El poeta asturiano D. G. nos envió el otro día, a sus amigos literarios, un correo electrónico en el que anunciaba su propósito de abandonar la literatura y la poesía “por un tiempo indefinido”. Sabemos que un tiempo indefinido puede significar un día, un año o el resto de la vida, según. Si enmascaro su nombre es por si él quisiera preservar su identidad, aunque baste decir que no es la primera vez que aquí lo nombro. En el mail se despedía de nosotros, sin asegurar cuándo volveríamos a recibir sus misivas; incluso anunció que no iba a mirar el correo en lo sucesivo, al menos en un tiempo, para alejarse por completo. Renuncia así a muchos proyectos, convirtiéndose en lo que el escritor Enrique Vila-Matas llama (basándose en el célebre cuento de Herman Melville) un Bartleby, o sea, alguien que hace de la negación su postura primordial, alguien que renuncia a la escritura y regresa al anonimato del que salimos, como del útero materno. Se dice que escribir es llorar, pero aún más en España.
En aquel mensaje, aunque el poeta no daba las claves exactas de su abandono temporal, pudimos rastrear pistas. Sirva el encabezamiento, en el que cuenta que escribe el mail en el día en que cumple cuarenta y un años. Acaso cierta crisis de la edad sea uno de los motivos (y especulo, pues D. G. ha rehusado de momento que establezcamos contacto con él), pero no el único. Tras enumerar los proyectos que abandona, aún en desarrollo o gestación, descubrimos que se había metido en múltiples tareas que, por fuerza, agotan: escritura y confección de libros suyos y libros ajenos, presentación de novelas y poemarios suyos y ajenos, cursos de escritura, viajes y compromisos, lecturas poéticas, colaboraciones mensuales... Y, por si fuera poco, dice que podremos hallar más claves de la renuncia en un breve relato de Francis Scott Fitzgerald, incluido en su antología de “Cuentos”. Se titula “La tarde de un escritor” y, aunque él lo adjuntaba en el correo electrónico, preferí buscarlo en mi biblioteca.
Leído el cuento, hipnótico y balsámico y elegante, como todo lo de Fitzgerald, uno comprende. “La tarde de un escritor”, de tintes autobiográficos, cuenta cómo un narrador decide salir una tarde por la ciudad. El escritor está cansado: de consagrar su vida a permanecer en una silla, escribiendo; de vender los derechos de sus obras para proyectos cinematográficos que quizá no vean la luz; de escribir relatos por encargo cuando a veces no tiene apetencia; de estar encerrado entre cuatro paredes; de no sorber, en definitiva, la vida. Cuando sale, esa tarde, en realidad no hace nada. Sube al autobús, va al barbero, observa a la gente. Nos dice que, entonces, ama la vida por encima de todas las cosas, y no quiere renunciar a ella. De regreso a casa observa la fachada. Dentro, piensa con amargura, vive un escritor de éxito: él, que ha elegido una vida de reclusión voluntaria (una de las servidumbres de la literatura), en la que sin embargo no tiene tiempo para aprovechar los placeres sencillos de su juventud. En un par de pasajes del relato el autor nos indica su cansancio: debe escribir un cuento por encargo y le faltan fuerzas. Comprendo a D. G. El problema es que, en este país, dedicarse a las letras está mal visto: uno carece de jefe, el horario laboral se lo ajusta e impone uno mismo, y trabaja solo y sentado. Parece un paraíso, y no está mal. Mucha gente lo llama “tocarse los huevos”. Pero desconocen la esclavitud diaria de la escritura, la fatiga mental, las miles de horas que uno pasa amarrado a las teclas, el exiguo beneficio económico. Tras la lectura del cuento, y del mail, uno se siente algo melancólico. Para no correr el riesgo de que me suceda lo mismo, escribí esto.