Aún no han comenzado las navidades y ya está uno harto de ellas. No es sólo la intrusión de la publicidad agresiva en las revistas, en las cadenas de televisión, en los periódicos, en las calles, en las vallas, sino el ambiente de euforia, la locura del gasto y la iluminación colocada en las calles. Creo que sólo había estado algún día en Madrid en torno a esta fecha, cuando ni siquiera hay vacaciones pero el personal se mueve como si lo fueran.
La otra tarde decidí acercarme hasta el centro, en una de esas incursiones que uno hace para pescar algunos libros. Había tanta gente en todas partes, en cualquier rincón, que la sensación de agobio estrangulaba. Algunos viandantes iban por ahí con pelucas de todo tipo: pelucas rojas con trenzas, pelucas blancas de rizos, pelucas negras a lo afro, pelucas verdes y naranjas y amarillas. Le pregunté a un amigo qué significaba que hubiese tanta gente con la peluca puesta. Me dijo que, en estas fechas, instalan en la Plaza Mayor los puestos que venden artículos de broma y de atrezzo, muy adecuados para las fiestas que se aproximan. Y recordé el año en que anduve, por estas mismas fechas, en la ciudad y vi todo su barroquismo luminoso y mercader, y cómo me llevaron a visitar esos puestos. No es mala idea comprar unas cuantas pelucas y objetos de broma para la Nochevieja. El año pasado se le ocurrió a uno de nuestros amigos y fue un éxito: quiero decir que compró en la Plaza Mayor unos cuantos sombreros, matasuegras, y, sobre todo, muchas pelucas.
La otra tarde decidí acercarme hasta el centro, en una de esas incursiones que uno hace para pescar algunos libros. Había tanta gente en todas partes, en cualquier rincón, que la sensación de agobio estrangulaba. Algunos viandantes iban por ahí con pelucas de todo tipo: pelucas rojas con trenzas, pelucas blancas de rizos, pelucas negras a lo afro, pelucas verdes y naranjas y amarillas. Le pregunté a un amigo qué significaba que hubiese tanta gente con la peluca puesta. Me dijo que, en estas fechas, instalan en la Plaza Mayor los puestos que venden artículos de broma y de atrezzo, muy adecuados para las fiestas que se aproximan. Y recordé el año en que anduve, por estas mismas fechas, en la ciudad y vi todo su barroquismo luminoso y mercader, y cómo me llevaron a visitar esos puestos. No es mala idea comprar unas cuantas pelucas y objetos de broma para la Nochevieja. El año pasado se le ocurrió a uno de nuestros amigos y fue un éxito: quiero decir que compró en la Plaza Mayor unos cuantos sombreros, matasuegras, y, sobre todo, muchas pelucas.
Pensaba salir de los establecimientos del centro con una buena ración de libros. Se supone que en estos días uno compra más, y en la televisión he visto que desvelaban las trampas y señuelos de los grandes almacenes para que el consumidor se lleve el carro lleno, aunque sólo entre a comprar una lata de conservas. Se supone, pero creo que fueron precisamente el agobio y los señuelos los que me empujaron a comprar sólo dos libros de bolsillo, muy baratos, y una película. Me crucé con tanta gente, vi a tantos tipos de camino a la caja y sujetando bajo la nariz una pila de libros, discos y dvds, que no escogí las novedades literarias que en cualquier otra ocasión me hubiera llevado. Es cierto que el mercado nos ataca con una publicidad demasiado agresiva, y nos incita a comprar cualquier cosa. Pero a veces eso es un arma de doble filo. Encontré en estos centros tal cantidad de ofertas, y de novedades, y de anuncios, y de posibilidades… que terminé saturándome. Cuando la oferta es tan amplia el cerebro se acaba bloqueando, como un ordenador con el disco duro sobrecargado de información. Nos convierten en zombies, incapaces de pensar. Y, si uno no piensa, existen dos caminos antes de llegar a donde están las cajeras: comprar cualquier cosa o comprar lo indispensable (no elegir ningún artículo es casi imposible, porque no tiene sentido ir a las grandes superficies sólo a mirar). La otra tarde me bloqueé. Iba con la idea de escoger ciertos títulos, pero fui incapaz de recordar muchos de ellos. La sobreabundancia de género hizo que lo olvidara casi todo. Por allí deambulábamos zombies o androides, con el cerebro a un paso de echar humo. De modo que no gasté lo que pensaba, sino menos. Lo que intento decir es que el exceso publicitario y consumista, a veces, logra de nosotros lo contrario de lo que se propone: la elección meditada antes que la compra salvaje e indiscriminada. En mi tierra, en vísperas de la Noche de Reyes, suelo salir a por regalos y me sucede igual: me bloqueo y compro poco o nada.