Es interesante comprobar ciertas actitudes de las personas desde el uno de enero de este año. Me refiero, por supuesto, a su relación con la ley antitabaco. En una librería madrileña de saldos, donde entro de vez en cuando a comprar libros cuyo precio ronda los tres y los cinco euros, han puesto en la puerta el cartel de “Prohibido fumar en este establecimiento”. Antes de enero, y de la entrada en vigor de la ley, no había cartel. ¿Por qué lo ponen ahora? Me pregunto: ¿acaso hemos visto alguna vez a alguien fumando en una librería? Yo no, y he visitado muchas. Creo que a nadie se le ocurre encender un pitillo cuando entra a un comercio de ropa, a una librería, a una tienda de telas. Sin embargo, han colocado el cartel. Supongo que será para evitarse problemas, por si a algún chalado le da por fumar dentro, lo cual, ya digo, es raro.
Pero es que, con esta ley, han aumentado los malos humos de mucha gente, de los no fumadores (soy no fumador, pero no tengo malos humos). Algunas personas se han vuelto intolerantes, condenando a la hoguera a los fumadores. Es cierto que sí, que nos molesta el humo que expulsa otra persona, y que es nocivo para nuestra salud. Pero antes de la entrada en vigor de la ley pocos se acordaban de esto. Quiero decir que ahora, por ejemplo, hay gente que incluso en la calle se quema si pasa a su lado una persona con un cigarro en la boca. Que no se les deja pasar una a los fumadores, que a los periódicos llegan cartas en las que algunas personas se acuerdan, ¡ahora!, del humo. Que incluso se les mira mal, como si tuvieran la lepra. Las cosas han cambiado mucho desde hace unos días, y cambiarán aún más. Los trabajadores enganchados al tabaco tienen que salir a la calle a echarse su pitillo, mascando humo y frío. La compañía de Chupa Chups ha visto aumentar de manera considerable la venta de sus productos, que son los que eligen muchos de los fumadores que pretenden abandonar el hábito. Antes de meterse en los garitos los fumadores y algunos no fumadores registran la puerta y los cristales, para saber si se permite o se prohíbe el tabaco en su interior. He entrado en un par de cafeterías en las que no se podía fumar, y, aunque a mí me viene de perlas (dada mi condición de no fumador), me pareció raro estar allí dentro. Se supone que los bares tienen la mala reputación del tabaco y el alcohol y la buena fama de fomentar el diálogo, y los acabaremos convirtiendo en sitios más saludables que una sauna. Una vez que entras en un bar, amigo, sabes lo que hay. Los bares nunca han sido, precisamente, guarderías infantiles.
Lo que me revienta, y creo que ya lo he afirmado en alguna otra ocasión en este periódico, es el modo en que nos lavan el cerebro. Entra en vigor la ley y todo se llena de la frase “Espacios sin humo”: con programas en la televisión, anuncios en cualquier medio, reportajes en los periódicos. Fumar siempre fue malo. Pero ahora, parece, es cuando han convencido a la gente de que lo es. Ahora es cuando se declaran las guerras al tabaco por parte de personas a las que, quizá, antes no les importaba tanto el problema. También otras cosas son nocivas para nuestra salud, y no le damos la misma importancia porque, de momento, no nos han lavado el cerebro: la contaminación de los tubos de escape de los vehículos y de las centrales eléctricas, los vertidos al río, las radiaciones de las antenas, el polvo de las obras. La Unión Europea ha admitido que hay unos trescientos setenta mil fallecidos al año por culpa de la contaminación ambiental, que daña nuestro corazón, según los estudios. Lo que me revienta es que hoy está de moda no fumar, y mañana será otra cosa.