Nací en una ciudad en la que nieva con escasa frecuencia. De niños, cuando estábamos sentados en los pupitres de nuestras clases del colegio, y desde las ventanas veíamos nevar, la emoción recorría las filas. A un crío le gusta la nieve, pero, si ha crecido en un lugar donde apenas caen copos del cielo, ese fenómeno le entusiasma. Escribe Julio Llamazares en su “Memoria de la nieve”, en un volumen en el que se incluye “La lentitud de los bueyes”: “La nieve está en mi corazón como el silencio en las habitaciones de los balnearios: densa y profunda, indestructible”. A finales de año observé algunos copos caer. Era de noche y cenaba en un bar de Los Herreros. Los vi por la ventana, y en secreto rogué para que cuajaran, y para que al salir del garito tuviéramos que avanzar entre una catarata de copos blancos que se nos enredarían en el pelo antes de desangrarse y dejar que sus gotas alcanzaran el cuero cabelludo. Pero no ocurrió tal cosa: al salir, ya no nevaba.
Hace diez días, de regreso a Madrid, me sorprendió ver que la sierra estaba cubierta de nieve. Se me abrieron los ojos, creo, como a un niño cuando recibe un obsequio. Habían despejado la carretera y no hubo problema, las ruedas no resbalaban. De ese modo, sin peligros, se disfruta más del paisaje. De un paisaje nevado: cunetas, tejados, árboles, coches, montañas, arbustos. Me hubiera gustado salir al exterior, a comprender su idioma secreto, a escuchar los crujidos de las suelas horadando el suelo blanco y sucio, a oler el ambiente frío, a llenarme los pulmones con ese saludable perfume, que parece que no huele a nada, pero huele: a cuanto es puro, natural, enigmático, indomable. Observé a una familia que había detenido el coche en un área de servicio y guerreaba con bolas de nieve. En general, a la gente le gusta que caigan copos para levantar muñecos a los que ponen ojos, boca y sombrero, para hacer pelotas y lanzárselas. De la nieve me satisfacen otros asuntos, los que colman el tacto, la vista, el oído. Tocar esa blancura, mirarla hasta que duelan los ojos, oír su crujido de helado sin cucurucho. Mirar en torno y regocijarme. Escribe Julio Llamazares en el libro citado antes, y sus palabras se pueden aplicar a esa sierra envuelta en silencio: “Este es un paisaje de miradas de nata y tejados helados. Es un paisaje helado e indestructible”. No hemos visto nevar mucho en la ciudad, y por eso, si una mañana amanecen las calles y los tejados abrigados de copos que cuajaron, el día parece mejor.
A finales de año, también, me propuso un amigo ir a Sanabria, a pasear entre la nieve. Sólo eso: viajar hasta allí. Un compromiso me obligó a renunciar. Aunque, lo confieso, sin el compromiso de por medio igual hubiera rechazado el viaje, por temor al frío. Una tontería, lo sé. Porque, tras ver la sierra en el trayecto hacia Madrid, recordé esa Sanabria blanca que hace tiempo no visito (me refiero a los parajes cuando están cubiertos de nieve, no a la comarca). Tanto me apasiona este fenómeno que me compré, un mes atrás, un libro del escritor turco Orhan Pamuk, titulado “Nieve”. Me atrajo el título, pero también una reseña en la que decían que nevaba durante toda la novela. Lo compré como si, al abrir las páginas, pudiera aspirar el olor de la nieve, y ver cómo cae por las páginas. Igual que soy capaz de ver niebla en las novelas clásicas de argumentos ambientados en Londres. Añadiré que, en su compra, influyó otro aspecto, además (aún no lo he leído, aguarda en mi mesilla): Pamuk fue acusado de ultrajar la identidad turca, por decir la verdad, por no callarse. Querían restringir su libertad. Y la libertad y la nieve encierran la misma pureza, idéntico embrujo.