sábado, noviembre 27, 2021

Mi último suspiro, de Luis Buñuel

 

Una vida sin memoria no sería vida, como una inteligencia sin posibilidad de expresarse no sería inteligencia. Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada.

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Si tuviera que enumerar todas las virtudes del alcohol, no acabaría nunca.

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Desde aquellos tiempos lejanos han ocurrido muchas cosas. En particular durante los últimos años, he comprobado la progresiva y, finalmente, total desaparición de mi instinto sexual, incluso en sueños. Me alegro, pues me parece haberme liberado de un tirano. Si se me apareciera Mefistófeles, para proponerme recobrar eso que se ha dado en llamar virilidad, le contestaría: “No, muchas gracias, no me interesa; pero fortaléceme el hígado y los pulmones, para que pueda seguir bebiendo y fumando”.

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Creo que el cine ejerce cierto poder hipnótico en el espectador. No hay más que mirar a la gente cuando sale a la calle, después de ver una película: callados, cabizbajos, ausentes. El público de teatro, de toros o de deporte, muestra mucha más energía y animación. La hipnosis cinematográfica, ligera e imperceptible, se debe sin duda, en primer lugar, a la oscuridad de la sala, pero también al cambio de planos y de luz y a los movimientos de la cámara, que debilitan el sentido crítico del espectador y ejercen sobre él una especie de fascinación y hasta de violación.

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Cuando pienso en él
[Dalí], pese a todos los recuerdos de nuestra juventud, pese a la admiración que todavía hoy me inspira una parte de su obra, me es imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad.
Hace algunos años, yo declaré en una entrevista que, de todos modos, me gustaría tomar una copa de champán con él antes de morir. Él leyó la entrevista y dijo: “A mí también, pero no bebo”.

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Detesto el pedantismo y la jerga. A veces, he llorado de risa al leer ciertos artículos de los
Cahiers du Cinéma. En México, nombrado presidente honorario del Centro de Capacitación Cinematográfica, escuela superior de cine, soy invitado un día a visitar las instalaciones. Me presentan a cuatro o cinco profesores. Entre ellos, un joven correctamente vestido y que enrojece de timidez. Le pregunto qué enseña. Me responde: “La semiología de la imagen clónica”. Lo hubiera asesinado.

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El disfraz es una experiencia apasionante que recomiendo vivamente, pues permite ver otra vida.

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Me gusta el ruido de la lluvia. Lo recuerdo como uno de los ruidos más bellos del mundo. Ahora lo oigo con un aparato, pero no es el mismo ruido.
La lluvia hace a las grandes naciones.

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No me gustan los poseedores de la verdad, quienesquiera que sean. Me aburren y me dan miedo. Yo soy antifanático (fanáticamente).

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Me gustan las manías. Cultivo algunas, de las que a veces hablo aquí o allá. Las manías pueden ayudar a vivir. Compadezco a los hombres que no las tienen.

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Amo la soledad, a condición de que un amigo venga a hablarme de ella de vez en cuando.

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Solo y viejo, no puedo imaginar sino la catástrofe o el caos. Una u otro me parecen inevitables. Sé muy bien que, para los viejos, el sol era más cálido en la época lejana de su juventud. Sé también que hacia el final de cada milenio es costumbre anunciar el fin. Me parece, no obstante, que el siglo entero conduce a la desgracia. El mal ha ganado la vieja y tremenda lucha. Las fuerzas de destrucción y dislocación han vencido. El espíritu del hombre no ha realizado ningún progreso hacia la claridad. Quizá, incluso, ha retrocedido. Nos rodean la debilidad, el terror y la morbosidad. ¿De dónde surgirán los tesoros de bondad e inteligencia que podrían salvarnos algún día? Incluso el azar me parece importante.


[DeBolsillo. Traducción de Ana María de la Fuente]  

jueves, noviembre 25, 2021

Los cerros de la muerte, de Chris Offutt

 

 

Casi al final de esta nueva novela de Chris Offutt (uno de nuestros favoritos, autor de Mi padre, el pornógrafo, Kentucky seco, Noche cerrada y Lejos del bosque), encontramos un momento que simboliza a la perfección no sólo la figura del protagonista, sino también a todos los personajes de su universo literario. Dice así: Un ruiseñor comenzó a cantar. El último inadaptado, solo podía copiar a los demás y esperar que lo comprendieran. Mick llevaba sintiéndose así toda la vida. Mick es ese personaje central del libro: un inadaptado. Un tipo que sirve en el ejército, en Alemania, en el papel de investigador criminal, y que regresa a su zona (Kentucky, por supuesto) porque su mujer va a tener un bebé. Mick Hardin se topará con un crimen que tiene que resolver su hermana, Linda, sheriff del condado. Y él está dispuesto a ayudarla.

Ya en la reseña de Lejos del bosque mencionábamos el desarraigo que lastra a los personajes de Chris Offutt, que no están conformes ni en casa ni fuera de casa, ni en su tierra ni en tierras extrañas. Son personas desplazadas, y sufren con ese desplazamiento: si emigran, no se adaptan a lo nuevo; pero si regresan a su hogar natal, tampoco son capaces de reincorporarse como antes. Algo así le sucede a Mick, metido en un mundo donde predominan los móviles, los ordenadores, los adelantos tecnológicos que a él no le hacen la vida más favorable porque lo que le gusta es sencillo: el bosque, el orden rural, “la simplicidad del ejército”. Su mente, además, sólo funciona desentrañando crímenes, observando la escena de un asesinato con ojos de detective, incluso aplicando técnicas de interrogatorio a sus familiares (no sólo a conocidos y sospechosos).

En Los cerros de la muerte regresa Tucker (protagonista de Noche cerrada, y aquí un personaje secundario, encargado de descubrir el cadáver que activa la trama), pero el eje gira en torno a Mick y a Linda, quienes juntos tratan de resolver el enigma y encontrar al culpable. Podríamos decir que estamos ante una novela criminal o de misterio o noir o como quieran llamarla, pero en realidad a Offutt no le interesa tanto que nos mordamos las uñas a la espera de que descubran al asesino como de retratar de nuevo la aspereza de Kentucky y el modo en que sus personajes se desenvuelven por allí. Lo que le importa al autor es explorar ese mundo.

En una entrevista con Kiko Amat (puede encontrarse en su web), Chris Offutt decía esto: Algunos autores quieren más y más dulce dinero de Hollywood, pero yo solo quería el dinero suficiente para ocuparme de mi familia. No necesito lujos. Conduzco una furgoneta hecha polvo y las únicas cosas que compro son herramientas [ríe]. Quizás por eso Hollywood no me atrapó. Es muy fácil verte atrapado en ese mundo, si te fascina ese rollo de tener un Jaguar o una choza en las colinas de Hollywood. Pero yo solo necesito remplazar mi vieja sierra mecánica, y comprarme otro par de botas [ríe]. Esas son mis necesidades básicas. Estas palabras, que podrían aplicarse a algunos de sus personajes, a mí me reconfortan: nos demuestran que Offutt es otra clase de escritor, alguien a quien no ciegan las luces del éxito.
 


[Sajalín Editores. Traducción de Javier Lucini]

Helor en el final del día

HELOR EN EL FINAL DEL DÍA.
Los árboles quietos. El silencio
profundo. También me hundo.
Me hundo en el silencio,
me hundo en el mundo.
En el mundo detenido y
roto, enfermo. Pero sean también
una oración la soledad, el dolor,
este helor último con que se
despide el día, es decir
la noche, la helada noche.
Y este helor se vuelva también
agua que salva, poesía.


Santiago Montobbio, De infinito amor (Cuaderno del encierro)

martes, noviembre 23, 2021

Nosotros, de David Nicholls

 

 

Existe la creencia general de que, hasta cierto punto, los hombres se vuelven más atractivos con la edad. Si es así, yo estoy iniciando el descenso de esta parábola. […] Pero es innegable: soy un hombre de mediana edad. He de sentarme para ponerme los calcetines, hago ruido cuando me pongo en pie y he desarrollado una inquietante consciencia de mi glándula prostática, esa nuez agazapada entre las nalgas. Siempre había creído que envejecer era un proceso lento y gradual, como el desplazamiento de un glaciar. Ahora me doy cuenta de que pasa de golpe, como la nieve al caer de un tejado.

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Sé que las parejas tienden a embellecer el folclore de su primer encuentro con todo tipo de detalles y significados ocultos. Moldeamos los primeros encuentros y los imbuimos de sentimientos hasta convertirlos en mitos para convencernos a nosotros mismos y a nuestra descendencia de que se trataba de algo predestinado; y, con esto en la mente, quizá es mejor hacer una pausa y regresar al punto de partida, en concreto a la noche en la que esa misma mujer inteligente, divertida y atractiva me despertó para decirme que había llegado a la conclusión de que, si no estuviera a mi lado, quizá sería más feliz, y su futuro, más completo y rico, que se sentiría más “viva”.

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Los viajes conllevan cierta suciedad. Uno comienza duchado y fresco, con ropa limpia y cómoda, animado y con la esperanza de que ese viaje sea como los de las películas: el resplandor de los rayos del sol en las ventanas, la cabeza descansando en el hombro de tu pareja, y risas con una suave banda sonora de jazz. Sin embargo, la cochambre se aposenta antes incluso de que uno pase por seguridad: suciedad en el cuello y en los puños, aliento a café, sudor en la espalda, equipaje demasiado pesado, distancias excesivas, mezcla de monedas en el bolsillo, conversaciones forzadas y abruptas, cero tranquilidad, cero paz.

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Con los años, he leído muchos muchos libros sobre el futuro; mis libros “estamos todos condenados”, como los llama Connie.
[…]
En todos los libros que he leído, la clase media está condenada. Hoy en día, la globalización y la tecnología ya han arrasado con un montón de profesiones anteriormente seguras, y la tecnología de impresión 3D pronto se llevará por delante las últimas industrias manufactureras. Internet no reemplazará esos trabajos ¿y qué lugar habrá para la clase media si doce personas pueden llevar una empresa? No soy ningún agitador comunista, pero hasta el más fiero defensor del mercado libre estará de acuerdo en que las fuerzas de mercado capitalistas, en vez de propagar riqueza y seguridad, han magnificado de forma grotesca la brecha entre ricos y pobres, empujando a una mano de obra global a realizar trabajos peligrosos, no regulados, inseguros y mal remunerados, mientras recompensa únicamente a una pequeña élite de empresarios y tecnócratas. Las profesiones llamadas “seguras” cada vez parecen serlo menos: primero desaparecieron los mineros y los obreros de los astilleros y las siderurgias, pronto le tocará el turno a los empleados de banco, a los bibliotecarios, a los profesores, a los tenderos o a los cajeros de los supermercados. Los científicos podrán sobrevivir si se dedican a la ciencia adecuada, pero ¿adónde irán a parar todos los taxistas cuando los taxis se conduzcan solos? ¿Cómo alimentarán a sus hijos o calentarán sus casas, y qué ocurrirá cuando la frustración se convierta en ira? Añadamos a eso el terrorismo, el problema aparentemente irresoluble del fundamentalismo religioso, el auge de la extrema derecha, los jóvenes con empleos precarios y los ancianos con pensiones irrisorias, un sistema bancario frágil y corrupto, la incapacidad de los sistemas de salud para atender a la gran cantidad de enfermos y viejos, las repercusiones medioambientales de unas explotaciones agrarias sin precedentes, la batalla por los recursos finitos de comida, agua, gas y petróleo, el cambio de curso de la corriente del Golfo, la destrucción de la biosfera y la probabilidad estadística de una pandemia global… Lo cierto es que no hay ninguna razón para que nadie pueda seguir durmiendo bien.


[Planeta. Traducción de Aleix Montoto]

sábado, noviembre 20, 2021

A bote pronto, de Camilo José Cela

 

[…] ¿es compatible la sumisión, la obediencia, la mansedumbre, con el ejercicio de la literatura? El amansamiento de los escritores quizá pudiera coincidir con el sepulcro de la literatura.

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El éxito de la juventud estriba en su saludable filosofía de querer vivir y no conformarse con sobrevivir; después cuando el paso del tiempo la amansa y el consumismo la aplaca con su anegador y traidor excipiente, la juventud, que empieza ya a dejar de serlo, se compra un pisito en una amarga e impersonal ciudad dormitorio, se deja anestesiar por la política y sonríe a quien le da de comer o de votar: es el principio del fin, el mismo instante en que el conformismo aconseja sobrevivir aun a cambio de no vivir.

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La literatura se ha escrito siempre en la calle y por lo demás, los escritores no hacemos más cosa que ir apuntando en un papel lo que vemos, lo que oímos, lo que olemos, lo que tocamos, etc.; también lo que recordamos, adivinamos o inventamos.

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Lo que los viejos quieren, lo que los viejos queremos, es que se nos deje llevar la soledad y la vejez con dignidad y sin filialismos que son aún peores y más incómodos que los paternalismos. ¿Por qué se ha fomentado por el falaz Estado benefactor la evidencia de que los viejos se tengan que morir aparcados en una residencia o solos y olvidados en un piso en el que la muerte sólo es detectada por el nauseabundo olor a cadaverina?

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Mi más cordial y respetuosa enhorabuena a todos porque, cuando a un señor mayor todavía se le lee, es señal de que no todo está perdido.

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Los escritores, pese a los esfuerzos de no pocos y los desvelos de algunos, no solemos ser demasiado solidarios, se conoce que no va con nosotros el corporativismo ni el espíritu de cuerpo, y por eso, para luchar contra eso, me apresuro a dejar constancia del feliz evento.



[Seix Barral]

miércoles, noviembre 17, 2021

Misterio y maneras, de Flannery O’Connor

 

 

El escritor puede elegir sobre qué quiere escribir, pero no lo que puede hacer vivir.

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El novelista no debe caracterizarse por su función, sino por su visión, y debemos recordar que esta visión ha de transmitirse, y que las limitaciones y puntos ciegos de su público afectarán, sin la menor duda, a su forma de poder mostrar lo que ve. Esto también acentúa la tendencia de la literatura a lo grotesco en nuestros días.
Los escritores que hablan en nombre de su época y conforme a ella pueden hablar con muchísima más facilidad y gracia que los que hablan contra las actitudes dominantes. Una vez recibí una carta de una anciana de California en la que me comunicaba que cuando el cansado lector llega por la noche a su casa, desea leer algo que le alegre el corazón. Y parece que ninguna de mis obras le había alegrado el corazón. Creo que si hubiese tenido el corazón en su sitio se le habría alegrado.  

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Sé de sobra que de entre quienes parecen tener interés en escribir, hay muy pocos a los que les interesa hacerlo bien. Les interesa publicar algo, y si es posible, forrarse en dos días. Les interesa ser escritores, no escribir. Les interesa ver sus nombres en letra impresa, no importa dónde. Y según parece, creen que eso se puede lograr aprendiendo ciertas cosas sobre los hábitos de trabajo, el mercado y los temas aceptables hoy.

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Creo que es verdad que en nuestros días resulta más lucrativo escribir obras lamentables que escribir bien. Hay algunos casos en los que bastaría aprender a escribir lo suficientemente mal para poder ganar un montón de dinero.

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La cuestión es que los materiales del escritor son los más humildes. La literatura trata de todo lo humano y nosotros estamos hechos de polvo, y si despreciáis mancharos de polvo, entonces no deberíais intentar escribir. No es un trabajo lo bastante grande para vosotros.
Pues bien, cuando el escritor finalmente se mete esta idea en la cabeza y la incorpora a sus hábitos, empieza a darse cuenta de lo duro que es escribir una obra literaria.

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Algunos tienen la idea de que se lee la historia, y luego se sale de ella para entrar en el significado. Pero, para el escritor, la historia en su conjunto es el significado, porque es una experiencia, no una abstracción.

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En realidad, la obra de arte existe al margen del autor desde el momento en que las palabras pasan al papel, y cuanto más completa sea la obra, menos importa quién la escribió y por qué. Si se estudia literatura, se tienen que buscar las intenciones del escritor en la obra, no en su vida.

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El cometido de todo escritor es empujar su talento hasta sus límites más extremos, pero entendiendo por esto los límites más extremos propios del talento que posee.

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Actualmente hay una notable tendencia a querer que todo el mundo escriba exactamente como todos los demás, que todos vean y muestren las mismas cosas de la misma forma al mismo público indiferenciado. Pero el escritor, si quiere hacer el mejor uso posible del talento que le ha sido dado, debe escribir a su propio nivel intelectual. Cualquier otra cosa no sería sino enterrar su talento. Esto no quiere decir que, dentro de sus limitaciones, no deba intentar llegar al mayor número posible de lectores, sino que no debe rebajar sus criterios para lograrlo.

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Cuesta mucho hacer entender a la gente que no se dedica a escribir que tener talento para la escritura no significa tener talento para escribir cualquier cosa.



[Ediciones Encuentro. Traducción de Esther Navío]

lunes, noviembre 15, 2021

La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich

 

 

Los relatos de las mujeres son diferentes y hablan de otras cosas. La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana. En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles. Todos los que habitan este planeta junto a nosotros. Y sufren en silencio, lo cual es aún más terrible.

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Recordar es, sobre todo, un acto creativo. Al relatar, la gente crea, redacta, su vida. A veces añaden algunas líneas o reescriben. Entonces tengo que estar alerta. En guardia. Y al mismo tiempo, el dolor derrite cualquier nota de falsedad, la aniquila. ¡La temperatura es demasiado alta! He comprobado que la gente sencilla (las enfermeras, cocineras, lavanderas…) son las que se comportan con más sinceridad. Ellas –¿cómo explicarlo bien?– extraen las palabras de su interior en vez de usar las de los rotativos o las de los libros, toman sus propias palabras en vez de coger prestadas las ajenas. Y solo a partir de sus propios sufrimientos y vivencias. Los sentimientos y el lenguaje de las personas cultas, por muy extraño que parezca, a menudo son más vulnerables frente al moldeo del tiempo. Obedecen a una codificación genética. Están infectados por el conocimiento indirecto. De los mitos.


[Debate. Traducción de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González]

martes, noviembre 09, 2021

lunes, noviembre 08, 2021

El discurso vacío, de Mario Levrero

 

 

Hay un gran reloj oculto que marca el mismo tiempo para todos los días, todos los meses, todos los años; un reloj que marca el ritmo de la sangre en las venas, de las palpitaciones del corazón, de los deseos prohibidos, y a veces –si el reloj lo dispone– permitidos con cuentagotas. La Vida, con su propia lógica, sus propios anhelos y necesidades, transcurre en alguna parte, pero no aquí. Aquí transcurre la improductiva soledad del preso, el frío interior que el verano no disipará. El tiempo no corre junto a nosotros ni nosotros sabemos jugar con el tiempo; el tiempo es sólo un asesino, lento pero seguro, que nos mira con un dejo de burla por debajo de su guadaña, y nos permite ir disfrutando en cómodas cuotas del frío que nos está esperando en la tumba que lleva nuestro nombre.

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Todo lo que tengo que hacer es indefinidamente postergable; lo que no puedo postergar un instante más es tratarme bien a mí mismo.

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Me pregunto cuánto tiempo más seguiré tolerando esta forma de “vida”, en la cual se ven desplazadas, postergadas indefinidamente, olvidadas –cuando no maltratadas– las cuestiones esenciales, profundas, verdaderas, auténticas –las razones por las cuales hemos sido creados. Me pregunto cuánto tiempo más seguiré esperando y desesperando. No estoy en una edad en que pueda permitirme el lujo de esperar demasiado –y hace ya demasiado tiempo que no me encuentro conmigo. Felices Fiestas.

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Así que estoy sin trabajo. No sé por qué es lo que más me perturba, si el hecho en sí de no tener trabajo, o la mirada de la gente que me rodea, la que de un modo u otro, por gestos, por comentarios, me hacen sentir que estoy en falta, que he pasado a ser
sospechoso.

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Cuando uno sabe que ha de abandonar un lugar para no volver, es imposible seguir viviendo en él cómodamente; por así decirlo, uno ya no está allí donde está, sino que vive proyectándose, cada vez con mayor fuerza, hacia el nuevo lugar donde va a vivir. Si miro mis libros es para pensar que debo hacer con ellos prolijos paquetes; y así pasa con todas las cosas. Si algo se pierde o se rompe, ya no se repone. Si un mueble está en un lugar inapropiado, ya no se cambia de lugar. Vivimos aquí provisoriamente, como en un hotel de paso, especulando todo el tiempo con los días y las horas que faltan para trasladarnos.


[DeBolsillo]