Fui a una óptica a elegir unas gafas nuevas y a que me revisaran la graduación. Lo conté aquí: mis viejas lentes estaban tan obsoletas que no se las pondrían ni los vagabundos, además de rayadas y rotas. En la tienda, una vez elegido el modelo, me dijeron que, para comprobarme la salud visual de los ojos, debía renunciar un día y medio a las lentillas. Ponte unas gafas viejas durante ese tiempo, me aconsejaron. Ya, respondí, pero el problema es que sólo tengo unas, y un cristal está roto. Pues no hay otra manera, insistieron: usando lentillas el ojo cambia de forma, y la graduación saldría errónea. Se debe permitir al ojo que vuelva a su posición natural durante esas horas: un día y medio. No había otra salida: o escoges ese camino o te quedas sin prueba de la vista. Y no se pueden llevar puestas las lentillas a todas horas: uno parpadea menos y los ojos se resecan. Acepté.
Un día y medio sin lentillas y sin gafas. Podría decir: ciego total; pero no es así. Quienes padecemos lacras visuales contamos siempre con un consuelo: encontrar a otro que vea peor. Así que se lo cuentas a alguien: tengo en ambos ojos X dioptrías; lo veo crudo. Pero siempre hay otra persona que responde: eso no es nada, yo tengo en cada ojo X dioptrías elevadas al cuadrado. Una vez, hace años, conocí a un tipo de Zamora que me dijo en un bar: “Chico, yo sí que estoy ciego, y por esa razón me libré de la mili: veo menos que un muerto bocabajo”. Una sentencia que jamás olvidaré. Mal de muchos, consuelo de tontos. Sin poder ponerme las lentes de contacto, y con un cristal roto, he estado, pues, indefenso. Al salir a la calle me sentía como si estuviera dentro de una película de fantasmas: ya saben, cuando el protagonista empieza a ver gente muerta, pero al principio intuye figuras borrosas, sin definir. Me topé con una persona y la reconocí por la voz. Reconocer a los humanos por la voz fue lo que hizo mi perro Trinitario en sus últimos años de gloria por el mundo: estaba cegato perdido, así que se guiaba por el olfato y el oído y en la calle me reconocía sólo si lo llamaba. Pero nosotros nos las apañamos peor que los animales. Antes de poner un pie en el exterior comencé (soy muy fantasioso) a imaginarme toda una serie de desventuras copiadas de la serie de dibujos animados Mister Magoo. También pude imaginarme en la piel chiquita de Rompetechos, pero los errores de éste último consistían, más bien, en charlar con los maniquíes, con los percheros de pie y con las farolas, creyendo que eran señoras, tenderos y guardias urbanos. Yo imaginé una serie de traspiés, caídas, pasos en falso y tropezones dignos de la comedia absurda. Sobre todo teniendo en cuenta cómo está Madrid: repleta de zanjas, vallas, agujeros y trincheras.
Un día y medio sin lentillas y sin gafas. Podría decir: ciego total; pero no es así. Quienes padecemos lacras visuales contamos siempre con un consuelo: encontrar a otro que vea peor. Así que se lo cuentas a alguien: tengo en ambos ojos X dioptrías; lo veo crudo. Pero siempre hay otra persona que responde: eso no es nada, yo tengo en cada ojo X dioptrías elevadas al cuadrado. Una vez, hace años, conocí a un tipo de Zamora que me dijo en un bar: “Chico, yo sí que estoy ciego, y por esa razón me libré de la mili: veo menos que un muerto bocabajo”. Una sentencia que jamás olvidaré. Mal de muchos, consuelo de tontos. Sin poder ponerme las lentes de contacto, y con un cristal roto, he estado, pues, indefenso. Al salir a la calle me sentía como si estuviera dentro de una película de fantasmas: ya saben, cuando el protagonista empieza a ver gente muerta, pero al principio intuye figuras borrosas, sin definir. Me topé con una persona y la reconocí por la voz. Reconocer a los humanos por la voz fue lo que hizo mi perro Trinitario en sus últimos años de gloria por el mundo: estaba cegato perdido, así que se guiaba por el olfato y el oído y en la calle me reconocía sólo si lo llamaba. Pero nosotros nos las apañamos peor que los animales. Antes de poner un pie en el exterior comencé (soy muy fantasioso) a imaginarme toda una serie de desventuras copiadas de la serie de dibujos animados Mister Magoo. También pude imaginarme en la piel chiquita de Rompetechos, pero los errores de éste último consistían, más bien, en charlar con los maniquíes, con los percheros de pie y con las farolas, creyendo que eran señoras, tenderos y guardias urbanos. Yo imaginé una serie de traspiés, caídas, pasos en falso y tropezones dignos de la comedia absurda. Sobre todo teniendo en cuenta cómo está Madrid: repleta de zanjas, vallas, agujeros y trincheras.
Por fortuna, no ocurrió nada de eso. Caminaba despacio y examinando cada figura neblinosa a mi alrededor. De camino a la óptica, para no acabar chocando con la gente con prisa del metro, me puse las gafas sin un cristal. No me preocupaba que pensasen que era un chalado, cosas peores se han visto. Pero tuve un doble problema: al abrir los dos ojos me mareaba; si cerraba uno, como Popeye, veía fatal, veía la mitad. Y ahí me tienen: caminando por la calle Preciados, ora despojándome de las gafas, ora poniéndomelas con un ojo cerrado, o con los dos ojos abiertos y a punto de marearme. Qué figura, oigan, qué bochorno: una mezcla de Mister Magoo y de Popeye, pero más joven, menos fuerte y con chupa de cuero. Para colmo, una vez realizadas las pruebas pertinentes me dieron una factura de escalofrío. Cuanto más ciego eres, más pagas. Sale carísimo tener mala salud, y buena, y hasta palmar.