone, cuando uno la ve, una emoción similar a la del caminante que divisa un oasis en el desierto. Avistar esas luces supone, si el clima nocturno es cruel, un faro en la tiniebla. Reconozco, no obstante, que no me amargó el hecho de no conseguir un taxi. Pude, así, caminar durante media hora mientras una lluvia de copos me envolvía. Toda la ciudad soportaba en la noche ese velo blanco, pero también unas ráfagas de viento. La nieve no cuajaba, y empezaron a formarse en las calles charcos grandes y pequeños riachuelos. Tuve la impresión de que regresaba a casa nadando. Y el resultado no fue muy distinto que si hubiera hecho unos largos en una piscina o atravesado un lago: se me empapó el pelo, se calaron otra vez los zapatos, incluso se humedecieron los pañuelos de papel que guardaba en los bolsillos del abrigo. Al entrar en casa me miré en el espejo, para comprobar si me habían crecido agallas y aletas dorsales. Afuera, el velo blanco iluminaba las calles y las fachadas de los edificios. Me pregunté cómo sería el paisaje, a esas horas, en mi ciudad, con la que estuvo cayendo.