Caminábamos por el barrio, y en concreto atravesábamos la Plaza de Lavapiés (¿dónde iba a ocurrir, si no?), cuando un hombre con barba de dos días y algo desaliñado nos preguntó, con mucha educación, si le podíamos hacer un favor. Depende, respondí. Era de esa clase de individuo del que uno intuye que está en el paro, uno de esos hombres con los ojos arruinados por la vida a la intemperie y con la fatiga supurando por cada uno de los poros de su piel. No era un vagabundo de los que llevan sus exiguas pertenencias en un carro, junto a trapajos y cartones, ni un mendigo tullido, sino una de esas personas rotas que aparecen en “Los lunes al sol”, acodadas en las barras de los bares mientras beben un chato tras otro y se preguntan si su existencia posee algún sentido. Nos quedamos a escuchar lo que tuviera que decir, ya que lo pidió con amabilidad y un tono humilde en la voz. No tengo techo bajo el que vivir, dijo. No tengo tabaco para fumar, y paso el día en la calle. Pero necesito, añadió, un cartón de vino. No quiero inventarme historias, os digo la verdad: sólo pido que me deis unas monedas para ir a comprar vino. Le dimos un euro, pero dijo que no le alcanzaba para un cartón (lo cual no es cierto), y le dimos otro. Las razones para darle esa limosna son sencillas: de algún modo, y aunque el tipo me sonaba de verlo envuelto en las habituales y patéticas broncas de borrachos del barrio, me había conmovido que no mintiera. No sé si me explico: me repatean esos fulanos que uno encuentra en las esquinas y que nos asaltan diciendo que sólo les faltan cincuenta céntimos para coger un autobús e irse de la ciudad; y aunque uno les dé el dinero, los ve un día y otro y al siguiente y con el mismo cuento. Prefiere uno la verdad, acaso más dolorosa que la invención.
Unas horas después quedamos con unos amigos en un extraño local que hace las veces de restaurante, bar de cañas y pub de copas. El ambiente, desde luego, no guarda ninguna relación con los borrachines de los bancos de Lavapiés, escenario de obras dramáticas y reales. Por eso me interesa el salto: de cruzar un sitio donde se amontonan los vagabundos, los inmigrantes y los beodos a entrar en un garito en el que sólo falta en la barra un David Niven resucitado y con pajarita. El sitio se llama Teatriz, y está en Hermosilla. Es el antiguo Teatro Beatriz reconvertido en bar y restaurante. En la platea, donde deberían estar las butacas, hay mesas para que los comensales cenen. El techo de esa sala está cubierto de cortinas. Nosotros nos acodamos en la barra, ubicada justo en el escenario. La barra es cuadrada y dentro tiene a un camarero simpático, quizá filipino, que ensaya trucos de magia entre la preparación de uno y otro cóctel. Pero lo que me entusiasma es mirar al techo: se ven los andamios herrumbrosos del viejo teatro, las paredes de ladrillo, desnudas y envejecidas, la larga escalera que conduce hacia arriba, donde debieron colgar los focos. Da la sensación de que allí sólo falta el Fantasma de la Ópera, descolgándose por las cortinas y tirando mucho de las cuerdas del andamiaje. Si a uno se lo cuentan, como hago ahora, creerá que el sitio es hortera. Pero hay que verlo para refugiarse en esa sensación de que uno está en mitad de una obra. Se siente uno como si su vida fuera teatro, y así es, sólo que aquí se acentúa la sensación. Sirven cócteles y me pido un Bloody-Mary.
Regresamos en taxi. Los taxistas de Madrid van como locos, y hacen el trayecto como si hubieran participado en la carrera de cuadrigas de “Ben-Hur”. Llega uno con el corazón en la boca. Ha visto, en pocas horas, las dos caras de la ciudad. Ha estado fuera y dentro del escenario. Literalmente.