"En lo que me concierne, no soy un escritor, soy alguien que escribe…" (Thomas Bernhard)
jueves, marzo 31, 2022
lunes, marzo 28, 2022
domingo, marzo 27, 2022
viernes, marzo 25, 2022
Ya a la venta: Y le seguían llamando Kent Wilson
He escrito un prólogo para este volumen recopilatorio que recoge seis bolsilibros de distintos géneros de la época del pulp hispano (ciencia ficción, bélico, oeste y policíaco) escritos por Ángel Cazorla Olmo (Santa Cruz de Marchena, Almería 1930) con el seudónimo de Kent Wilson. Los títulos son: La Fórmula K-9, Locos del espacio, La llave, El indultado, El timorato y ¡Trabaja, sepulturero! Mil gracias a la gente de A.C.H.A.B. (Asociación Cultural Hispanoamericana Amigos del Bolsilibro) y, especialmente, a Andrés Ramón Pérez Blanco por contar conmigo. Más info: aquí.
miércoles, marzo 23, 2022
lunes, marzo 21, 2022
Nacido de hombre y mujer / Pesadilla a veinte mil pies, de Richard Matheson
Con estas dos compilaciones gocé lo que no está escrito. Son los cuentos completos de Richard Matheson, que para mí siempre será uno de los grandes. Unos cuantos ya los conocía por su inclusión en antologías dispersas, en revistas, en pequeñas recopilaciones de algunos de sus relatos, etcétera. Pero no me ha importado revisarlos otra vez. Matheson se inspiraba mucho en Bradbury, pero fundó su propio estilo, que a su vez ha influido notablemente en Stephen King, Steven Spielberg, Rod Serling, Richard Kelly, David Koepp, Roger Corman… Por si queda alguien que no lo sepa, de Matheson son las novelas de las que salieron las películas Soy leyenda, El increíble hombre menguante, El último escalón, Más allá de los sueños… y los cuentos en los que se basaron The Box y El diablo sobre ruedas, entre otras.
Él mismo explica al final de cada cuento que cada idea de sus relatos surgía de una situación cotidiana, a la que él aplicaba unas cuantas dosis de paranoia y suspense. Adaptaron algunas de sus historias en series como The Twilight Zone, Cuentos asombrosos y Alfred Hitchcock presenta… Son tantos los temas y los personajes que abarcan estos cuentos que tendremos que conformarnos con un resumen apresurado: hay vampiros, gremlins, hombres que reparten cizaña entre sus vecinos, robots, asesinos, mutantes, alienígenas, brujas, fantasmas, muñecos vivientes…
Supongo que los dos volúmenes serán ya difíciles de encontrar: yo los compré cuando salieron y llevaban unos años criando polvo en la estantería. Pero no hay que preocuparse por completo: en Gigamesh acaban de sacar cuatro volúmenes breves en los que agrupan sus cuentos de terror. Vale, no están todos los que vienen en las compilaciones que hoy recomiendo, pero pueden servir de aperitivo. Matheson se refiere a su obra, al inicio del primer libro, en estos términos:
El tema recurrente de toda mi obra, y por supuesto de esta recopilación de relatos, es el siguiente: el individuo aislado que trata de sobrevivir en un mundo amenazador.
[Gigamesh. Traducciones de Pilar Ramírez y María Alonso & Raquel Marqués]
viernes, marzo 18, 2022
Baron’s Court. Final de Trayecto, de Terry Taylor
Tal vez unas pocas personas recuerden Principiantes (Absolute Beginners), la estupenda novela de Colin McInnes que publicó Anagrama y que, supongo, hoy será imposible de encontrar, y que más tarde Julien Temple llevó a la pantalla con David Bowie en un papel secundario. Aquel libro sobre un joven y sus inquietudes en la Inglaterra de los años 50 era un preludio del movimiento mod.
Lo que algunos no sabíamos (al menos yo) es que el personaje principal estaba inspirado en Terry Taylor, el autor del libro que nos ocupa, nacido en 1933 y fallecido en 2014. Taylor fue un símbolo de la contracultura, amigo de Burroughs en Tánger, modelo y amante de la fotógrafa Ida Kar y degustador de varias clases de drogas. Taylor también escribió esta obra autobiográfica sobre su adolescencia en Inglaterra. La novela viene precedida de un prólogo de Stewart Home e incluye una nota de Kiko Amat en la contracubierta, además de un epílogo de su traductora, Susana Prieto Mori.
Baron’s Court, uno de esos libros que pasó años en el limbo de los títulos descatalogados e imposibles de encontrar (o para los que había que pagar precios desorbitados por un ejemplar de segunda mano), es una de esas novelas que enganchan desde la primera línea y que poseen un estilo especial, un toque de magia que reside no sólo en las andanzas del protagonista, sino en la narración en primera persona que nos traslada a la mente de un chaval. Es una clase de narrativa que recuerda al Holden Caulfield de Salinger en El guardián entre el centeno: esa frescura, esa irreverencia, esa manera de ver el mundo de manera desprejuiciada. Forma parte de una línea que viene de Salinger y que Taylor y McInnes recogen y que, en España, ha continuado Kiko Amat.
Señala su traductora en la nota final que su protagonista a menudo hace lo correcto. Es decir, algo inesperado en su ambiente y en su época y en sus circunstancias. Pero también a veces dice lo que uno no se esperaría de un chaval. Como en este pasaje en el que comprende a las mujeres que sufren el asedio masculino a todas horas (y esa empatía era rara en los años 50, sin duda):
Debe de ser un auténtico coñazo ser mujer. Toda clase de especímenes macho acosándote todo el tiempo y tú teniendo que clasificarlos como en un fichero, decidiendo a quien darle luz verde, o ámbar, o roja. Con los pocos elegidos a los que das luz verde, tienes automáticamente otros problemas: ¿hasta dónde llegar? ¿Un beso? ¿Una tarde en la fila trasera del cine? O tirártelo. Un asunto realmente complicado.
Es curioso el caso de esos libros de culto que luego desaparecen del mercado durante años para regresar con fuerza. Se agradece este rescate del Colectivo Bruxista. Ahí va otro fragmento:
-Iracundo, ¿eh? ¿Escritor? Ya decía yo. Se le ve en los ojos.
-No soy escritor –le dije.
-Pues deberías. Todos los que sienten ira por algo deberían escribir sobre ello. La palabra impresa es poderosa.
[Colectivo Bruxista. Traducción de Susana Prieto Mori]
miércoles, marzo 16, 2022
lunes, marzo 14, 2022
Bajo la dura luz, de Daniel Woodrell
Recuerdo lo mucho que disfruté con Los huesos del invierno, la primera obra de Daniel Woodrell que tradujeron en España. Luego vino la película y la edición de La muerte del pequeño Shug, pero fui aplazando su compra y ahora no creo que sea fácil de encontrar.
Bajo la dura luz es su primera novela y el inicio de su Trilogía de los Pantanos, que Sajalín publicará completa: un libro que mantiene desde el principio ese pulso narrativo que resulta envidiable en los escritores norteamericanos. El protagonista es René Shade, un ex boxeador metido a investigador en territorios pantanosos de Louisiana, un entorno por el que siento debilidad (quizá por mi obsesión con películas como La presa, Atrapados sin salida, Los rescatadores, Prisioneros del cielo y El corazón del ángel, entre otras), y del que aquí nos ofrecen algunas provechosas descripciones. Shade arrastra conflictos familiares que, para mí, son lo mejor del libro: mantiene relaciones tensas con sus hermanos; uno de ellos es propietario y camarero de un bar; el otro ejerce de fiscal. Cuando asesinan a un concejal, Shade tiene que husmear por ahí junto a su compañero How Blanchette en busca de pistas para resolver el extraño crimen.
Shade también arrastra un pasado que le pesa, pues aunque ganó algunos combates en el ring, la gente recuerda más sus fracasos, las palizas que le propinaron aunque él aguantaba asaltos con la entereza de Rocky Balboa. Por si fuera poco, vive encima de los billares de su madre. Todas estas cuestiones convierten a Shade en un personaje con miga, en alguien que sabe que a esas alturas ya no puede cambiar las cosas: la mayoría de los ciudadanos tienen una opinión sobre él, una imagen antigua que no se corresponde con la actual, y a veces sólo quedan los reflejos cuando las cosas se ponen feas y los planes se desbaratan (de ahí la cita inicial de la novela: es una frase del púgil Joe Frazier de la que Woodrell también extrae el título). A todo esto, un calor brutal y asfixiante abrasa en la novela a todos los personajes, como si estuvieran tratando de salir de las calderas del Infierno. Dos fragmentos:
Cuando se sentó en el asiento del copiloto, Shade dijo:
-How, ¿alguna vez te has preguntado si quizá, solo quizá, no estaremos haciendo de soldados para los señores equivocados?
La cara maciza e impasible de Blanchette se estremeció e hizo el gesto de cubrirse el labio superior con el inferior.
-No –contestó–. Porque somos de Frogtown y no somos tan ingenuos. No nos queda más remedio.
-Me alegra oírlo.
-Lo que quiero decir es que no teníamos lo que hay que tener para elegir esa otra vida, ¿sabes? Si no, estaríamos ahí.
**
A Shade lo invadió una especie de tristeza impregnada de cariño. En parte porque quería a su hermano y lo conocía perfectamente, en parte porque no lo conocía en absoluto. La habitación oscura donde cada uno guarda sus convicciones y anhelos más secretos tiene una puerta cerrada a cal y canto. Cuanto más giras el pomo y más miras por el ojo de la cerradura, menos sabes y más tienes que adivinar.
[Sajalín Editores. Traducción de Diego de los Santos]
viernes, marzo 11, 2022
miércoles, marzo 09, 2022
Las desapariciones, de Hilario J. Rodríguez
El 15 de febrero de 1894 un hombre resultó malherido tras la explosión de una bomba que él mismo transportaba, muy cerca del Ryal Observatory de Greenwich, a escasos metros del meridiano cero. Yo me enteré de todo esto en febrero o marzo, 112 años después, y casualmente estaba en Londres.
Leyendo el Time Out, vi una fotografía de la antigua escuela Ragged de Newport Street, reconvertida en una galería de arte alternativo llamada Beaconsfield. En aquel momento exhibían una instalación, Greenwich Grado Cero, de Rod Dickinson y Tom McCarthy, el primero un artista multimedia y el segundo un escritor. Aunque no los conocía, me pareció interesante lo que se contaba sobre la obra en el Time Out y decidí ir a verla.
El moribundo a quien se encontró después de la explosión de 1894 era un anarquista francés de nombre Martial Bourdin. Le faltaban las dos piernas y un brazo, y tenía el rostro desfigurado, pero llevaba en uno de sus bolsillos documentos que lo identificaban. No pudo hacer ninguna declaración porque murió camino del hospital, sin haber recuperado el conocimiento.
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A Henry Darger, sin embargo, no hace falta que lo presente. Su muerte nos invita a ser detectives desde principios de junio de 1973, cuando su casero –al enterarse de su muerte en un asilo donde había ingresado voluntariamente– entró en el apartamento que había ocupado durante cuarenta y tres años, en el segundo piso del 851 de Webster Avenue en Chicago. Yo viví muy cerca entre 2000 y 2002, e iba allí en mis días libres. Me quedaba media hora frente al edificio, mirando hacia las ventanas del segundo piso y preguntándome cuáles serían las de su apartamento, mientras mi imaginación iba agotándose poco a poco, hasta llegar a esa región impenetrable donde no conviene adentrarse. Luego seguía mi camino, siempre en dirección a cualquier parte, pendiente de los detalles más minúsculos y triviales, como si huyese de mis pensamientos.
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Nuestro diálogo con el mundo lo regula el clima, quizás también nuestro diálogo con la historia. Por supuesto, no es un diálogo fácil. Resulta imposible establecer una continuidad lógica, progresiva, ni tan siquiera cronológica, porque lo que ahora parece avanzar, de pronto se disloca, se fractura, se rompe, se para. Sabemos que el viento nos habla pero no sabemos qué nos dice. Tampoco la lluvia. Ni el sol. Y mucho menos las estrellas.
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Yo conocía la fotografía mucho antes de saber de quién era y sin haber siquiera sospechado que pudiera ser japonesa. Al verla, pensaba en Rusia y en un relato de Nikolai Leskov o Leonid Andréyev, sobre gente caminando con esfuerzo para atravesar una narración. Por supuesto, cuando descubrí a su autor, me vi en la obligación de comenzar yo mismo un viaje, entre la Rusia de mis fantasías y el Japón real de la imagen. No iba a ser fácil, claro. Si me extraviaba en mitad de una tormenta de nieve, con el papel en blanco exigiéndome palabras, jamás podría regresar porque mis ellas desaparecerían en una larga oración subordinada, de modo que ya solo podría seguir hacia delante, si saber si llegaría a mi destino, evitando los precipicios y los anacolutos, la espesura de los bosques y el ritmo endiablado del fraseo antes de llegar a la punta del lápiz, mientras una idea ya se disipa en el cerebro y aún no ha cobrado forma en el papel. Como el miedo no era negociable, me dije a mí mismo que en los caminos –y en la escritura– suelen producirse encuentros con personas o criaturas bien educadas y no tanto, capaces de darte información, consuelo, alimento o un buen empujón. También me dije, porque lo había leído en Alicia en el País de las Maravillas, que si caminas lo suficiente siempre llegas a algún sitio.
[Newcastle Ediciones]
martes, marzo 08, 2022
Cuentos, de Emilia Pardo Bazán
He tardado siglos en ponerme con los cuentos de Emilia Pardo Bazán y me arrepiento de ese retraso. En algún punto del camino nos hicieron creer que la literatura de esta escritora era algo viejuno, con olor a naftalina: ¡qué error más grande! Doña Pardo Bazán le da muchas vueltas a la mayoría de los cultivadores contemporáneos del género. Pero es que además se atrevió con temáticas diferentes, de lo que esta antología de 65 cuentos es buena muestra: toca el terror, el drama, el realismo social, la intriga, los amores… Son relatos sorprendentes, a menudo sórdidos, con finales trágicos y violentos, en los que no faltan decapitaciones, carnes acuchilladas, cuerpos entregados al fuego, orejas cortadas… En ellos predomina un dominio asombroso del lenguaje y de la jerga de diversas clases sociales. En los últimos años han publicado y reeditado numerosas antologías de las historias cortas de Pardo Bazán. Yo escogí ésta porque quizá sea la más extensa, pero me acabaré comprando alguna que agrupe sus mejores cuentos de miedo o la que englobe los fantásticos.
[Penguin Clásicos]
viernes, marzo 04, 2022
Vestido negro y collar de perlas, de Helen Weinzweig
El segundo título de Muñeca Infinita es esta novela de una escritora polaca que se crió en Canadá. Un libro sensacional y sorprendente. Una de esas historias repletas de capas y de pliegues en las que las apariencias engañan y donde a menudo no sabes si lo que te están contando es la verdad o sólo parte de la verdad o una verdad en mutación hacia la fantasía.
En el libro hay una narradora que nos relata su historia: aunque está casada y tiene hijos, se dedica a viajar por el mundo para encontrarse en distintas ciudades con su amante, un hombre que trabaja como espía para una Agencia. Dicho agente suele aparecer en los lugares acordados con disfraces que enmascaren su identidad. Por eso a ella le es difícil reconocerlo entre la gente. Aún más difícil resulta la manera de acordar una cita: utilizan códigos ocultos en revistas, e interpretan las palabras impresas mediante fórmulas matemáticas. Si él suele llevar disfraces inesperados y diferentes, ella utiliza siempre la misma indumentaria, como avanza el título: un vestido negro y un collar de perlas. La narradora recorre las calles buscando a ese hombre mientras trata de descifrar los códigos. A veces se confunde de persona. A menudo le sobra tiempo y pasea por las ciudades, entra en museos y en restaurantes, va y vuelve al hotel y, en general, intenta matar (o aprovechar) el tiempo.
De vez en cuando la narradora nos va soltando, como quien no quiere la cosa, datos significativos sobre su vida, sobre su pasado y sobre su enigmática conducta. Pero no conviene desvelar más para que el lector vaya descubriendo por sí mismo los matices, las pistas falsas, la poética que subyace bajo esta novela con trazas de espionaje… Como sucedía en los relatos de Julie Hayden publicados por Muñeca Infinita, basta con el inicio para saber que estamos ante algo distinto:
La noche llega como una sorpresa en el trópico. No hay crepúsculo ni preparación para la desaparición de la luz. En un momento hay que protegerse los ojos de un sol despiadado, y al siguiente parece que todas las formas se desvanecen en la noche negra. Estaba desvelada en Tikal. En cuanto oscureció, los perros parias se pusieron a ladrar y así continuaron toda la noche, hasta el primer rubor del alba, cuando cesaron tan bruscamente como habían comenzado. Aquella mañana, temprano, visité las ruinas. Estaba con un grupo de turistas fingiendo ser una más al tiempo que trataba de mantenerme al margen mientras, preparada, aguardaba una señal para apartarme de ellos. Escuché atentamente al guía autóctono, cuyo inglés era extraordinario. ¿Sería mi amante?
O veamos este otro pasaje que une el peso de la soledad y la cinefilia cuando ella entra en un cine:
Elegí The french connection. Dispersos a mi alrededor, uno o dos por cada fila, había hombres y mujeres solitarios aguardando el comienzo de la película. ¿Soy yo una de esas personas solitarias, me pregunté, algo sorprendida por la asociación pero teniendo que admitir que estaba en la misma situación que ellos, sentada en un cine oscuro a media tarde porque no tenía ningún motivo para estar en otro sitio? O, tal vez, estábamos todos tomándonos un descanso, un respiro, decretando una moratoria para cualquier cosa que supuestamente tuviéramos que hacer. Estábamos sentados erguidos, mirando al frente, nosotras con el bolso en el regazo, ellos con el abrigo bien doblado en el asiento vacío de al lado, esperando a que se apagaran las luces.
Con un estupendo prólogo de Sarah Weinman, prometo que Vestido negro y collar de perlas es una de las novelas más deslumbrantes de la temporada y seguramente de este año. Y la pregunta es: ¿por qué esta joya, publicada en los años 80 y premiada entonces en Toronto, ha tardado tanto tiempo en ser traducida en España?
Tres extractos más:
Estoy harta de tener que interpretar. Con todo, mi instinto me aconseja evitar los ultimátums. Ya he vivido derrotas de sobra como para buscarme más.
**
Entonces lloré por todos los que han tenido que renunciar a la exigua felicidad que han vivido.
-¿Y ahora qué te pasa?
-Cada vez que estamos juntos pienso que puede ser la última vez.
Intentó consolarme.
-La felicidad –dijo– son los recuerdos.
**
-No debería llorar en público –le dije.
-Es el único lugar seguro para llorar.
-Además de humillarse a sí misma, está violentando a los demás.
-Usted cree eso porque está enamorada. Sí sí, la he calado. A un enamorado le cuesta pensar en las lágrimas. Si alguien es, como lo soy yo, dado a llorar, le resulta más fácil llorar en compañía de alguien que es feliz.
[Muñeca Infinita. Traducción de Vanesa García Cazorla]