Desde que el huracán devastó Nueva Orleáns la televisión nos ha servido imágenes bellas, atroces y conmovedoras. Todo a la vez. Sí, he dicho bello. Con esa belleza estética que algunas tragedias poseen, sea por la luz del ambiente, sea por la pericia de los cámaras. También, es obvio, porque Nueva Orleáns es una de esas ciudades donde todo cuanto ocurra, bueno o malo, saludable o perjudicial, aparece revestido de un resplandor estético que nos hace creer que estamos viendo no la realidad, sino una película. Sucede también con los parajes muy exóticos (selvas impenetrables, desiertos solitarios, playas caribeñas), aunque estén arrasados, aunque los asolen tormentas, huracanes, tornados o maremotos.
No estoy, por supuesto, hablando de la belleza de los cadáveres flotando o de las lágrimas de las personas que lo han perdido todo menos su propia vida. Hablo de cómo se confabulan la luz y la sombra, las circunstancias y los hombres, los parajes magníficos y la habilidad de los cámaras para servirnos una realidad que, bajo el efecto de los focos y el artificio de los objetivos, se nos antoja irreal. En España, en muchos rincones de España, sucede lo contrario, no sé si porque somos poco exóticos o porque las cámaras no son tan perfectas. He visto en las últimas semanas algunas de esas imágenes poderosas de Nueva Orleáns. Reconozco que son horribles en el sentido de trágicas. Pero fascinan al ojo. Un hombre con aspecto de antiguo vagabundo o en cualquier caso de vagabundo a la fuerza tras el paso cruel de Katrina, que avanza sumergido en el agua hasta la cintura. En la superficie flotan las enfermedades, las maderas, los cadáveres, la muerte. Empuja un carro de la compra al que ha surtido de objetos de supervivencia y víveres para soportar cuanto le espera. Sus ojos se desvían hacia las cámaras que lo enfocan. Es una mirada difícil de olvidar: la del hombre metido hasta las cachas en la miseria y en un presente negro y en un futuro intolerable, la mirada de quien te cuenta cómo le van de mal las cosas sin necesidad de palabras. O esos coches volcados, con las ruedas hacia arriba igual que un insecto, o que un hombre metamorfoseado en escarabajo. Con su vientre de hierros azotado por las lluvias. Los postes de la luz, caídos, inclinados en una actitud vencida que a los cinéfilos nos recuerda al mástil del barco hundido del final de “Tiburón”, adonde se encarama el sheriff para esquivar las dentelladas del escualo. Las casas con los porches de las entradas cubiertos de agua, como una especie de Venecia americana y maldita. Las familias subidas a los tejados, en su mayoría negros, pobres, vencidos de nuevo. Las manos de una mujer arrugadas tras la exposición de dos días a la humedad, tan rugosas que recuerdan a las manos de Gollum. Un policía grandullón y armado de un fusil advirtiendo a un ciudadano de las consecuencias del saqueo, y en sus gestos la amenaza (pero el ciudadano tiene que robar para no morirse de hambre y de sed). Una mujer sentada en una tabla, a su alrededor latas de refresco y botellas de plástico, y un hombre guiando la tabla, con el agua que le cubre el pecho.
Imágenes horribles, que nos cortan el aliento, como nos ocurre con los documentos que nos muestran el repertorio de desgracias del mundo. Pero estéticamente perfectas. Y esto nos agarrota de luchas internas: las escenas nos repulsan pero no podemos apartar los ojos de ellas, son imágenes que deberían cosechar galardones. Las del once de septiembre no tenían esa calidad estética. Será porque Nueva Orleáns, con su romanticismo, le gusta a uno incluso hundida y violentada.