A veces me resulta fascinante viajar en los trenes del metro y, en otras ocasiones, soporífero. Todo depende: si uno lleva prisa, y si además el vagón estrangula a los pasajeros de calor, y si va repleto, y si no hay ningún personaje interesante a quien observar de reojo, el trayecto se convierte en una tortura. Pero si sólo es un viaje de rutina, no alterado por la urgencia, y en el vagón hay buena temperatura, y no le meten a uno un codo en el ojo ni le plantan un sobaco bien cocido en la nariz, ni le tosen en la nuca, y, aparte de eso, entre los asientos y las barras verticales de sujeción se mueve una variada pero no abundante fauna, entonces merece la pena.
Mis primeros paseos en metro los di años atrás. Recién llegado de Zamora en un autobús de asientos incómodos y películas malas, no me atrevía a cruzar sin compañía de algún familiar o amigo madrileño los pasadizos subterráneos (que para mí conformaban una suerte de laberinto de ruido y sudor); al observar el mapa de líneas cruzadas, como arterias de diversos colores, pensaba que sólo entendería sus destinos tras estudiar un cursillo. Luego uno de mis primos dijo que el metro era demasiado fácil, tan fácil que parecía diseñado para tontos. En la actualidad, ya digo, me fascina y me aburre, dependiendo del momento. Por las mañanas viaja en los vagones gente cansada de madrugar; por las tardes, pedigüeños, solitarios, niños, gente de compras, hombres y mujeres que se dirigen a una cita, trabajadores que vuelven a casa con el doble de ojeras y de extenuación física (y mental, si el jefe es un tirano); por las noches, individuos que se caen a pedazos y mendigan, chavales que se mueven con una copa en la mano, pandillas que hablan a gritos. Y mucha, mucha más fauna.
Mis primeros paseos en metro los di años atrás. Recién llegado de Zamora en un autobús de asientos incómodos y películas malas, no me atrevía a cruzar sin compañía de algún familiar o amigo madrileño los pasadizos subterráneos (que para mí conformaban una suerte de laberinto de ruido y sudor); al observar el mapa de líneas cruzadas, como arterias de diversos colores, pensaba que sólo entendería sus destinos tras estudiar un cursillo. Luego uno de mis primos dijo que el metro era demasiado fácil, tan fácil que parecía diseñado para tontos. En la actualidad, ya digo, me fascina y me aburre, dependiendo del momento. Por las mañanas viaja en los vagones gente cansada de madrugar; por las tardes, pedigüeños, solitarios, niños, gente de compras, hombres y mujeres que se dirigen a una cita, trabajadores que vuelven a casa con el doble de ojeras y de extenuación física (y mental, si el jefe es un tirano); por las noches, individuos que se caen a pedazos y mendigan, chavales que se mueven con una copa en la mano, pandillas que hablan a gritos. Y mucha, mucha más fauna.
Pero fundamentalmente me asombra, en el metro, observar los cristales de las puertas cuando el vagón está en marcha. En la película “The eye” encontramos una de las secuencias más escalofriantes del terror contemporáneo asiático: la protagonista viaja en un tren de cercanías, está sentada en uno de los bancos, y a veces percibimos en el cristal que tiene a su espalda el reflejo de un fantasma que está sentado frente a ella. Dura apenas unos segundos, pero se le hiela a uno la sangre. Es evidente que, cuando miro los cristales de los vagones, no estoy buscando huellas de espíritus ni reflejos fantasmagóricos. Lo que hago es pensar, y mirarme las facciones en busca de los cambios del tiempo. He descubierto que los cristales de los vagones del metro engañan. La primera vez que reparé en este hallazgo miraba hacia ninguna parte, o hacia ese abismo nocturno de los pasadizos, acaso meditando. Después enfoqué hacia el reflejo. Ahí estaba mi cara. Pero me surcaban el rostro algunas arrugas, a ambos lados de la boca y de la nariz, y bajo los ojos. ¿Cómo no me he dado cuenta de esto antes? Pensé. Y, ¿cuándo empezó a adueñarse de mí el primer atisbo de la madurez? Y, ¿por qué no he visto esas líneas de la edad en otros espejos? Al llegar a casa corrí a observarme en otro azogue. No había ni rastro de esas suaves arrugas. No pretendo hacerle creer a nadie (y menos aún a mí mismo) que esos cristales muestran un futuro cercano, aunque como idea para un cuento no está mal. Así que he creído que obedece a un engaño de la luz del techo, pues casi todo depende de la luz: la belleza, el misterio, el ánimo, el destino, y hasta la vida. Muchas personas jamás se hubieran dado un beso entre ellas de haber estado flirteando bajo el sol matutino de una playa, y no en una discoteca penumbrosa y con dos copas de más encima. La luz, a veces, devuelve la imagen de quien no eres, y en otras ocasiones la imagen de quien podrías ser.