Una tarde, a punto de entrar en antena en Radio Zamora, a través del teléfono, me llamaron de un número que no conocía. Lo cogí, inquieto, porque había acordado con la emisora un margen de tiempo (de diez a quince minutos) en el que me harían esa llamada. Para colmo, la voz al otro lado me indicó, al presentarse y revelar el objeto de su telefonazo, que no era nada importante. Querían que volviera a apuntarme a una de esas empresas que venden libros a domicilio. Te lees la revista y luego eliges, una vez al mes, lo que te interesa, y te lo traen por correo. El problema es que no siempre lo que uno encuentra es de su agrado. Particularmente prefiero los libros algo raros a los best-sellers, de modo que a veces se me hacía una tarea ardua lo de escoger algún libro de los expuestos en la revista.
Entonces la propietaria de la voz al otro lado del auricular preguntó las razones para no volver a apuntarme a los servicios de la revista. Incluyó una serie de preguntas, por si acertaba: ¿Le han tratado mal? ¿No sirvieron bien los pedidos? Etcétera. Le dije que siempre se habían portado de maravilla conmigo, con amabilidad y paciencia (mucha paciencia requieren los comerciales que van de puerta en puerta). Pero que el problema no guardaba relación con el personal que trabaja allí. El principal problema es el apuntado antes: que prefiero otro tipo de lecturas. Y esto no podía explicárselo, porque cada cual tiene sus gustos (literarios) y aportará sus razones para optar por un libro u otro. No hubiera tenido ningún sentido que yo le dijera que me gusta más la narrativa norteamericana de autores no demasiado célebres para el gran público lector (Don DeLillo, Raymond Carver, Charles Bukowski, John Fante, Dave Eggers, Cormac McCarthy, Jonathan Safran Foer, Richard Matheson, y una larga lista de nombres que no puedo poner aquí para no agotar la paciencia de quien lea esto). Quizá entonces me hubiera dado otra lista de nombres, acorde no sólo con su criterio sino con criterios comerciales. Y no nos hubiéramos puesto de acuerdo. Por otro lado, igual ahora incorporan ya a esos autores. Pero, a estas alturas, me da lo mismo.
Entonces la propietaria de la voz al otro lado del auricular preguntó las razones para no volver a apuntarme a los servicios de la revista. Incluyó una serie de preguntas, por si acertaba: ¿Le han tratado mal? ¿No sirvieron bien los pedidos? Etcétera. Le dije que siempre se habían portado de maravilla conmigo, con amabilidad y paciencia (mucha paciencia requieren los comerciales que van de puerta en puerta). Pero que el problema no guardaba relación con el personal que trabaja allí. El principal problema es el apuntado antes: que prefiero otro tipo de lecturas. Y esto no podía explicárselo, porque cada cual tiene sus gustos (literarios) y aportará sus razones para optar por un libro u otro. No hubiera tenido ningún sentido que yo le dijera que me gusta más la narrativa norteamericana de autores no demasiado célebres para el gran público lector (Don DeLillo, Raymond Carver, Charles Bukowski, John Fante, Dave Eggers, Cormac McCarthy, Jonathan Safran Foer, Richard Matheson, y una larga lista de nombres que no puedo poner aquí para no agotar la paciencia de quien lea esto). Quizá entonces me hubiera dado otra lista de nombres, acorde no sólo con su criterio sino con criterios comerciales. Y no nos hubiéramos puesto de acuerdo. Por otro lado, igual ahora incorporan ya a esos autores. Pero, a estas alturas, me da lo mismo.
Lo desconcertante es que, mientras trataba de cortar la conversación para recibir la llamada de la radio, y la mujer (muy simpática y amable) trataba de convencerme para la causa de su empresa, se le ocurrió preguntarme a bocajarro el por qué de mi renuncia. Uno no debería responder a estas cuestiones, pues es terreno privado. Pero me tengo por un tipo al que le cuesta perder la paciencia y los estribos, y le respondí: “No sé ya dónde meter tantos libros”, que es una respuesta cierta, pero sin duda no la única. Y luego, sin venir a cuento, le dije que los libros se dispersaban por los estantes, por los cajones, incluso por las baldas de otros armarios, y que no podía seguir así. Y, aquí viene lo que realmente deseo contar, me contestó: “Bueno, ¿y por qué no se deshace de la mayoría de ellos? Regálelos, o tírelos, y así tendrá más espacio para los nuevos”. Me pregunto si es posible mayor grado de crueldad en alguien que se dedica a vender libros. ¿Tirarlos? ¿Regalarlos? Es como si un padre de familia se diera cuenta de que tiene demasiados hijos y decidiese un día echarlos de casa. Tirar a la basura los libros me parece un crimen, una actitud hitleriana. Le dije: “Mire, jamás tiraría o regalaría los libros que tengo. Incluso adoro los libros que no me gustan. Son míos, están en mi biblioteca y les tengo cariño”. Ese consejo desagradable y bárbaro, propio de verdugos del papel, hizo que me dieran ganas de mandarla al carajo. Pero no lo hice. Preferí explicárselo. Para que lo entendiera.