"En lo que me concierne, no soy un escritor, soy alguien que escribe…" (Thomas Bernhard)
domingo, enero 30, 2022
jueves, enero 27, 2022
Siempre medianoche, de Jerry Stahl
La cosa es que todos mis héroes eran yonquis. Lenny Bruce, Keith Richards, William J. Burroughs, Miles Davis, Hubert Selby Jr. Esos tíos molaban. Estaban comprometidos. No habrían hecho un episodio de ALF ni a punta de pistola.
Cómo acabé ocupando un puesto con un sueldo tan alto y un prestigio tan bajo es, en sí, la confirmación de una teoría personal por la que toda mi vida adulta es un error prolongado.
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Los bares solo me gustan por la mañana. Locales que abren a las seis para cuidar de las multitudes que desayunan un chupito de whisky y una cerveza, y para sosegar a gente como yo. El conocimiento cálido y mullido de que, esparcidas a lo largo y ancho del nocivo paisaje, hay legiones de personas incapaces de sobrevivir al día sin alguna clase de bendito refrigerio que te pudra el alma.
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Este es el secretito de Hollywood. Esto no va de hacer películas. ¿Estáis de coña? Olvidaos de esa mierda de la Fábrica de Sueños. Esto va de fabricar frustraciones. De estrellas de cine emperifolladas que hacen que la población de Villabasura se sienta como la mierda. De gente en despachos que hace que las personas que no tienen uno ladren como perros. Todos generan su cuota diaria de desesperanza. Eso es lo que cuenta. Y las fábricas siempre funcionan a todo trapo.
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Yo no era del equipo. Yo era el más despreciable de los intrusos: el freelance. Por cómo está montado el negocio de la televisión, en todas las series es obligatorio subcontratar dos episodios por temporada a gente de fuera. Un rollo del gremio de guionistas.
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La dinámica de la escritura de guiones televisivos está diseñada para mantener la creatividad al mínimo. Cuando ves una serie de televisión, los personajes suenan igual una semana tras otra. Por eso las ves. O por eso no. Cuando te contratan, los productores quieren asegurarse de que lo que escribas sea una continuidad sin fisuras de lo que se haya escrito antes de que llegaras. Una serie de verdadero éxito debería sonar como si una única alma se hubiese ocupado de escribir todas y cada una de las sílabas.
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Lo que pienso es esto: si tuviste el coraje para vivir lo que viviste, deberías tener el coraje para escribirlo.
A no ser que escribir sea más duro que la vida. Algo que, de ser así, hace la tarea aún más necesaria. Como tengo miedo, no debo parar.
La verdad es escalofriantemente simple. Estoy harto de la locura que me vuelve loco. Y, si voy a arder en el infierno, que así sea. Es un lugar en el que ya he estado.
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Quizás fue el mismo día. Quizás fue al día siguiente. Ni siquiera había llegado al catre. Me desplomé en una silla y desperté con los ojos abiertos. Cuando no eres nada, cuando no tienes obligación de ir a ninguna parte, puedes vivir así. Puedes dormirte y despertar sin saber si han pasado diez minutos o diez días. La piedra de jaco casi se me había acabado, pero eso no suponía ningún problema. Me lo tomaría con calma. Me daría un paseo hasta el 7-Eleven de Pico Boulevard, pillaría una barrita Tiger’s Milk. Agua. Se podía vivir solo con eso. En realidad, no te hacía falta comida si tenías droga.
[Malas Tierras. Traducción de Ce Santiago]
martes, enero 25, 2022
viernes, enero 21, 2022
miércoles, enero 19, 2022
Lulú en Hollywood, de Louise Brooks
Thomas Gray dijo: “La gente se cree todo lo que sea, con tal de que no tenga ninguna obligación de creerlo”.
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La tragedia de la historia del cine es que está fabricada y falsificada por la misma gente que hace la historia del cine. Es comprensible que en los primeros años de la producción cinematográfica, cuando nadie podía imaginar que iba a haber una historia del cine, la mayoría de la literatura sobre el cine ofreciera auténtica basura, encaminada sólo a realizar el deseo del público de compartir la existencia de cuento de hadas de sus ídolos cinematográficos. Pero hacia 1950 el cine se había establecido como arte y su historia se convirtió en un asunto serio. Sin embargo, los personajes famosos del cine siguen representándose a sí mismos como estereotipos –chicas buenas y malas, chicos buenos y malos– a quienes los cronistas adornan con una lluvia de anécdotas.
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Las películas de siempre ya no valían. Sólo las películas de ahora eran buenas. La calidad de un actor se medía por el éxito de su última película. Los productores habían creado estos tres mandamientos y dirigían el mundo del espectáculo de forma que resultaran ciertos. En cuanto al público, se le enseñó a despreciar las películas de siempre.
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No voy a escribir más. Es inútil contar la verdad a unos lectores embrutecidos por una publicidad alienante.
[Ultramar Editores. Traducción de Lola Luengo]
martes, enero 18, 2022
viernes, enero 14, 2022
Otoño en Madrid hacia 1950, de Juan Benet
De “Barojiana”:
A mí me parece que conocí a Baroja en el otoño del año 1946, en su casa de la calle Alarcón. Yo tenía diecinueve años y me preparaba para el ingreso en la Escuela de Caminos; mi hermano, aburrido de este país, se había ido a estudiar a la Sorbona con una beca del Gobierno francés, unos pocos meses antes de que Bidault, obedeciendo al mandato de la Constituyente, cerrara la frontera para, de consuno con la resolución de la ONU condenando el régimen español, dejarnos a todos en el más escuálido y desamparado aislamiento.
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Se ha hablado tanto de los trágicos años del hambre que con frecuencia se olvidan los años del frío, mucho más largos que aquellos. Y aunque parezca exagerado, estimo que, en nuestro clima al menos, la lucha contra el frío resulta, por menos perentoria, más difícil y larga de resolver que aquella contra el hambre, y creo que por lo mismo que existe todavía gente razonablemente alimentada que padece frío, apenas debe haber quien estando bien calentado pase hambre.
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Entre sus veinte y sus cincuenta años un hombre dedicado a la creación no puede desentenderse y desdeñar lo que está ebulliendo a su alrededor, a menos que cuente con el aplomo y la seguridad en sí mismo como para levantar su propio edificio en un terreno aislado, inmune a las sacudidas que se producen en su entorno.
De “Caneja, Juan Manuel”:
Los amigos habían militado en la causa republicana y la mayoría de ellos habían vivido la guerra en Madrid; estaban todos entre los treinta y cincuenta años a excepción del último advenedizo –que era yo–, que no había cumplido los veinte. Todos estaban derrotados, y con muy poco trabajo, así que su humor era excelente; era una época en que España –es decir, los amigos– era ideológicamente una Arcadia.
De “El Madrid de Eloy”:
La sociedad –repito– no tiene en muchos campos criterio ni medida para distinguir y separar la ganga de la mena. Repara en lo que más le apetece y acomoda y se olvida de las apreciaciones futuras porque para algo está en el presente. Si se atreve a futurizar, lo más probable es que se equivoque, y la mayoría de sus inmortales muere antes de bajar a la tumba.
De “Luis Martín-Santos, un memento”:
Durante su estancia en Madrid a lo largo de seis o siete años, Luis Martín-Santos residió en una pensión de la calle del Barquillo, número 22, esquina a la calle Prim, un inmueble contiguo al teatro Infanta Isabel que, dedicado en aquellos años a las comedias de Adolfo Torrado, Leandro Navarro y, posteriormente, Alfonso Paso, no honramos nunca con nuestra presencia.
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Estaba tan precozmente acostumbrado a conseguir lo que se proponía, estaba tan firme y severamente convencido de la capacidad de sus recursos, que sólo podía atribuir a un fallo no imputable a sí mismo el retraso o el error en la consecución de sus objetivos.
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La novela es como una novela a la antigua, con un único argumento diacrónico, y el mejor procedimiento que el individuo ensaya para modernizarla, por así decirlo, consiste en desecharla como tal y aprovecharla para una serie de cuentos, con un único personaje central.
[DeBolsillo]
lunes, enero 10, 2022
Diarios (tomo I). A ratos perdidos 1 y 2, de Rafael Chirbes
Me boicoteo a mí mismo. Como si no pudiera vivir sin mis raciones diarias de inseguridad, miedo y sufrimiento. Siempre estoy curándome de algo que me ha herido.
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La mayoría de esos historiadores no soportan el presente, que, sin embargo, es tan monótono –o resulta tan vivo y desconcertante– como lo fue el tiempo pasado al que dedican sus esfuerzos. La esclerosis, y la complacencia en la esclerosis. Es el caso de esos editores-urraca que presumen de tener un magnífico catálogo, pero que sólo apuestan por lo que ya ha sido reconocido, los autores consagrados. Coleccionistas de momias.
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Llevo días sin escribir. Me siento vacío, vacío, vacío. Qué pulsión más rara, la de escribir, sin que importe lo que se escriba. Yo diría que escribir te permite seguir viviendo sin que te haga falta sentirte de alguna parte o de alguien.
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Más mala conciencia: escribo cada vez menos y me siento culpable por escribir cada vez menos y, como me siento culpable, cada vez tengo menos ganas de escribir. Como si el silencio fuera una forma de consumar el castigo, un modo de purificación de estilo dostoievskiano. Desprenderse de la inteligencia, de la sensibilidad, para alcanzar en el desnudamiento una forma de gracia.
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El cuerpo como depósito de la enfermedad, de lo sucio y despreciable, un concepto heredado del barroco cristiano, de Trento, que ha impregnado la Iglesia católica hasta nuestros días y del que uno no acaba de librarse. Pero, al margen de lo que digan los curas, ¿por qué no pensar que los cuerpos son sacos de suciedad, emisores de virus? Buena parte de la historia de la humanidad se explica por las pandemias transmitidas en el roce cuerpo a cuerpo entre seres humanos, en el contacto con flujos y deyecciones. Claro que uno, en vez de tomarlo a la tremenda, puede tomárselo con humor, como suculenta hecatombe en el altar de la carne.
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Me digo: busco una historia. Y al rato: no, lo que busco no es una historia, sino un tono; aunque, en realidad, lo que busco es cómo tapar el ruido que hace la rata del miedo cuando me corre por dentro.
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Me miro a mí mismo y pienso en que poca gente se habrá equivocado tantas veces como yo. Buscar es arriesgarse a dejarse seducir por espejismos, es correr el riesgo sin certeza de que te vayas a encontrar con otra cosa que no sea el polvo que te tragas al caer. Eso con suerte.
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Una vida es un razonamiento, digámoslo así, una narración; y yo tengo la impresión de que, en todos estos años de aprendizaje, no he sido capaz de hilar un silogismo correcto. Trampas, autoocultaciones; prisas. Pensar que la vida es solo el instante. La pereza no como consecuencia de creer que se tiene todo el tiempo del mundo, sino como desánimo, como convencimiento de que ya no se tiene tiempo para casi nada. Así, he acabado por quedarme vacío, y solo. Modelo de ineficacia. Veo películas en la tele, leo libros, y lo olvido todo de inmediato, a lo mejor porque no soy capaz de descubrir qué lugar ocupan en la narración de mi vida, qué vacío colman, o por qué me sobran. Si uno no sabe adónde quiere ir, cómo va a saber por dónde.
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Huyendo de normas, leyes, academias y poderes legislativos, me he encontrado perdido en la complicada selva de mí mismo y de mis limitaciones.
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La idea de una futurible escritura me parece cada día más una excusa para fingir que todo este desorden en que se ha convertido mi vida tiene un sentido, una brújula que lo guía y le da sentido, y que me empeño en algo que lleva a algún sitio. La literatura, como criada que te ordena la casa.
[Anagrama]
sábado, enero 08, 2022
Del blog de Juan Francisco Ferré: El año de las plataformas: cine y metacine en 2021
La lista de películas, series y documentales que más nos gustaron a unos cuantos durante el año anterior, en el blog del escritor Juan Francisco Ferré: aquí.
martes, enero 04, 2022
Henri Duchemin y sus sombras, de Emmanuel Bove
Soy un lector tardío de Emmanuel Bove, escritor minucioso y extraordinario de quien disfruté hace poco su novela Mis amigos. El mismo día de esa compra me llevé también este libro de unas 140 páginas que recoge 7 de sus relatos. Historias en las que encontramos a individuos que rozan la indigencia (alguno me recuerda al protagonista de Hambre de Knut Hansum), a maridos celosísimos que empiezan a dudar de si lo que han visto sus propios ojos es cierto o sólo un descuido de la mente, a un hombre que sostiene que él no está loco mientras va relatando algunas de sus locuras (Me gustaría que todo el mundo entendiera inmediatamente lo que me bulle en el cerebro sin necesidad de escribirlo. Sería todo mucho más sencillo, escribe este desdichado), o a un muchacho que regresa a su hogar tras haberse ido un lustro atrás y no sabe si tendrá el valor necesario para reencontrarse con una familia que lleve ese tiempo sin tener noticias suyas.
El sufrimiento, como acertadamente apuntaba Manuel Hidalgo, constituye la experiencia central de sus personajes. Son relatos construidos con una prosa sencilla y a la vez dotada de fuerza y precisión: con apenas unas líneas retrata una calle entera, la atmósfera de un bar lleno de perdedores o las inquietudes mentales de los celosos. De muestra, un fragmento del primer cuento, “El crimen de una noche”, quizá mi favorito del lote:
La lluvia resbalaba por las farolas de hierro pintarrajeado. Las aceras, cubiertas de reflejos, parecían moverse. Los faros de los coches y los taxis apenas alumbraban.
Entró en un café. El toldo se movía con el viento y soltaba bolsones de agua.
El vaho, que flotaba por todas partes, empañaba los vasos, la barra y las bombillas. Algunos clientes habían dibujado en los cristales.
Henri Duchemin pidió un café, un café muy caliente, que se bebió de un trago, sin dejar siquiera que se disolviera el azúcar.
Una mujer, con un abrigo de pieles húmedo aún, se estaba bebiendo un vaso de leche que el carmín de los labios debía de endulzar. Tenía los ojos, muy pintados, abiertos continuamente, como los de una muñeca.
-¡Vaya Nochebuena más triste!
Henri Duchemin sabía de sobra que algunas mujeres hablan con los hombres para pedirles dinero, pero prefería no pensarlo y mantener intacta la esperanza de algún acontecimiento nuevo.
-Pues sí, ¡qué Nochebuena más triste!
Miró la puerta. Le preocupaba que entrase el señor Leleu, su vecino. Se habría sentado ahí, a su lado, y con toda seguridad lo habría suplantado.
-¿No está usted muy aburrido, caballero?
-¡Ay, sí!..., no se ofenda…, si supiera usted qué mal lo paso…, cuánto me gustaría explayarme… Para usted soy un desconocido. Tenga paciencia… Le contaré mi vida… Es bastante triste…
Le alegraba tanto poder hablar de sí mismo que parecía más joven. La certeza de agradar le daba aplomo. Se disponía a continuar cuando su compañera se echó a reír:
-No me sea ridículo. Si se siente desgraciado, lo que tiene que hacer es suicidarse.
Henri Duchemin se puso colorado. Pasó un minuto pensado qué responderle.
Como no se le ocurría nada, se levantó y se fue con el corazón cargado de amargura.
[Hermida Editores. Traducción de Mª Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego]