Algunos días llaman al timbre y aparece por casa un técnico, y un electricista, y un experto que envían de la tienda a arreglar un chaperón o a montar unas puertas que estaban mal resueltas, según. Lo primero que me preguntan es si pueden pasar. Claro, adelante, pase. Luego dicen que sienten el retraso, que me avisaron que vendrían a una hora y han llegado cuarenta y cinco minutos tarde. Me explican algo que sé de memoria: es imposible conducir por este barrio, no hay quien encuentre un hueco para aparcar, he dado vueltas durante media hora, tuve que dejar el coche muy lejos y venir empujando la carretilla, etcétera. No se preocupe, suelo decir a cada uno; lo entiendo, y me conozco lo difícil que es dejar el vehículo en estas calles.
Luego les conduzco a la habitación donde van a trabajar. En los últimos meses he visto de todo: jóvenes amables y versados en informática, individuos que no logran solucionar lo que dejaron mal puesto, tipos que apenas son capaces de sumar dos y dos, operarios que al terminar la tarea me piden una escoba para barrer los desperdicios, hombres de pelo blanco que me tratan de usted (envejeciéndome con el trato). Nunca veo a mujeres. Es oficio de hombres, por mucho que hablemos de la revolución femenina y todo eso. Al final quien te pone las puertas y las persianas, los cajones de la cocina, el espejo del armario, la conexión a la red, suele ser un hombre. He descubierto, además, que quienes tienen menos de treinta años no han sido contaminados aún por la tacañería. Pervive en ellos la ingenuidad, y esa solidaridad propia de quien sabe cómo está el percal hoy día, lo cual se agradece. Mira, me cuentan, este fallo lo solucionas apagando y encendiendo el botón ese, pero si llama la empresa y te pregunta no digas que he venido, porque por esta bobada te van a clavar cincuenta o sesenta euros y no merece la pena. Muchos de ellos son conscientes de estar trabajando para negocios donde te hacen la ley y la trampa. Y por eso te echan un cable.
Cuando empiezan a trabajar elijo una de estas dos opciones: me voy al cuarto de al lado y les digo que me llamen si hay algún problema, o me quedo a ver lo que hacen e intento aprender algo. La escritura es un oficio ebrio de soledades. Siempre está uno solo y no habla con nadie, salvo, interiormente, con la pantalla que ofrece el simulacro de folio en blanco. Las mañanas, y parte de las tardes, soy un solitario unido al teclado. Por eso lo normal sería que, en cada una de estas apariciones de los técnicos, me pusiera a rajar con ellos como un condenado, diciendo esto y lo otro. Contándoles lo que sea, pero hablando. Sin embargo, son ellos quienes me eligen a mí para sus confesiones, y no al revés. Me quedo en silencio y asiento cada diez segundos. Lo cual demuestra que todos necesitamos, al menos, un oyente al día. Pienso en esa película, “Náufrago”, en la que un hombre atrapado en una isla desierta, para calmar la soledad, conversa con una pelota a la que le ha puesto ojos y boca. Estos visitantes hablan de diversos temas, aunque predominan los aspectos técnicos de su profesión. Dan consejos respecto a la compra de un ladrón nuevo, o sobre la limpieza de un mueble, o endosan en su cháchara algunos trucos informáticos. Existen personas a las que, cuando llega un obrero o un vendedor de enciclopedias a sus casas, las invitan a pasar y las utilizan de oyentes para sus cuitas, aunque al final no compren nada. Otras veces la situación es la inversa, y ahí tiene uno al técnico pegando la hebra sin parar. Me sucede, además, con los taxistas; unos cuantos no hablan ni por consejo médico, pero otros te cuentan dónde viven, o cómo es tal o cual barrio. Necesitan confesores. ¿Y quién no?