martes, noviembre 29, 2022

Homenaje a Melville, de Jean Giono

 

Extraordinario librito mutante, que empieza como un prólogo biográfico en torno a Herman Melville, poco a poco abandona los datos reales para sumergirse en la introspección del personaje y acaba creando una historia inventada por el propio Jean Giono para hablarnos tanto de sí mismo (esto lo aclara Hubert Nyssen en el epílogo) como de los pormenores que podrían haberle llevado a la escritura de Moby Dick: el enamoramiento de una mujer que no es la suya y a la que conoce en Inglaterra. Es, pues, al mismo tiempo ensayo biográfico y novela corta con partes de ficción. Giono lo publicó en 1941, en España se tradujo en 2009 y yo por fin lo he leído en 2022. Dos fragmentos:

El hombre tiene siempre el deseo de algún objeto monstruoso. Y su vida sólo tiene valor si la somete por completo a esa búsqueda. A menudo, no necesita ni pompa ni aparato; parece estar cautamente sumido en el trabajo de su jardín, pero interiormente hace tiempo que ha zarpado en la peligrosa cruzada de sus sueños. Nadie sabe que ha partido: parece seguir ahí, pero se halla lejos, vagando por mares prohibidos.

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-Lo he intentado todo –dice cuatro años después–. Mire usted, Hawthorne, acabo de escribir
Israel Potter, pero es mi último libro. No escribiré más. Es algo mejor que Pierre pero es todo lo que puedo hacer ahora. Cada vez debo esforzarme más, obligarme a trabajar. Lo hago a golpe de látigo. Oh, claro, si se lo considera como una hazaña de la voluntad contra el hastío, tiene cierta entidad y en ese sentido es válido. Pero como libro, como creación, no tiene ninguna validez. Después de Moby Dick quedé desalentado. Ese libro en el que me lancé resueltamente, por completo, de una sola vez, llegó tarde.  



[Paidós. Traducción de Susana Lauro. Revisión estilística de Mª José Viejo]

viernes, noviembre 25, 2022

Todo lo que siempre quise saber sobre cine lo aprendí de “El Vengador Tóxico”, de Lloyd Kaufman con James Gunn

 

El caso de los Estudios Troma no tiene parangón en el mundo del cine. Es un caso aislado e insólito. Se parece un poco a la empresa de Roger Corman (quien, por cierto, escribe la introducción de este libro), pero con bastantes diferencias: allá donde Corman obtuvo mucha calidad en algunos productos, convirtiendo en obras de prestigio películas de serie B, da la impresión de que en la Troma nunca abandonaron el campo de la serie Z. Y a pesar de ello tienen por ahí unos cuantos largometrajes de culto (El Vengador Tóxico y secuelas, Tromeo & Juliet, Los surfistas nazis deben morir, etcétera). Como productores, creadores y distribuidores de películas, Lloyd Kaufman y Michael Herz hicieron historia. Y además dieron trabajo a desconocidos que luego se convertirían en estrellas, delante y/o detrás de las cámaras: Kevin Costner, James Gunn, Marisa Tomei, Billy Bob Thorton, Trey Parker, Samuel L. Jackson, Vincent D’Onofrio…

No sé si alguna vez he visto una película entera de la Troma. No por nada en especial, sino porque a mi tierra, antaño, no llegaban sus producciones. La Troma siempre fue carne de videoclub y, posteriormente, de pases televisivos a altas horas de la madrugada. Por eso siempre que recuerdo haber visto algún filme suyo era porque encendía la tele y pillaba alguno ya empezado. Aquellas películas eran irreverentes, de mal gusto y humor corrosivo, absurdas y baratas, originales y con cierto tufo a cinta mal rodada y mal montada, pero tenían la gracia y el encanto de quienes creen en lo que hacen. Algo que nos recuerda a Ed Wood. Con una diferencia: Ed Wood se tomaba en serio a sí mismo y Lloyd Kaufman nunca lo hace.

Esto último es el gran acierto del libro. Kaufman, con la ayuda de uno de sus aprendices, James Gunn (que luego dirigiría Guardianes de la galaxia y publicaría el libro El coleccionista de juguetes), cuenta su historia de una manera alejada de lo formal. Con humor. Poniéndose a parir a sí mismo y reconociendo que muchas de las películas eran basura para nerds. Como en Troma boicoteaban el sistema de estudios de Hollywood y la maquinaria capitalista y las élites, en el libro acaba haciendo lo mismo: boicotea la forma y el fondo, cada capítulo es una sorpresa y uno se divierte mucho. Eso sí, algunas de las opiniones de Gunn y Kaufman en torno a películas menores del mainstream (pero que muchos amamos) duelen un poco.

Aquí van 3 citas:    

Cuando realizamos una película, a menudo no filmamos lo que queremos sino lo que podemos. Sin mencionar el hecho de que poseo una capacidad de atención extremadamente escasa. No me cuesta concentrarme en el “efecto”. Es con la “causa” con lo que tengo dificultades. Cuando estés viendo una película de Troma, no solo debes deshacerte de tu incredulidad, sino que además debes encerrarla en una pequeña jaula de hierro y someterla a tortura.

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La mayoría de la gente que vive en el mundo real no lo entiende. Si pones todo de ti mismo en algo –una película, un libro, una pintura, un animal dibujado con pis en la nieve, lo que sea– es como si tus tripas estuviesen expuestas en una vitrina para que todos las vean, y a menudo para que las juzguen (sobre todo en nuestra jodida cultura de todo o nada, de pulgares arriba y pulgares abajo). Todo puede ser reducido a bueno o malo o a una determinada cantidad de estrellas, de una a cuatro. Nosotros, los artistas y animadores, trabajamos toda nuestra vida para que nuestra obra sea vista por otros. Pero la verdad es que cuando la gente finalmente la ve te sientes algo humillado.

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Puede que lo que más importa no es si fracasas o no, sino que de verdad hagas lo que crees que debes hacer.



[Tyrannosaurus Books. Traducción de Gerard Almirall]  

viernes, noviembre 18, 2022

El Imperio de los signos, de Roland Barthes

 

 

¿Por qué el Japón? Porque es el país de la escritura: de todos los países que el autor ha podido conocer, el Japón es el único en el que ha encontrado el trabajo del signo más cercano a sus convicciones y a sus fantasmas o, si se prefiere, el más alejado de los disgustos, las irritaciones y las negaciones que suscita en él la mediocridad occidental. El signo japonés es fuerte: admirablemente regulado, dispuesto, fijado, nunca se naturaliza o se racionaliza. El signo japonés está vacío: su significado huye, no hay dios ni verdad, ni moral en el fondo en estos significantes que reinan sin contrapartida. Y sobre todo, la calidad superior de este signo, la nobleza de su afirmación y la gracia erótica con que se dibuja, están situadas por todas partes, sobre los objetos y sobre las conductas más banales, las que de ordinario remitimos a la insignificancia o a la vulgaridad. Aquí no habrá, pues, que buscar el lugar del signo por el lado de sus ámbitos institucionales: no será cuestión de arte, ni de folklore, ni siquiera de “civilización” (no se opondrá el Japón feudal al Japón técnico). Será cuestión de la ciudad, del almacén, del teatro, de los buenos modales, de los jardines, de la violencia; será cuestión de ciertos gestos, ciertas comidas, ciertos poemas; será cuestión de los rostros, de los ojos y de los pinceles con que todo esto se escribe pero no se pinta.

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Esta ciudad sólo se puede conocer por una actividad de tipo etnográfico: es necesario orientarse en ella no mediante un libro, la dirección, sino por el andar, la vista, la costumbre, la experiencia: una vez descubierta, la ciudad es intensa y frágil, no podrá encontrarse de nuevo más que a través del recuerdo de la huella que ha dejado en nosotros: visitar un lugar por vez primera es como empezar a escribirlo: al no estar escrita la dirección, será preciso que ella misma cree su propia escritura.

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La brevedad del haikú no es formal; el haikú no es un pensamiento rico reducido a una forma breve, sino un acontecimiento breve que encuentra de golpe su forma justa.

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[…] el haikú posee la pureza, la esfericidad y el vacío mismos de una nota musical […]



[Seix Barral. Traducción de Adolfo García Ortega]

miércoles, noviembre 16, 2022

Gould, de Stephen Dixon

 

 

Como apuntan en la contracubierta de Eterna Cadencia, ésta es una novela construida con la estructura de la fórmula “Él dijo / Ella dijo”, es decir, una historia dialogada en su mayoría. Pero en realidad son dos novelas, como apunta el subtítulo: “Una novela en dos novelas”.

Siempre se me escapan las razones, pero Stephen Dixon (1936 – 2019), un grandísimo escritor norteamericano, no ha sido atendido por las editoriales españolas. De hecho, los libros que tengo de él fueron publicados y traducidos en la argentina Eterna Cadencia. Tal vez el motivo sea porque lo consideran “un escritor para escritores”, es decir, alguien que no vende ejemplares de forma masiva. Si has llegado hasta aquí es porque habrás leído algunos de sus exquisitos relatos. Y, si los has leído, sabes que Gould no te va a decepcionar.

Gould sigue los pasos de un tal Gould Bookbinder, personaje a veces ridículo, siempre abatido por sus escasos ingresos, siempre obsesionado con las mujeres, y al mismo tiempo divertido y entrañable.

El libro se divide en dos partes o dos novelas: en la primera se nos cuentan las relaciones de Gould con varias mujeres a las que acaba dejando embarazadas y ellas deciden abortar. Ésta es la gran tragedia de Bookbinder porque él siempre ha querido tener hijos, esposa, estabilidad, un hogar: en suma, una familia. Cada párrafo (larguísimo, de varias páginas que nunca “pesan”) relata el vínculo y el sexo y el romance y el embarazo con una mujer diferente. Es como un compendio de esas relaciones tras las que nunca consiguió que una chica le aceptara y lo viese como padre. Quizá porque Gould es uno de esos personajes raros y retorcidos de la literatura posmoderna que tan bien se les dan a autores como (además de Dixon) Barth, Gaddis o Foster Wallace.

En la segunda nos cuenta su relación larga, esporádica y llena de altibajos con Evangeline, quien tiene un hijo de otro hombre y es tan rara como él. Gould no intenta atarse a ella porque le guste más o menos, sino porque ha conectado con el niño y se siente como una especie de padre. En algunos pasajes Gould quiere ir a verlos por el crío, no por ella aunque luego acaben teniendo relaciones sexuales, disputas feroces y críticas mutuas.

Gould, en manos de Dixon (que fue un gran admirador de Bolaño y de Berhnard), es divertida y a ratos amarga. Como es habitual en los escritores posmodernos, poseía un talento admirable para pasar del estilo coloquial y cómico a la diatriba intelectual repleta de palabras eruditas. Aquí van unos fragmentos:    

[…] y él dijo “De modo que me estás diciendo que debería ser diplomático, indiscreto y galante”, dentro de dos días volvería con su hijo a casa y él dijo “¿Por qué tan pronto?” y ella dijo “Porque ya pasé cinco días aquí”, y él dijo “Oh, caramba, qué lástima, porque no sé, me encantaría volver a verte, tal vez sea eso”, y ella dijo “Disculpa, y con esta pregunta no estoy intentando provocarte ni inducirte a una tosca confesión que más tarde lamentarás, pero ¿para qué? Tú tienes lo tuyo, yo tengo lo mío, hay niños involucrados, dentro de menos de dos días me iré y no volverás a verme nunca salvo que sea por accidente y entonces probablemente no nos reconoceremos el uno al otro ni recordaremos esta fiesta, y solo nos conocimos y conversamos durante un par de minutos”, y miró el reloj y dijo “Mi reloj se debe de haber parado, ¿qué hora es?” y él dijo “No uso reloj” y ella dijo […]  

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Ha alcanzado una edad, quiso decirle, en que debería tener sus propios hijos. Usted, un español, sabe de eso. Sus propios hijos y una buena mujer pueden mantener a un hombre alejado de conductas inaceptables como esta. También un empleo como el suyo: tiempo completo, relativamente bien pagado, respetable. Él se ha vuelto una sanguijuela con la gente para un montón de cosas: dinero, emoción, tener un hijo. Algo se quebró y ya no volverá a suceder. Su vida se ha vuelto horrible y tiene que empezar a cambiar eso ahora mismo.

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Solamente tienes que ser consciente de lo que haces y lo que dices y trabajar esmeradamente en aquello que quieres lograr y no hacer reclamos injustos ni esperar que los éxitos o las cosas buenas duren y que las malas no ocurran nunca y es mejor ser lastimado que lastimar a alguien y la gratitud también es buena y la afabilidad y la bondad genuina y vivir solo tiene sus ventajas y desventajas pero las cosas cambian, trata de no tener demasiadas ilusiones y precondiciones y sí-o-sís, tan solo sé alguien… bueno, estaba por decir sé alguien a quien los otros puedan acudir y con quien puedan contar en lugar de protegerte de ellos con esa manera que tiene a menudo de estar exhausto o al borde del derrumbe, aunque mientras tanto lo mejor que puede hacer es cuidarse. Todo esto tomará tiempo; no puedes ser arrasado o destruido en solo un día salvo por alguna droga devastadora.



[Eterna Cadencia. Traducción de Ariel Dilon]


viernes, noviembre 11, 2022

Próximamente: Meditaciones de cine

 

 

De Quentin Tarantino. En Reservoir Books.

Diarios (tomo II). A ratos perdidos 3 y 4, de Rafael Chirbes

 

 

A nadie se le ha entregado un gramo de belleza ni de sabiduría sin una dosis de sufrimiento. La idea de conocer disfrutando es muy propia de la sociedad contemporánea, de los folletos de turismo actuales. Viajar resulta siempre incómodo, y cuando alguien se encarga por nosotros de que se vuelva cómodo, quiere decir que el viaje nos enseña poco, nos sirve para poco, porque el término “comodidad” implica no salirse de tus parámetros, de tu forma de vida: reproducir tu mundo vayas donde vayas. En ese caso, te ocurre lo que antes he escrito que alguien le recriminaba a Kipling: puedes llegar a viajar tanto que no te dé tiempo a conocer nada.

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Entras en algún local de ligue y descubres que nadie te mira o que, si alguien cruza por azar la mirada contigo, la aparta con precipitación. Le diriges a alguien la palabra y te dice: no, es que estoy cansado, o casado, o tengo prisa; esos son los signos que anuncian que lo peor está empezando a llegar. Aún hay más. Demasiadas veces te invade la sensación de que ni siquiera tienes acceso. Es decir, que ves a alguien que te gusta y ni siquiera te atreves a pensar en dirigirle la palabra, porque constatas que es de otra época, de otro tiempo, que está en el escaparate de un local al que no tienes acceso; piensas que tu tiempo con él ya ha pasado. No sé cómo ni desde cuándo, pero esa sensación es cada vez más frecuente. La sensación de estar cerca de algo hermoso que no es para ti, ya no. Te da vergüenza mancharlo hasta con la mirada.

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Se descubre, sobre todo, que uno entierra demasiado deprisa determinados libros, a ciertos autores. Al releerlos, hojeando esos libros, te das cuenta de que lo que tienes prisa por enterrar son tus propias visiones de aquel tiempo, un tú que das por liquidado: te vas enterrando poco a poco tú mismo. Los autores siguen en pie, aguantan el paso del tiempo. Son bastante más que lo que un adolescente devoró torpemente en la avidez de los días convulsos.

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Escribir no cura, no alivia, no saca de esa niebla, de esa rebaba que es la vida. Sí, la novela… La escribí en una soledad tremenda, es un libro solitario en una España… Más que de escalada, la imagen es la de merodeo. Vagabundeo torpe en busca del sentido de la propia vida. Un escritor. No el que se pasa la vida entre palabras, sino el que se pasa la vida buscando atrapar algo mediante palabras: no, no es exacto, las palabras no lo atrapan, sino que lo revelan.

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¿Qué voy a hacer sin novela? Empezar otra, me respondo. Se dice pronto. Siento amargura, me aburre esta queja permanente: saber que no estás dotado para lo que más quieres. Ni para el amor (no soporto que me quieran; he acabado sin aspirar ni siquiera a un poco de sexo: desgana), ni para la literatura (ni siquiera escribir artículos, ágrafo). Me gusta la perspectiva de ir dejándome vencer por la desgana. Y el final ¿cómo?, ¿esperarlo resignadamente? ¿Por qué lo que veo, lo que pienso, incluso lo que hablo, soy incapaz de ponerlo por escrito?

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Doy vueltas, me desespero, aquí, solo, sin ducharme ni afeitarme, oliendo a rayos a la una de la mañana, sin apenas conexión con nadie, sin trabajo, sin dinero. Pero todo eso no es grave. Lo único grave es tener la cabeza vacía y la pluma seca.


[Anagrama]  

lunes, noviembre 07, 2022

El hijo, de Gina Berriault

 

 

De Gina Berriault, otra escritora de culto para escritores que aquí apenas conocemos, se publicó en Jus no hace demasiado tiempo una selección de su libro de relatos Mujeres en la cama. De momento no los he leído. Pero sí he leído ya El hijo, otro descubrimiento de la editorial Muñeca Infinita, que prosigue en su línea de ofrecernos autoras poco o nada conocidas en España, y que no son bluffs ni decepciones (como sucede con un alto porcentaje del material que a menudo nos cuelan en las grandes editoriales), sino escritoras de muchísimo talento.

El hijo es una novela exquisita y algo breve (unas 150 páginas), escrita con sutileza y maestría, que nos describe la vida de una mujer desde el momento en que se queda embarazada y el padre, nervioso, inseguro, la abandona antes de que nazca el niño. A partir de entonces empieza a relacionarse con hombres, a buscar alguien a quien aferrarse, a tratar de reconducir su vida de madre soltera. Con ninguno parece llegar a nada firme, a un proyecto familiar de verdad. Quizá porque, al fondo, siempre está presente ese hijo que va creciendo y al que ella ama a unos niveles inadmisibles para lo correcto y lo moral: El amor que sentía por su hijo no era un engaño. Él era la persona a partir de la cual se planteaba la realidad; era perdurable y constante.

A medida que pasamos las páginas y vamos encontrándonos con frases que anticipan lo que podría suceder pronto (No bastaba con haberlo parido, no bastaba con ser su madre, ese vínculo no era suficiente. Las madres siempre forman parte del pasado, nunca del futuro), advertimos un fondo incestuoso en las intenciones y en el cariño de la mujer. El amor hacia su hijo, para ella, es lo más puro, lo más honrado, lo que está libre de los compromisos y las decepciones y los intereses propios de los tipos con los que se va relacionando. Sin embargo, ese cariño absoluto no está falto de otras taras en la relación: a veces muestra ira hacia él, o lo golpea cuando es niño, o trata de ningunearlo. Es como si fuera su amor verdadero, y por eso mismo hubiese tanta tensión entre ambos.

Gina Berriault analiza de manera ejemplar las derivas de una mujer que va dando bandazos, que no es que no sepa lo que quiere, sino que tal vez no puede entregar lo que de ella espera la sociedad. En un capítulo en el que su amante se ha ido de viaje y lleva semanas sin saber nada de él leemos:

Empezó a dar vueltas sin parar de fumar y llorar. Una mujer sola era, sin duda, una pecadora; había algo que, sin duda, no había hecho bien, o quizá lo hubiera hecho todo mal y la soledad se le infligía como un medio de llegar a comprender la enormidad de su pecado. Anheló el perdón de su hijo por aquella vez que lo había golpeado en la espalda, porque si él era capaz de perdonarla, eso podría desencadenar más perdones, el perdón de todos sus pecados, los que conocía y los que no.

Un poco después añade: Nadie la conocía tan bien. Lo que ocurre cerca del final no os será fácil de digerir. Hasta ahí puedo contar.    



[Muñeca Infinita. Traducción de Blanca Gago]

jueves, noviembre 03, 2022

La belleza de lo pequeño, de Tomás Sánchez Santiago

 

LAS COSAS CLARAS

Presencias sumarísimas: la leche reventando como una barba blanca en la cazuela, la caída verdosa del aceite, el olor a contrariedad en la achicoria, la obscena liturgia de pelar las patatas, la fiebre de los ajos que arden como uñas por las afueras de tus manos, tus manos actuando ahora hacia otra ganancia: la de las proporciones impecables.

Cosas claras de infancia. Tú entre todas.

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Ante mí, en plena calle y a ras de suelo, un guijarro en el que alguien ha querido dejar un mensaje que sale indemne de pisadas y de lluvias, al menos hasta ahora. Contra el vértigo público que domina la ciudad deshaciéndola y rehaciéndola de continuo, aún resiste esta acusación indeleble: “No es lo que eres; es lo que dejas de ser”.

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Son dos ancianos vencidos ya por todo. Cada día los veo atravesar de la mano con pasos minuciosos las calles de la ciudad. Por aquí; por allí. Donde menos lo espero, ahí aparecen de pronto. Y de la mano. Tiene ella una encorvadura exagerada, tanta que desde atrás –me quedo siempre mirándolos– no se le ve la cabeza y compone una figura extraña y acéfala. Son la imagen del amor y del desvalimiento. El hombre siempre va sonriendo y un poco por delante de ella. Conduciéndola porque es ciega. ¿Hacia dónde la lleva? ¿O de qué la salva?

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La dueña de la confitería, esa mujer gruesa y tranquila que se limita a ir envolviendo con lento primor las bandejas; siempre coloca pasteles de más para salvar huecos y dejar listo, aún mejor, cada paquete. No le importa hacerlo así. Uno, dos, hasta tres pasteles más. Desde siempre la he visto hacer eso, contra la ley de los comerciantes. Lo hace y luego sonríe, como si quisiera hacer saber que no todo está perdido en este tiempo de relaciones crispadas, mordidas por el aprovechamiento y la desconfianza.

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Una pintada, descomunal y anónima, que luce en una pared de mi barrio: “QUIERO LLEGAR A FIN DE MES”. Estos grafitis revelan con un desahogo terminante eso que en los periódicos y en las cátedras radiofónicas se empeñan en analizar con conformismo racional. Frente a la fina destilación de datos y cifras, esta súplica sollozante que tizna de arriba abajo una pared. El idioma de los perdedores.

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El poeta es el que quiere estar siempre cerca de las cosas. También de las desechadas, de las peligrosas, de las inadvertidas, de las perseguidas por los azotes del hombre y de las inclemencias. Da igual. Él se pone cerca de ellas y canta.


[Eolas Ediciones]


miércoles, noviembre 02, 2022