No soy ningún entendido en música, y a la misma suelo llegar por accidente o por recomendación de alguien. La otra tarde, en carretera, puse en el equipo del coche una de esas bandas sonoras que aglutinan no menos de doce temas variados de grupos ingleses o norteamericanos. Entonces sonó un tema de Jeff Buckley, una especie de ángel con guitarra que cantaba en estado de gracia; no en vano, su único disco en vida se llamó “Grace”, título de una de las canciones de aquel LP, cuya letra incluía algunas alusiones a la muerte. En el coche, pues en los viajes por carretera la música se disfruta el doble, me puse a recordar cómo llegué a Jeff Buckley. En aquellos tiempos trabajaba, durante las noches de los fines de semana, en un bar que regentaron mis padres. Algunos clientes me llevaban discos de vinilo, cintas de casete y, años después, compactos. Querían que sonaran por los altavoces, pero también que yo descubriese el poder de sus temas. Y descubrí, gracias a sus recomendaciones, a Jesus & Mary Chain, a Neil Young, a David Bowie, a Pearl Jam (tuve entre las manos su primer disco de estudio en vinilo, que hoy será una joya de gran valor), y a muchas otras bandas y cantautores que hicieron que aquellas noches fueran más placenteras.
Entre esos hallazgos estaba el “Grace” de Jeff Buckley. Poco tiempo después me enteré de que Buckley había fallecido a la edad de treinta y un años, el veintinueve de mayo del noventa y siete. Nunca supe, sin embargo, y tampoco lo pregunté, de qué había muerto el cantante y guitarrista. Pero aquel disco sonó mucho en casa mientras escribía algunos relatos en una vieja máquina de escribir maltrecha y amarillenta. También encontré, no recuerdo dónde (tal vez en una librería), uno de esos libritos de Celeste Ediciones en cuyas páginas venían las letras de los discos en inglés y en español. Compré de oferta el de “Grace”. De la introducción del mismo destaco una frase que sirve para explicar el sonido celestial del cantante: “Es como un viaje de aventuras a través del interior de uno mismo, un viaje incluso peligroso por llegar donde llega”. Durante mi trayecto en coche de la otra tarde quise saber cómo había muerto Buckley, quien, por otra parte, ha sido una de las influencias más notables en numerosos músicos de los últimos años. Al parecer, mientras preparaba su segundo disco de estudio, aquel chico fue a nadar al río Wolf, afluente del Mississippi; entró en sus aguas vestido, y cantando un tema de Led Zeppelin (había un testigo), y desapareció. Unos días después encontraron su cadáver. Se había ahogado, claro. Curiosamente, su padre, el cantante Tim Buckley, también había muerto de manera trágica, y aún más joven que la edad a la que se fue su hijo: cuentan que por sobredosis de drogas.
Entre esos hallazgos estaba el “Grace” de Jeff Buckley. Poco tiempo después me enteré de que Buckley había fallecido a la edad de treinta y un años, el veintinueve de mayo del noventa y siete. Nunca supe, sin embargo, y tampoco lo pregunté, de qué había muerto el cantante y guitarrista. Pero aquel disco sonó mucho en casa mientras escribía algunos relatos en una vieja máquina de escribir maltrecha y amarillenta. También encontré, no recuerdo dónde (tal vez en una librería), uno de esos libritos de Celeste Ediciones en cuyas páginas venían las letras de los discos en inglés y en español. Compré de oferta el de “Grace”. De la introducción del mismo destaco una frase que sirve para explicar el sonido celestial del cantante: “Es como un viaje de aventuras a través del interior de uno mismo, un viaje incluso peligroso por llegar donde llega”. Durante mi trayecto en coche de la otra tarde quise saber cómo había muerto Buckley, quien, por otra parte, ha sido una de las influencias más notables en numerosos músicos de los últimos años. Al parecer, mientras preparaba su segundo disco de estudio, aquel chico fue a nadar al río Wolf, afluente del Mississippi; entró en sus aguas vestido, y cantando un tema de Led Zeppelin (había un testigo), y desapareció. Unos días después encontraron su cadáver. Se había ahogado, claro. Curiosamente, su padre, el cantante Tim Buckley, también había muerto de manera trágica, y aún más joven que la edad a la que se fue su hijo: cuentan que por sobredosis de drogas.
La muerte prematura de Jeff Buckley, del que por supuesto han sacado a la venta varios discos en estos últimos años (temas de sus directos, canciones de estudio), me recordó en aquella carretera a otro tipo de talento inmenso y cadáver joven: Elliot Smith. A Smith, aunque lo había oído con anterioridad, no lo había escuchado: hay una diferencia. Fue el verano pasado: un amigo me recomendó la banda sonora de canciones de “El indomable Hill Hunting”, con cinco o seis temas de Smith. Lo habían nominado al Oscar por una de esas composiciones: “Miss Misery”. El disco me empujó a buscar más grabaciones suyas. Entonces leí que se había suicidado a los treinta y cuatro años, clavándose un cuchillo en el corazón, en octubre del dos mil tres. Existe una versión alternativa: asesinato. Hoy las canciones de ambos, oscuras y melancólicas, las escucho sobrecogido, como cánticos que anunciaran sus respectivas muertes.