martes, mayo 31, 2022

El maestro Juan Martínez que estaba allí, de Manuel Chaves Nogales

 

 

En Rusia, me he convencido luego, el problema está en serle simpático o no a la gente. Es como en España. Cuando se cae en gracia, todo está resuelto. Pero si no se cae en gracia, se muere uno sin poderse valer. Los rusos no son malas personas, pero sí muy desiguales, arbitrarios y caprichosos.

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A un lado del anfiteatro había una habitación más pequeña, en la que estaban amontonados los brazos y las piernas de los cadáveres descuartizados por los bolcheviques. En otro montón estaban los troncos y las cabezas. En el centro de la habitación había un tajo y un hacha. Al tener que evacuar la población, los bolcheviques habían dispuesto que los cadáveres de los presos que iban fusilando a prisa y corriendo en los sótanos de la Checa fuesen trasladados al anfiteatro para que los descuartizasen, dificultando así el que fuesen reconocidos. La gente se acercaba a aquellas masas informes de carne humana, y con el regatón de los bastones iba revolviendo la carnaza en busca de un indicio cualquiera, un mechón de pelo, el color de los ojos, un lunar, una cicatriz o sencillamente un cinturón o unos gemelos que les permitiesen identificar a sus muertos queridos.

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La guerra civil daba un mismo tono a los dos ejércitos en lucha, y al final unos y otros eran igualmente ladrones y asesinos; los rojos asesinaban y robaban a los burgueses, y los blancos asesinaban a los obreros y robaban a los judíos. En cuanto la guerra y el hambre les quitaron aquellas virtudes de caballerosidad, corrección, disciplina, pulcritud y elegancia, que era su orgullo en los tiempos del zar, los antiguos militares se convirtieron en una horda que no tenía nada que envidiar en ferocidad a las de los bolcheviques.

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A los ojos del pueblo, empobrecido y hambriento, tan feroces aparecían unos como otros; si tiranos eran los blancos, más lo eran los rojos y tanto desprecio tenían por las leyes divinas y humanas éstos como aquéllos. Pero los rojos eran unos asesinos que pasaban hambre y los blancos eran unos asesinos ahítos. Se estableció, pues, una solidaridad de hambrientos entre la población civil y los guardias rojos. Unidos por el hambre, arremetieron bolcheviques y no bolcheviques contra el ejército blanco, que tenía pan. Y así triunfó el bolchevismo. El que diga otra cosa miente; o no estuvo allí, o no se enteró de cómo iba la vida.

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Ha sido el único momento de mi vida en que me he sentido bolchevique. Y lo mismo les pasó a todos los rusos, fueran o no revolucionarios. Los tiranos de fuera nos hicieron preferir mil veces a los tiranos de dentro.


[Libros del Asteroide] 

viernes, mayo 27, 2022

Los hijos de Shifty, de Chris Offutt

 

 

Meses atrás leíamos con placer la primera entrega de su trilogía de novela criminal, titulada Los cerros de la muerte, y siempre leemos con gusto y provecho todo cuanto escriba Chris Offutt. Ahora el mismo equipo regresa con la segunda parte, Los hijos de Shifty: Sajalín en la edición, Javier Lucini como traductor y, por supuesto, Offutt enganchándonos ya desde las primeras líneas. Con estos créditos no se puede fallar.

Entre el primer libro y el segundo el protagonista (Mick Hardin) ha pasado un tiempo en zona bélica. Vuelve unos días a su tierra, con una herida en la pierna y ese empeño tan personal en ayudar a los demás aunque a cambio sólo reciba puñetazos y desprecios y riesgo para su pellejo. Esta vez no sólo echa un cable a su hermana, Linda, la sheriff del condado: también le preocupan los demás, las promesas que hizo, la estabilidad de una madre que va viendo cómo mueren sus hijos. Esa madre es Shifty Kissick, a uno de cuyos muchachos asesinan al principio de la novela. La mujer le pide que encuentre a los culpables, que averigüe quién está detrás del asesinato. En este tiempo Mick se ha separado de su mujer, pero aún no ha firmado los papeles del divorcio. Es como si también volviera para cerrar la herida sentimental, además de la herida física.

Chris Offutt nos mantiene pegados a la página y no sólo por la intriga criminal en torno a estos personajes de la clase trabajadora, sino por los matices de los personajes, los diálogos y la manera de hablar de una gente sometida a una tierra dura. En concreto a mí me gustan mucho las pinceladas que va dando en torno al protagonista, este militar cabezota de quien vamos conociendo nuevos aspectos (Mick asintió. Tendía a ignorar sus emociones, un hábito que lo había mantenido con vida en zonas de guerra. Afrontar lo que sentía le volvía vulnerable, otra emoción que prefería evitar).

Hardin trata de mantener una coraza en torno a sus emociones y no siempre es fácil. El regreso a su tierra suele embargarle de pasajes de una vida que tal vez fuera mejor antaño, cuando contaba con una esposa y no se le había muerto tanta gente (Tenía tendencia a recordar las cosas que le entristecían: las pérdidas y el dolor, los errores y los pasos en falso. Se preguntó si sería por carecer de buenos recuerdos o por ser incapaz de rememorarlos). Ahora a menudo sólo ve ruinas, fantasmas, ecos del pasado. Los regresos parecen cada vez más difíciles. Y siempre queda el arraigo, el vínculo con las raíces: Por mucho que intentara huir, seguía atado a las montañas.

Este mes Chris Offutt está en las librerías por partida doble: en Malas Tierras acaban de publicar sus memorias Dos veces en el mismo río, con traducción de Ce Santiago. Para mí es un autor que, en tiempos de tanto bluff, de tanto coñazo auspiciado sólo por tendencias y de tanta “obra maestra” que al final sólo es una engañifa publicitaria, me reconcilia con esa sencillez para contar una historia y contarla bien y engancharnos en cuanto abrimos el libro.


[Sajalín Editores. Traducción de Javier Lucini]

miércoles, mayo 25, 2022

Dos buscadores. Correspondencia 1972 – 2011, de Sam Shepard y Johnny Dark

 

De una carta de Johnny Dark:

Y ahora nuestros padres están muertos y todos nuestros tíos y tías están muertos y el lugar donde crecí se me ha perdido para siempre y se me está acabando el tiempo. Pronto no podré ver cómo las palabras se deslizan bajo mi pluma. Todo esto se habrá perdido. ¿Cómo se supone que me comporte ante semejante cosa? El hecho es que simplemente no creo que seamos muy importantes. Ciertamente no somos tan importantes como creemos. Nuestros sentimientos incesantes, nuestros pensamientos implacables… a quién mierda le importa. No es importante para la galaxia.
Espera un segundo –¿¿no es importante?? ¿Quieres decir que a nadie le importa lo que pienso o lo que siento? ¿Quieres decir que estoy pasando por todo este sufrimiento solo y a nadie le importa una mierda?


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De una carta de Sam Shepard:

Me llama mi contador para decirme que no tengo dinero. “¿Qué vamos a hacer?”. El viejo Marty Licker, totalmente encorvado por una terrible artritis de columna. Como el tío Scrooge o algo así. No lo sé, Marty –no sé qué vamos a hacer. No hay películas. Ya nadie tiene dinero para hacer películas y las películas que sí terminan por hacerse no se parecen nada a las películas que yo solía hacer. No reconozco a ninguna de las estrellas, ninguno de los nombres. Son todos adolescentes. Yo ya soy pasado, Marty. Mi época se ha terminado. Soy un viejo pedorro sentado en mi cabaña de ladrillo de doscientos años en una granja de Kentucky, junto al fuego leyendo literatura poco conocida e inventando cuentos y obras. Las películas me han dejado atrás. Es algo que ya vino y se fue. Ahora solo quiero que me dejen en paz en mi pobreza.    



[Editores Argentinos. Traducción de María Inés Castagnino]

miércoles, mayo 18, 2022

La campana de cristal, de Sylvia Plath

 

 

Seguro que hay cosas que un baño caliente no cura, pero no conozco muchas. Siempre que estoy triste porque me voy a morir, o tan nerviosa que no puedo dormir o enamorada de alguien a quien no veré durante una semana, me hundo y me hundo hasta un punto en que digo: “Voy a darme un baño caliente”.
Yo medito en el baño. El agua tiene que estar muy caliente, tanto que apenas soportes meter el pie. Luego te sumerges, poco a poco, hasta que el agua te llega al cuello.

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Me quedé fría de la envidia. Nunca había ido a Yale, y Yale era el sitio que todas las chicas mayores de mi residencia preferían para ir de fin de semana. Decidí no esperar nada de Buddy Willard. Si no esperas nada de alguien, no te decepcionas.

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Empecé a entender por qué los hombres que odian a las mujeres consiguen que parezcan tan ridículas. Esos hombres eran como dioses: invulnerables y henchidos de poder. Descendían, y luego desaparecían. Nunca podías atrapar a uno.

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El aire acondicionado me hizo estremecer.
Seguía llevando la blusa blanca y la falda con peto de Betsy. Ahora habían perdido apresto, al no haberlas lavado en las tres semanas que llevaba en casa. El algodón sudado despedía un olor acre pero cálido.
No me había lavado el pelo en tres semanas, tampoco.
Llevaba siete noches sin dormir.
Mi madre me aseguró que tenía que haber dormido, era imposible no dormir en tanto tiempo, pero si dormía, era con los ojos abiertos de par en par, porque había seguido el curso verde luminoso de la manecilla de los segundos y la de los minutos y la de la hora en el reloj de la mesa de noche mientras trazaban sus círculos y semicírculos, cada noche durante siete noches, sin saltarme un segundo, ni un minuto, ni una hora.
No me había lavado la ropa ni el pelo porque me parecía absurdo.

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Sabía que debía estarle agradecida a la señora Guinea, solo que no era capaz de sentir nada. Si la señora Guinea me hubiese regalado un billete a Europa, o un crucero para dar la vuelta al mundo, me habría dado exactamente igual, porque en cualquier sitio –en la cubierta de un barco o en una cafetería en una calle de París o de Bangkok– estaría debajo de la misma campana de cristal, fermentándome en mi propio aire malsano.



[DeBolsillo. Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino]

Próximamente: Dos veces en el mismo río

 

 

De Chris Offutt. En Malas Tierras.

Próximamente: Los hijos de Shifty

 

 

De Chris Offutt. En Sajalín Editores.

sábado, mayo 14, 2022

De cómo recibí mi herencia, de Dorothy Gallagher

 

 

Dorothy Gallagher cuenta la historia real de su familia ucraniana en Estados Unidos y nos ofrece un libro delicioso de algo menos de 170 páginas. Sus herramientas son el humor, el estilo desenfadado y preciso y el recurso a episodios que funcionan como relatos aislados pero que, juntos, conforman una especie de autobiografía literaria. No suele ahorrarse dardos llenos de ácido cuando menciona a sus familiares (y ésa es una de sus virtudes); veamos un ejemplo:

No fue fácil detectar el momento en que mi padre empezó a perder la chaveta, porque siempre había sido un hijoputa más terco que una mula, como él mismo decía de cualquiera que tuviese una opinión ligeramente distinta a la suya.

Contar las vicisitudes de sus parientes (“Nadie en mi familia ha muerto de amor”, “La autobiografía del primo Meyer”, “Los lazos de Lily”, etcétera) le sirve también para retratarse a sí misma, manteniendo un tono entre mordaz y cariñoso que se agradece mucho, igual que en esos episodios que giran sobre sí misma (“De cómo recibí mi herencia”, “No”, “De cómo me hice escritora”, etcétera). Mi colega Alexander Zárate lo ha definido perfectamente consignándolo como “un álbum de fotografías en el que se combina, y alternan, tiempos y figuras”.

La traducción de Regina López, muy fluida, como es habitual, y la edición de Muñeca Infinita, convierten a esta obra en una de las ineludibles de la temporada. Aquí va el inicio del relato “La última india”:

Sí, casi todos habían fallecido, y sin embargo yo los veía por todas partes. “Ahí va otro de mis muertos”, pensaba al ver a una ancianita subiendo con dificultad a uno de esos autobuses de suspensión neumática. Dejándose la piel calle abajo con las pesadas bolsas de la compra. En una silla de ruedas, empujada por una cuidadora.



[Muñeca Infinita. Traducción de Regina López Muñoz]

martes, mayo 10, 2022

Cartas de la época de Ibiza, de Walter Benjamin

 

 

¿Cómo debería actuar cuando las posibilidades de sobrevivir para un escritor de su actitud y formación están a punto de desvanecerse radicalmente en Alemania? Sólo la vida con una mujer o con un trabajo bien definido le podría proporcionar un estímulo suficiente para abordar estos apuros tan frecuentes. Lo que pasa es que le faltan ambas cosas. Por lo que respecta a lo segundo, piense lo que piense sobre el valor de su obra, la flexibilidad con la que él se ha adaptado, como periodista, a la coyuntura, es lo que le impide garantizar a su existencia cierta duración o posibilidades de crecimiento.

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Por lo que a mí respecta, no son todas estas circunstancias, más o menos previsibles desde hace tiempo, las que me han conducido, ciertamente sólo hace una semana, a la toma de decisión repentina de abandonar Alemania. Para ello, ha sido decisiva más bien la simultaneidad casi matemática con la que, desde todos los sitios donde tenía relaciones, me han devuelto manuscritos, se han roto tratos que estaban aún en marcha o ya cerrados o se han dejado peticiones mías sin contestar. El terror frente a toda conducta o forma de expresión que no se ajuste totalmente a la oficial ha llegado a límites casi insuperables. Bajo estas circunstancias, la máxima prudencia en cuestiones políticas, que siempre he practicado por buenas razones, puede proteger, cierto es, a los afectados por la persecución sistemática, pero no de la muerte por inanición. Y sólo recurriendo a unas operaciones algo complejas he conseguido cuando menos reunir cientos de marcos con los que podré vivir algunos meses en Ibiza, hacia donde pienso ir enseguida. Las cosas que me lleguen, no obstante, en el futuro pueden venirse abajo con la misma seguridad con la que ahora me van bien.




[Pre-Textos. Traducción de Germán Cano y Manuel Arranz]


Próximamente: Aniquilación

 

 

De Michel Houellebecq. En Anagrama.

viernes, mayo 06, 2022

Próximamente: Hambre

 

 

De John Fante. En Anagrama.

miércoles, mayo 04, 2022

El jardín del Edén, de Ernest Hemingway

 

 

David se metió detrás de la barra, encontró copas y hielo y preparó dos martinis.
-Probaré el suyo, si me lo permite –dijo la chica.
-Ya no le tienes miedo, ¿verdad? –le preguntó Catherine.
-Ninguno en absoluto –contestó la chica, volviendo a ruborizarse–. Sabe muy bien, pero es terriblemente fuerte.
-Es fuerte –asintió David–, pero hoy sopla un viento fuerte y nosotros bebemos de acuerdo con el viento.

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-¿Qué te trae por aquí? –preguntó.
-Hemos almorzado en la ciudad y aquí estamos –respondió David.
-¿Cómo está tu puta?
-Aún no tengo ninguna.
-Me refiero a aquella para quien escribes los relatos.
-Ah. Los relatos.
-Sí. Los relatos, esas sórdidas y deprimentes historietas sobre tu adolescencia con el borracho e inútil de tu padre.
-De hecho, no era tan inútil.
-¿No defraudó a su esposa y a todos sus amigos?
-No. Solo a sí mismo, en realidad.
-No cabe duda de que le pintas despreciable en esos apuntes o viñetas o anécdotas insensatas que escribes sobre él.
-Te refieres a los relatos.
-Tú las llamas relatos –dijo Catherine.
-Sí –asintió David, llenando una copa del agradable vino frío en el día claro y radiante y en la habitación bonita y soleada del limpio y cómodo hotel y notando, al sorberlo, que no lograba animar su corazón muerto y frío.

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Le importaba más escribir que cualquier otra cosa, y eso que muchas le importaban, pero sabía que mientras escribía no debía preocuparse por su trabajo ni manosearlo ni manipularlo, del mismo modo que no se debía entrar en el cuarto oscuro para ver cómo se revelaba un negativo.

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-Puedes volver a escribirlos.
-No –dijo David–. Cuando algo está bien escrito, no puedes recordarlo. Cada vez que lo relees te parece una grande e increíble sorpresa. No puedes creer que lo hayas escrito tú. Cuando lo has hecho bien, no puedes repetirlo. Solo lo puedes hacer una vez y solo se te permite un número determinado en toda la vida.
-¿Un número de qué?
-De historias buenas.
-Pero puedes recordarlas. Es preciso.
-Yo no, ni tú, ni nadie. Se desvanecen. Una vez se han escrito bien, se desvanecen.


[DeBolsillo. Traducción de Pilar Giralt Gorina]