sábado, junio 16, 2007

Citas. 45


El amor a los amigos es un poco como el amor a tu padre y tu madre. Se supone que está ahí, pero no lo sabes con seguridad hasta que uno de ellos la palma o algo así. El amor a los amigos y los padres sólo se manifiesta con su ausencia, mientras que con las mujeres, si la cosa marcha, lo sientes, lo notas sin la menor duda, un pequeño calambre, una pequeña punzada, en el centro del pecho.
Tim Lott, White City

En Huertas

De vez en cuando me place dar un paseo por Huertas, o sea, el Barrio de las Letras de Madrid y, al salir de allí, encaminarme hasta la Plaza Mayor, con esa sabrosa estampa en la que se mezclan los guiris y los conserjes y camareros con modos y costumbres aún de la España cañí. Pasear por el Barrio de las Letras, primero calle abajo y luego calle arriba, depara muchas satisfacciones. Entre ellas, leer el principio de las placas que le han puesto a Miguel de Cervantes o a mi paisano León Felipe. Digo el principio porque contienen textos demasiados extensos, y cuando lleva uno cuatro líneas se cansa y se va. No es lo mismo leer en casa, sentado en el sofá, pasando páginas, que leer de pie, bajo la furia del sol de estos días, que tamborilea con sus dedos en la cabeza, y con todo el jaleo urbano, que impide la concentración. Cuando uno vuelve por la calle, de regreso, hacia arriba, donde se conjugan esos bares para extranjeros a los que clavan al cobrarles un tinto y una ración de calamares, es conveniente mirar hacia el suelo para leerse otra vez los fragmentos de obras de literatos que brillan en los adoquines. En esas tascas, con tumultuosa y alegre decoración ibérica, los turistas se sienten a gusto porque pueden ver de un vistazo la reunión de los tópicos españoles: la cabeza disecada de toro, la fotografía de una vieja gloria del toreo, el autógrafo de una folclórica o de un artista que pasó por allí en los tiempos del dictador, la efigie de escayola de algún santo patrón, el cartel de un partido de fútbol de esos que hicieron historia. Tienen vermú de grifo y huele a aceitunas.
El otro día me fijé, dando un paseo por esas calles, en el menú que, escrito a mano, está expuesto en algunos escaparates. Con una caligrafía exacta, aunque demasiado rudimentaria, como si lo hubiese escrito un niño que ha crecido antes de tiempo y se ha vuelto formal, reproducen platos que uno desconocía y recetas de cócteles y brebajes que suenan muy bien al oído. En las librerías de antigüedades nunca me atrevo a entrar, pues sospecho que no tendré suficiente dinero para comprarme ejemplares tan añejos y bien conservados, y me conformo con curiosear el muestrario polvoriento del escaparate y más allá, es decir, al fondo de la tienda, donde siempre hay algún librero, solitario, sentado y entretenido en lo suyo, que nos recuerda al Geppetto de “Pinocho”, la película de dibujos animados. No falta algún ocioso comiéndose un bocadillo en un banco, o un tipo que pide limosna de rodillas, ni un desesperado que bebe como si el Apocalipsis fuera mañana mismo.
Desde allí me gusta ir hasta la Plaza Mayor. La otra tarde, después de descifrar esos menús a mano del Barrio de las Letras, quise dar una vuelta completa por los soportales. A la puerta de los restaurantes los camareros ofrecen a los guiris una mesa en las terrazas o en el interior de los establecimientos. A mí no me la ofrecieron, quizá porque notan que no soy un extranjero o que estoy avisado. No me pasa así en mi barrio, donde subir la calle Lavapiés se convierte en un continuo rechazo de las invitaciones a tomar asiento en las terrazas de los garitos hindúes. En la Plaza Mayor, ahora que hace buen tiempo, florecen las sombrillas y las terrazas. Me fijo, de pasada, en todos esos pintores que se ofrecen a hacer la caricatura o un dibujo al carboncillo. Para demostrar su pericia, tienen algunos lienzos junto a las fotografías y postales de donde han sacado el modelo para dibujar a tal o cual actor de Hollywood. La mayoría son muy malos, meras fotocopias a lápiz. Pero es una de las cualidades del encanto de estos lugares, embrujados de sentimentalismo cañí.

viernes, junio 15, 2007

Los pormenores, de Tomás Sánchez Santiago


He dedicado unos días en el blog a este libro por varias razones, más allá de la amistad.
En primer lugar, me parece una joya, tanto en el fondo como en la forma; está repleto de hallazgos y de chispazos gloriosos de literatura, y además la edición contiene dibujos, esbozos, fotografías, incluso una etiqueta firmada por el autor y dos o tres muestras de objetos, como el envoltorio de una magdalena o un botón con su hilo. Pero no ensombrecen la escritura.
En segundo lugar, me temo que la tirada es corta, limitada, y no resulta fácil conseguir ejemplares. Lo ha publicado un editor independiente, en León, y de momento sólo pude encontrarlo aquí.
En tercer lugar, porque creo que Tomás Sánchez Santiago es, posiblemente, el escritor más dotado de este país junto a, por ejemplo, Julio Llamazares (buen poeta, buen escritor, buen ensayista, buen articulista). Se meta donde se meta, Tomás sale bien parado y deja tras de sí un rastro de perfección. Tomemos nota de los géneros en los que ha escarbado en los últimos años: el libro de vistazos y anotaciones (Los pormenores, 2007), la novela (Calle Feria, 2007), la poesía (El que desordena, 2006), el ensayo (Zamora y la vanguardia, 2004), el cuento (la separata Los cocineros se aburren a las cinco, 2004), el artículo periodístico (Salvo error u omisión, 2003). Eso sin contar sus ediciones críticas de Los cuadernines de Delhy Tejero (2004) o la Antología poética de Antonio Gamoneda (2007). Si no me creen, prueben con cualquiera de ellos. El problema es que, como ocurre siempre, tendremos que esperar a que algún cabecilla de Babelia o El Cultural diga que sí, que sus libros son magníficos, y entonces sus obras se conviertan en un éxito de ventas y él aparezca en todos los suplementos, lo que, sin duda, incomodaría demasiado a Tomás, partidario del silencio y del secreto.
En fin, ahí está este último libro, un conjunto de anotaciones breves, pensamientos, aforismos, pequeñas historias y reflexiones. T.S.S. se fija siempre en lo pequeño, en lo que no hace ruido: en los comercios antiguos, en los hombres de oficio callado, en las orillas de los ríos, en los personajes anónimos... Y no descarta, por supuesto, el ataque sarcástico a los poderes establecidos.

12

Llaman al portero automático. Cuando el hombre sube a casa y le abro la puerta, me trae un pedido de la Casa del Libro. Se supone que es Para el alivio de insoportables impulsos, de Jonathan Englander, que llevo meses buscando. Le pago, cierro la puerta y abro el paquete. En su interior no está lo que esperaba, sino una novela rosa: Sólo trabajo, de Nora Roberts. Llamo para reclamar y me dicen que lo solucionarán, que todo obedece a una confusión en los pedidos. Reprimo el insoportable impulso de abroncarles, y callo. Nora Roberts… Eso sí que podría ser insoportable. Pero, de momento, me falta el alivio.

Migas, raspas, huesos

Tomaba el aire matinal en el balcón, en una pausa entre dos escrituras, cuando vi a una señora entrada ya en la tercera edad alimentando a las palomas de la calle. Dispersaba lo que me parecieron migas a orillas de la acera, y aquellas, alborotadas y con mucho jaleo de plumas, se acercaban a picotear. En los últimos tiempos detesto un poco a las palomas porque, tras la ingesta, se dedican a posarse en los aleros del piso de arriba y a depositar su cargamento de deyecciones en el balcón y esto puede acarrear enfermedades y no es fácil de limpiar. Pero esa diarrea cotidiana de las palomas se compensa con gestos como éste, que aún se divisan en las grandes ciudades: ancianas dando de comer a los animalillos, y sólo por verlas así, gozosas y complacidas, ya le merece a uno la pena el festival de plumas y excrementos. Las palomas desayunan y se sienten satisfechas, las ancianas se entusiasman al verlas comer y a nosotros nos gusta observar a quienes han entrado en la tercera edad y obtienen felicidad por un módico precio: tan sólo unas semillas o unas migas desperdigadas por el suelo.
Estos gestos, que a mí me apasionan, contienen su rosario de enemigos. En esta sociedad, que va a todo trapo y sólo se guía por las banderas del éxito, la rapidez y el consumismo, que un anciano les eche unas migas a las palomas, una tajada de pan a los peces o un hueso roído a un perro famélico y vagabundo se considera una osadía, un pecado urbanístico, el acto de “un viejo loco”. Pero ellos saben. Claro que saben. Los ancianos, digo. Saben que una de las maravillas de la vida consiste en alimentar a quienes pasan hambre, sean hombres o animales, y contemplarlos mientras comen y reviven. La mayoría de ellos, apartados de esa sociedad que viaja en un tren demasiado veloz, recluidos a veces en sanatorios o en residencias, consumiendo su soledad en bancos aislados, debe conformarse con la compañía de los animales. Con un perro que sacan a pasear, o con un gato que se les acerca precedido de un ronroneo amistoso, o con una bandada de palomas que, agradecidas, se le posan en los hombros o comen migas de su barba, como vi, en imagen insólita, al pie de la Catedral de Notre-Dame de París: y el hombre barbudo parecía feliz con aquel gesto.
En mi ciudad es frecuente tropezarse, en callejuelas y portales, con ancianas que salen a la acera y, como escribí una vez, ponen algo de comida (pienso, unas raspas de pescado, asaduras y otras sobras) sobre un papel de periódico, para que los gatos callejeros se acerquen y sacien el hambre. Mientras ellos comen, las mujeres los miran dichosas, y yo miro a esos gatos y a esas mujeres, porque se da una especie de comunicación entre ambos que complace mucho. Hace unas cuantas semanas leí en el periódico, asombrado, que dos presuntos expertos aconsejaban no alimentar a los gatos de mi ciudad al calificarlos de plaga dañina, o una chorrada del estilo. A los gatos. Que limpian los rincones de roedores, que procuran felicidad a las señoras y a las ancianas sin pretensiones, que contribuyen a despejar los desperdicios que los vándalos en estado de embriaguez dejan cuando vuelcan los contenedores públicos, que embellecen la terrible soledad y grisura de los cementerios y de los tejados, que son amos de la noche y han generado tanta literatura, que no cesa, como demuestra la reedición de “Gato encerrado”, del autor de “Yonqui” y “El almuerzo desnudo”. No estamos hablando de ratas, que traen enfermedades, se cuelan en las despensas y se comen los cables de la luz. No, estamos hablando de gatos, que hacen felices a las mujeres que los alimentan y ennoblecen el paisaje. Ya ven, hasta eso nos quieren prohibir.

jueves, junio 14, 2007

Los pormenores (y 3)


MANDARINES
Las piernas del viejo puente medieval de la ciudad ya no soportan tanta actividad. Hay que pensar en otra solución y el alcalde se descuelga diciendo que la designación de un lugar definitivo para el emplazamiento de un nuevo puente no es cosa de la ciudadanía –que se ha manifestado masivamente sobre dónde debería ir– sino que es “una decisión política”. Y efectivamente: los políticos siguen creyendo que hay un divorcio tajante entre su función y el parecer de sus representados. En los lugares pequeños, estas versiones del despotismo (ni siquiera ilustrado) dejan entender que sólo eso que llamamos “la clase política” tiene la facultad de tomar decisiones relativas al interés común, a despecho de lo que opine una mayoría significativa. Actos de soberbia, feudalismo de corbata y sonrisa. No importa despreciar el honrado ruido de fondo que hace el clamor ciudadano. Total, con inaugurar poco antes de las próximas elecciones una nueva parada de autobús y hacer una visita humanitaria a una residencia geriátrica se vuelven a recuperar votos a última hora. Y todo cosa de una tarde. No falla el adagio: si vosotros ladráis, es que yo cabalgo.
Tomás Sánchez Santiago, Los pormenores

A Guide to Recognizing Your Saints


Bautizada aquí con un título horrible que destroza la poesía del original, es una de esas películas cuyo tema reconforta, incluso aunque lo hayamos visto veinte veces: el hombre que vuelve a su tierra muchos años después de haberla abandonado, para reengancharse al pasado. Dito Montiel, el director, vivió lo que cuenta en el filme, o sea, un barrio rico en peleas, tiroteos y drogas, luego huyó a California para alejarse de toda la mierda y se convirtió en músico, modelo y, más tarde, escritor.
La película acumula varios premios, y un par de ellos fueron para el reparto (en el Festival de Gijón, por ejemplo), lo que no me sorprende porque brilla con luz propia: Robert Downey Jr. (icono de los 80, ya recuperado definitivamente, y cada vez mejor actor), Shia LaBeouf (reclutado para el cuarto capítulo de Indiana Jones), Chazz Palminteri (un actor que mete miedo, pero que en esta ocasión ablanda a los espectadores), Dianne Wiest (espléndida, claro), Rosario Dawson (en uno de esos papeles breves, pero contundentes) y Channing Tatum (un tipo aguerrido que recuerda a Matt Dillon en sus papeles juveniles de tío broncas). Le falta algo de resolución al final, pero os gustará.

11

Lírica en mi barrio. Al pasar por la Plaza de Lavapiés escucho a una mujer astrosa, abroncando a un alcohólico mediante una rima improvisada: “Como que me llamo la Pilar, / el pisotón en los huevos / te lo vas a llevar”.

A la expectativa

Debo coincidir con mis compañeros de prensa, y con quienes viven en la ciudad o fuera de ella, en que existe una expectación, un poco desmedida, por saber quién será el nuevo alcalde de Zamora, y cómo se solucionará este brete municipal en el que todo el mundo ha procurado arrimar el ascua a su sardina, desde afiliados y simpatizantes de unos u otros partidos hasta personal vestido de “ciudadano de a pie sin filiación política”, como ese mancebo vinculado a Nuevas Generaciones del PP que pidió, en carta de lector, que el sentido común requería que gobernara la lista más votada. Pero ese es sólo un ejemplo, pues hay otros muchos. Lo cierto, según leo y me cuentan, es que, tras los comicios, el tema se ha adueñado de las conversaciones en las calles, en cafeterías, bares, comercios y demás negocios.
Lo que se huele en el ambiente, en la distancia, es que a los miembros del Partido Popular no les cabe la camisa en el cuerpo. Se obstinan en gobernar a toda costa, a diferencia (a priori) de los demás partidos, que, acostumbrados a no mandar, quizá sea cierto que quieren lo mejor para la ciudad. No me lo invento: se rumorea por ahí que están dispuestos a ofrecerle a Miguel Ángel Mateos lo que pida, con tal de asegurarse la poltrona en el Ayuntamiento. Cualquier promesa será válida para ellos si Rosa Valdeón se hace con el mando de este barco, que ha hecho aguas durante tantos años. Decía, además, que no les cabe la camisa en el cuerpo porque tienen demasiado miedo a perder el poder, y eso se nota. Para empezar, en todas las declaraciones que salen de la boca de Valdeón escuchamos el mismo cantar, que ya aburre. Estas son algunas frases recogidas en la prensa de los últimos días: “La candidata electa a la Alcaldía por el PP, Rosa Valdeón, volvió a insistir, por su parte, en que la legitimidad para gobernar se la otorga la mayoría de los votos obtenidos por la lista que encabeza. En este sentido, afirmó que lo natural es que ella sea la alcaldesa de Zamora”, “Considera que tiene que imponerse el sentido común a la hora de conformar el Ayuntamiento de la capital zamorana y designar a su regidor. Valdeón recordó ayer a los periodistas en Valladolid que su partido fue el más votado. Añadió que el PP considera que no tiene que renunciar a nada de su programa para formar gobierno municipal y apuntó que, de acuerdo con los resultados electorales, es ella la que tiene más derecho al sillón de la Alcaldía”, “Confió en que ser el partido más votado le permita aplicar su magnífico programa para así obtener la victoria”. Etcétera. A este continuo recordatorio para dejar claro que nadie le debería “usurpar” el trono a Valdeón se han sumado Maíllo y Herrera, entre otros. Se oyen demasiado las mismas palabras, desgastadas ya por el uso y a punto de perder su significado: “sentido común”, “alcaldesa”, “el partido más votado”, “más derecho”, “la lógica”, “la victoria”. Toda una estrategia basada en el supuesto sentido común y en el éxito, y en la repetición hasta la saciedad de ciertas consignas. Hay miedo a perder la poltrona, y por eso se repiten como el ajo.
No sabemos muy bien qué saldrá de esto. Me temo que nada bueno, pase lo que pase en lo sucesivo. Veo dos opciones posibles: o volver a lo de siempre, para que esta ciudad de derechas quede conforme; o acabar a tiros, porque es lo que sucede cuando se ponen a negociar perros, gatos y ratones. Zamora, mientras tanto, asiste al cambalache. Me preguntó el otro día un amigo, zamorano, exiliado y votante del PP, qué había hecho el alcalde por la ciudad, porque él, veterano en el exilio, lo ignoraba. Y le respondí: “Ha hecho muchas cosas, es cierto. Pero casi todas las ha hecho mal”.

miércoles, junio 13, 2007

Los pormenores (2)


EL REGALO
Es verdad que sus recados ya no parecen de este mundo. Y que las pequeñas fallas de la memoria le zarandean los recuerdos en un traqueteo de repeticiones que uno escucha pacientemente, casi con la misma paciencia que ella usó para esperarme despierta y asustada muchas noches de mi juventud. La vejez está en ella ya abriendo el paso a la ancianidad, esa modulación en la que es posible extraer dignidad de la precariedad.
Pero es un regalo que nunca sospeché éste de poder decir a mi edad todavía cuando despido una conversación telefónica la palabra “madre”.
Tomás Sánchez Santiago, Los pormenores

Portadas exquisitas


The Bug, novela de Ellen Ullman. Inédita en España.

10

Releyendo uno de mis primeros artículos sobre John Fante tropiezo con la frase “A mi modesto juicio, Fante tampoco es un maestro, pero sí un acertado escritor (…)” ¿Cómo pude escribir ese veredicto tan desacertado? Probablemente porque, entonces, sólo había leído dos libros suyos en traducciones pasables. Hoy, ya leídas las obras que Anagrama ha publicado en jugosas traducciones, sí estoy en condiciones de afirmar que era un maestro. Uno de los grandes, a la altura luminosa de Bukowski, Salinger o Carver.

Gilliam apasiona y defrauda

Fui al cine a ver “Tideland”, la última y polémica obra de ese visionario genial y locoide llamado Terry Gilliam (el procesador de textos Word se obstina en robarle su identidad y me lo cambia, cada vez que lo escribo, por “Ferry William”. Cosas de Word y Windows). La han estrenado con dos años de retraso. Al igual que esa megapaja llamada “Inland Empire” o, lo que es lo mismo, tres horas de bostezo, esta película de Gilliam ha suscitado odios y adhesiones por igual. Unos la aman y otros la aborrecen. A mí me entusiasma este director, que reúne un humor y una imaginación que le ayudan a soportar esa cruz llamada Hollywood, culpable del retraso en sus proyectos y en las fechas de estreno. Hollywood quiere marcar un camino, pero Gilliam siempre termina largándose por donde menos lo esperan. Me gustan sus películas, y esta me interesaba mucho por la polémica que ha originado.
Gilliam es uno de los pocos artistas rebeldes que le quedan al cine. “Tideland”, su particular visión de las fantasías de un niño (en este caso, de una niña) para afrontar la muerte y un destino solitario en una casa cuyas paredes se desmigajan por entre los colchones y el suelo, arranca con fuerza. Unos padres drogadictos, gordos y bastante sucios, a los que interpretan Jeff Bridges y Jennifer Tilly, una hija que les prepara las agujas para que se pinchen, la muerte de la madre y la huida increíble del padre y la niña hacia una casa en el campo, marcan los primeros minutos de la cinta. En la casa, que perteneció a la abuela de la niña, no tarda en morir el padre. A partir de entonces la película da un giro y se convierte en un paseo mágico por los sueños infantiles, un desafío a la muerte en el que las ardillas hablan, las cabezas rotas de las muñecas aconsejan qué decisiones tomar y realidad y ficción comienzan a mezclarse hasta llegar a un punto en que el espectador no sabe qué es lo que sucede en la mente de la muchacha y qué sucede a su alrededor, sin el disfraz de la imaginación. Es un cuento grotesco en el que no faltan una bruja tuerta, cadáveres momificados, deficientes mentales y paranoias varias. Gilliam es un mago mostrándonos imágenes oníricas y situaciones imposibles, extraídas del subconsciente. Pero “Tideland” tiene un problema mayúsculo, y es que, a mitad de metraje, se deshincha como un globo al que le desatáramos el nudo. Planteadas las situaciones, mostrados los personajes y el carisma de la niña, el filme se convierte en una sucesión de secuencias sin apenas argumento. Le falta guión y es ahí, a partir de su segunda mitad y en mi humilde opinión, cuando todo se viene abajo, cuando a uno ya no le interesa demasiado lo que hacen los protagonistas y empieza la ronda de bostezos. No pretendo aplicarle lógica a la película (aunque sí la tiene), sino apuntar que a veces no bastan las imágenes y lo mucho que sepa mover un director la cámara, porque el guión es el alma de un largometraje. Buena propuesta la de Gilliam pero, insisto, en su segunda mitad decepciona, a pesar de contener imágenes apasionantes. “Tideland” apasiona y, a la vez, defrauda.
Este director está en lucha constante con el sistema. Los estudios saben que su visión es única, pero tratan de domarlo. No siempre lo consiguen. Su anterior obra, “El secreto de los Hermanos Grimm” no estaba mal, pero también decepcionaba un poco. Prefiero “Miedo y asco en Las Vegas”, “12 monos”, “El Rey Pescador” o “Brazil”. En veinte años sólo ha podido rodar seis filmes. Pero sus esfuerzos y sus frustraciones se compensan cuando vemos maravillas como “Lost in La Mancha”, el documental sobre el rodaje frustrado de su proyecto sobre Don Quijote.

martes, junio 12, 2007

Los pormenores (1)


ENTRE TROPEZONES
Se me comunica –más de cuatro años después de haberlo entregado– que mi libro de poemas no saldrá porque la editorial desaparece. ¿Y qué le voy a hacer? El mester de publicar contrae estos riesgos que el poeta ha de esperar siempre, por si acaso. Y las editoriales pequeñas, tan heroicas, tan débiles como animalillos expuestos a las inclemencias y a la voracidad, viven en esa incertidumbre…, mientras viven. Parte del sentido de un poema es precisamente aceptar esa fragilidad. Así que otra vez con las maletas en la calle. Nada que no avisara un poema del libro propio, “Nuevas preocupaciones”, como quien ya llevaba al trabajo desde el principio una carta de despido en el bolsillo. Pero recordemos a Kafka cuando se dirige a Wolf, su editor: “Siempre le estaré más agradecido por la devolución de mis manuscritos que por su publicación”.
Tomás Sánchez Santiago, Los pormenores

Algunos cortos de Paris, je t'aime


Hace poco recomendé una película titulada Paris, je t'aime, conjunto de cortometrajes de varios directores de diferentes nacionalidades.
Pues bien, en el estupendo Blog de Cine hay un post en el que han colgado algunos de esos cortos, íntegros (oscilan alrededor de los 6 minutos) y subtitulados en inglés. Han puesto varios de mis favoritos: entre ellos, los de Joel y Ethan Coen, Alexander Payne, Oliver Schmitz y, sobre todo, el de Tom Twyker, al que pertenece la imagen de arriba y que cuenta una historia de amor entre un francés ciego (Melchior Beslon) y una actriz norteamericana (Natalie Portman: como siempre, deliciosa). No os los perdáis, o al menos procurar ver este último. Luego, aunque no todas las historias son redondas, e incluso hay un par de ellas que resultan soporíferas, recomiendo ver el filme, a ser posible en cine y en VO. Link al post: aquí.

Historias de Londres, de Enric González


Oportuna reedición de este libro, tras el éxito del posterior Historias de Nueva York. Enric González también vivió un tiempo en Londres como corresponsal del diario El País, y deleita al lector con historias en las que se mezclan sus vivencias, la literatura, algunos lugares emblemáticos y unas gotas de Historia: Kensington Gardens, el fútbol, los pubs, Peter Pan y James Barrie, Jack el Destripador, Kingsley y Martin Amis, Sherlock Holmes, el Támesis, la Torre de Londres, el metro, Notting Hill, la prensa... Sin embargo, éste título me ha gustado un poco menos que el dedicado a Nueva York: la razón estriba en las páginas dedicadas al sistema monárquico y parlamentario, que no me interesa, y al fútbol, que no me gusta. Salvo esos incovenientes disfruté mucho de la lectura. Ahora espero con ansiedad que el autor no se detenga y nos cuente historias de otras ciudades en las que ha vivido, como París, Roma o Washington.

9

En la prensa llaman al inmigrante ilegal “un sin papeles”. ¿A eso se reduce un hombre? ¿A su falta de papeles, de documentación? Asquea ser un número en una ficha, un sello en un informe, “un sin papeles”.

Irresponsables

En la ciudad en la que vivo existe un afán inexplicable por romper objetos. La otra tarde iba a entrar en el portal de casa y, junto a la puerta, tumbada en la acera, encontré una señal de tráfico. Alguien la había arrancado de cuajo por la base y luego la había tendido encima de la acera. Ya les conté que una vez escuché gritos y golpes y me asomé a la calle y vi a un negro que, enfadado con sus amigos, se dedicaba a destrozar a patadas los retrovisores de los coches aparcados en mi calle. Sospechamos que este grupo de negros apostados en la esquina, aunque son de natural pacífico, parece como si algunas noches tomaran peyote y se dedicaran a los cánticos tribales. Es igual que en las películas en las que vemos a los chamanes sufriendo una especie de telele visionario. Lo malo es que estas sesiones y cánticos duran varias horas, a veces hasta la una o las dos de la madrugada, y se agota la paciencia de cualquier ser humano con las facultades mentales en buen estado. En el supermercado más próximo tienen cestas que se pueden manejar de dos maneras: cogiéndolas por el asa y sujetando a pulso el peso de la compra; o tomando el asa estirable de plástico, que convierte la cesta en un carro de la compra con ruedas, lo cual facilita la carga que uno soporta mientras hace acopio de productos en sus recorridos por los pasillos del supermercado. Pero es difícil servirse de esta última opción porque la mayoría de las asas estirables de las cestas están rotas por la mitad o arrancadas de cuajo. Las cosas no se rompen solas, y puesto que no se rompen solas suponemos que la gente es o muy animal o muy descuidada.
Cuando charlo con otros amigos que viven en Madrid, siempre les digo que las estaciones de metro en las que entro hay un montón de averías y retrasos, y ellos insisten en que debe ser asunto de mala suerte. Pero acabo de leer en un periódico que las máquinas expendedoras de billetes y los tornos del metro se rompen (“las rompen”, aclararía yo) unas seis mil veces al mes. Y he aquí que una incógnita se me desvela: según cuenta el periódico, un alto porcentaje de las quejas por esas roturas y averías en las instalaciones proviene de los usuarios de la línea entre Moncloa y Villaverde Alto, o sea, la línea amarilla, que es la que suelo coger en algunos de mis desplazamientos. Una línea céntrica, que utiliza mucha gente para ir y venir de Sol. Si uno lee la noticia completa averigua que los trabajadores de estas estaciones afirman que se trata de un problema de mantenimiento, que no realizan las suficientes revisiones. A veces a uno se le fatiga el ánimo de este modo: entra en la estación y no tiene billete, y tampoco hay taquillas para venderlos, porque sale más económico poner máquinas y prescindir de los trabajadores. Casi todos esos expendedores suelen tener pegado un papel en el que dice que no funcionan, y a menudo las mismas letras digitales de la máquina en cuestión lo aclaran: “Fuera de servicio”, pone. De todos los accesos al interior siempre hay varios en los que han puesto una cinta que impide el paso porque está averiada la ranura para meter el billete y que te lo piquen. En algunas estaciones ya no hay tornos, sino puertas, y es frecuente encontrárselas rotas, recompuestas con esparadrapo o, simplemente, con un aviso de rotura. Y uno pierde tiempo.
El mayor problema de esto es que se producen retrasos: si en una estación tienen cuatro tornos y funciona uno, como a veces he visto, se harán cargo de las colas que se forman en la hora punta. No creo que el problema esté en el mantenimiento. Creo que está en la brutalidad de los ciudadanos, muy hábiles en romper cosas y en destrozarlo todo. En la irresponsabilidad social. En la falta de educación.

lunes, junio 11, 2007

Literatura sobre el 11-S, por Rodrigo Fresán

En el último número de Babelia, suplemento de El País, Rodrigo Fresán habla de Terrorista, la nueva novela de John Updike, lo cual le sirve para adentrarse en los libros sobre el tema de los atentados a las Torres Gemelas. Lo más interesante es que apunta cuáles serán las próximas publicaciones en España sobre el 11-S. En negrita destaco esos libros inéditos, los que saldrán en breve y los que, supongo, aún esperan editor:
Muy tarde o muy pronto
EN ALGÚN momento de 2002, John Updike entregó a The New Yorker un relato titulado Varieties of Religious Experience sobre el 11 de septiembre de 2001. El texto era magistral, pero a la gente de The New Yorker le pareció un tanto arriesgado, decidieron pasar, y Updike no demoró en colocarlo en las páginas de The Atlantic.
Casi tres años después, The New Yorker no tuvo problema alguno en incluir -con cierto perverso humor, en su edición especial dedicada a los viajes y al turismo- The Last Days of Muhammad Atta, fiction non-fiction de Martin Amis. Una cosa quedaba clara, la veda se había levantado. Pocas semanas después, Updike publicaba Terrorista. Y no era el único que desoía el consejo de Norman Mailer (dejar pasar una década antes de sentarse a escribir sobre el asunto) y fueron apareciendo grandes cuentos de Deborah Eisenberg, Patrick McGrath y Rick Moody, y numerosas variaciones sobre la caída de las torres. Así, la novela matrimonial-fitgeraldiana sobre el 11-S (La buena vida, de Jay McInerney, que editará Mondadori), la novela epifánica-prodigiosa sobre el 11-S (Tan fuerte, tan cerca, de Jonathan Safran Foer, en Lumen), la novela viajera-neoconradiana desembocando en aquella mañana terrible (The Third Brother, de Nick McDonell) o estallando luego de una íntima picaresca (Brooklyn Follies, de Paul Auster, en Anagrama), la novela sobre dejar la gran ciudad después de todo aquello (A Day at the Beach, de Helen Schulman), la novela à la Edith Wharton pero con aviones asesinos (Los hijos del emperador, de Claire Messud, que editará RBA) y hasta la feroz comedia negra que se burla del trauma de sobrevivientes y testigos (A Disorder Peculiar to the Country, de Ken Kalfus). El último -quien tal vez debió ser el primero- ha sido el catastrofista Don DeLillo con su Falling Man (próximamente en Seix Barral). Allí, en las flamantes ruinas, uno pregunta: "¿Qué sucederá después de esto?". Y otro responde: "Nada sucederá después. No hay después. Esto fue el después. Hace ocho años pusieron una bomba en una de las torres. Nadie dijo entonces qué sucedería después. Esto es el después. El momento para tener miedo es cuando no hay razón para tener miedo. Ahora ya es demasiado tarde".
Por suerte -a pesar de todo, incluso de Mailer- llegan, nunca demasiado pronto, ficciones sobre aquella realidad que, por supuestamente imposible, nadie se atrevió a imaginar cuando aún había tiempo para hacerlo.

8

Llaman al portero automático. Respondo: es el cartero, en este caso una cartera. Le abro la puerta. Quince minutos después bajo a recoger el correo. En el buzón hay un sobre con un libro en su interior y, debajo, se amontonan los avisos de paquetes que debo ir a buscar a la sucursal más próxima de Correos. En cada aviso se consigna que estoy “Ausente”, y que por ese motivo no se me han podido entregar los paquetes. Busco “ausente” en la RAE, y topo con tres significados: 1. “Dicho de una persona: Que está separada de otra persona o de un lugar, y especialmente de la población en que reside”. Pero sigo en el lugar en el que vivo y en la población en la que resido. 2. “Distraído, ensimismado”. Pero no tanto como para no escuchar el timbre, responder y abrir a la cartera. 3. “Persona de quien se ignora si vive todavía y dónde está”. Me pregunto si la mujer habrá pensado en mí como en un fantasma, alguien que contesta desde el umbral de los muertos.