Debo viajar a Valladolid. En autobús. De modo que subo al metro para llegar a la Estación Sur de Autobuses de Madrid. Otras veces he tenido que hacer el mismo viaje, así que aparezco en la cola de las taquillas a la misma hora de las ocasiones anteriores. Pero me informan de que el próximo vehículo ya está completo. Cuando eso sucede, salvo que vayas en el bus de Zamora-Salamanca, siempre te dicen que no hay otro, que tendrás que aguardar al siguiente. Y siempre hay viajeros que nos quedamos colgados. La mujer de la taquilla me cuenta que el próximo sale una hora y media después. Acepto y compro el billete, consciente de que pasar noventa minutos en una estación de autobuses no es precisamente mi idea del paraíso.
Como he salido pronto de casa aún no he comido cuando cojo el billete. Me acerco a un mostrador donde venden sándwiches y almuerzo por allí, sentado en un taburete, mientras a mi alrededor la gente toma café, o bocadillos, o platos combinados mientras aguarda a que sus vehículos partan. Hay en todos los rostros una mixtura de cansancio y de resignación. Algunas personas, se nota, se han pedido el café para estar sentadas dentro del establecimiento y matar de esa manera unos cuantos minutos. Suele ser más agradable la espera en una cafetería o en un comedor que en los bancos de la estación. Pero la comida y la bebida se acaban, y decido pasar la hora que me queda sentado en uno de esos bancos. Mientras miro a mi alrededor, pienso lo que pienso siempre en esta estación: que todos somos o parecemos feísimos. Ignoro si la culpa es de la luz, o del hastío propio de los que se preparan para subirse a autobuses que, por lo general y con alguna excepción, suelen ser incómodos. En algunas estaciones, como en ésta, se aprecian mejor las rugosidades y defectos de las caras, las ojeras y las sombras y el agotamiento, y las mejillas con barba de unos días resultan un punto desagradables (la mía entre ellas, por supuesto).
Cada día me cuesta más juntarme con la muchedumbre. En ciertos sitios, al contacto humano, me incomodo: en las colas de los espectáculos, en los conciertos de música, en el metro, en las aglomeraciones. Me vence el escrúpulo en esos casos. No me ocurre en los bares. El caso es que por ese motivo busco un banco solitario, en el que no tenga que estar metido con calzador entre dos individuos, oliendo sus axilas y ellos las mías. No son exactamente bancos, sino asientos de plástico azul, anexos unos a otros. Por fin lo encuentro: cinco de esos asientos permanecen vacíos porque la gente ha dejado encima sus desperdicios. Sólo hay uno limpio. Escojo ése, sabiendo que, dada la suciedad, nadie se me sentará a ambos lados. Y saco la novela que estoy leyendo y me procura grandes entretenimientos y numerosas enseñanzas: “Catalina de Esquivias”, del zamorano Segismundo Luego, de la cual les hablaré dentro de dos o tres días. Es gracias al libro que consigo apartarme del mundo que me rodea. Porque, antes de abrir sus páginas y continuar su lectura, me fijo en esos asientos de plástico y cuanto veo me repugna: la gente tira, ya no sólo en el suelo, sino también en los bancos, paquetes vacíos de tabaco, botellines de agua, pañuelos de papel usados, vasos rotos de plástico, envoltorios de chicle y caramelo. Un asco. Como para vomitar. Con esos mimbres es lógico que a uno le venza la repugnancia y deteste juntarse con las masas. Observo a una familia (padre, madre, hijo) que se levanta del sitio, y la mujer arroja al suelo un kleenex. La estación, como la vida misma, está llena de guarros. Ensucian los bosques, las calles, los servicios públicos. ¿Quién educó a esta gente?