miércoles, julio 21, 2021

Helada, de Thomas Bernhard

 

 

Yo he observado al pintor Strauch, lo he espiado, le he mentido, porque esta misión lo exigía, y lo he vuelto loco con mis preguntas, mucho más loco aún, le he herido con mi silencio, en esa nuca que tanto teme. Lo importuné con mi juventud. Con mis planes. Con mis miedos. Con mis incapacidades. Con mis cambios de humor. Hablo sobre la muerte, sin saber qué es la muerte, qué es la vida, qué es todo eso… todo lo que hago, lo hago sin saber, sí, y le impongo aún mi propia destrucción a la suya. ¿Destrucción? En fin de cuentas, hoy he intentado por añadidura describir las más diversas posibilidades de morir, y con ello le ensombrecí por completo. “El suicidio es mi naturaleza, tiene usted que saber”, dijo. Golpea con el bastón en el aire, como un monstruo que no lo es ya, golpea en el aire, en el que no hay ya ningún cielo, ni siquiera infierno ya. El aire que golpea es sólo aire y nada más y, como comprendo, ni siquiera uno de los elementos.


[Alianza Editorial. Traducción de Miguel Sáenz]

lunes, julio 19, 2021

El sofá de Claire, de Xoel Prado-Antúnez

 

 

Nos encontrábamos en la sala donde se unían fotogramas de un rollo de película de una obra maestra del cine de autor, al mismo fotograma de la misma película maestra de cine de autor, pero en otro rollo, en el siguiente. El cine no fue sino un oleaje de rollos que nos inundaban de placer al recorrerlos como quien surfea sobre olas de espuma argenta. Olas de celuloide para retornar a la arena de la playa de nuestro convencimiento, masturbados de placer en Sharon Tate. Olía a una mezcolanza entre hierbabuena, pegamento glasé y aluminio de baja estofa.

**

Nadie podrá evitarlo. No hay movimiento. No hay avidez de pensar, no hay voracidad de palabras, aún alimenten. No hay apetito verdadero por vivir. No quiero vivir más. Me cansé. Ya está, de una vez lo expuse, la única verdad que me acrecienta el alma. Pensáis en alargar la vida: la vida tiene su tempo en cada persona, en cada cual, y más allá de ese tempo la propia vida se torna insoportable. Realmente insoportable. ¡Viva la muerte!, expelo como un legionario de colorieres. Como el diablo, que aún usa mocasines de coloriesen.
-Parezco un deudor de los mutilados, un creador de los mismos. ¡Soy el millar de astracán, embarrado en sangre, revolcado en fangos sanguinolentos!



[Editorial Adarve]

martes, julio 13, 2021

Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino

 


Como fanático del cine de Quentin Tarantino he disfrutado mucho con esta novela, que no es una “novelización” al uso como las que se pusieron de moda en los 80 (aunque me considero defensor de ese extraño género porque de chaval compré un montón de “novelizaciones” y aún las conservo). Es decir, no se trata de un mero volcado del guión, sino que el libro mantiene su propio ritmo y una estructura mucho más literaria que cinematográfica.

Como es habitual en sus obras, hay giros inesperados. Esta vez no por el argumento o las sorpresas que no imaginábamos, y que ya conocemos de la extraordinaria película homónima, sino porque en líneas generales Tarantino, en su faceta de escritor, no nos cuenta lo que ya hemos visto en el filme, sino sobre todo lo que no hemos visto, y esto le ayuda a extenderse sobre las motivaciones de los personajes. Es decir, como si el libro fuera un compendio de escenas eliminadas, también de secuencias ampliadas y de esos flashbacks que apenas se desarrollaban en la pantalla. No esperéis encontraros con el clímax violento y salvaje del cine (más o menos hacia la mitad del libro se alude a ese final en estilo indirecto, a lo que ocurrirá dentro de un tiempo, pero nada más), ni con el puñetazo brutal que Cliff Booth (Brad Pitt) le sacude en los morros a un hippie seguidor de Charles Manson, ni con la escena que rueda Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) en el episodio piloto de Lancer.

Tarantino, aunque también alude a las cosas que hemos visto (la conversación inicial de Dalton con el agente de la William Morris, la visita de Manson a la casa de Sharon Tate y Roman Polanski, la preparación de la cena de Booth y su perra…), nos cuenta por ejemplo el pasado de Cliff en la guerra, cómo murió su mujer y los pasos que fue dando para librarse de la cárcel. Nos cuenta su encuentro, años después, en España, con un alcoholizado Aldo Ray, mientras ambos ruedan películas, uno como actor y el otro como doble de Dalton. Nos cuenta las conversaciones completas de Rick Dalton con el actor principal y la actriz infantil de la serie. Nos cuenta el argumento de esos episodios de la serie ambientada en el Oeste. Nos cuenta la razón por la que el doble logra derribar a Bruce Lee. Etcétera.

Y lo cuenta mediante ese saber enciclopédico que nos fascina y nos asombra incluso a quienes creemos conocerlo todo (o casi todo) del cine: Tarantino siempre sabrá más porque se lo ha visto todo y lo ha memorizado y ha leído sobre ello. Así, nombres de actores olvidados que a uno ni le suenan; series que quizá en España no vimos o pasaron desapercibidas; anécdotas de rodaje y cotilleos y sucesos que afectaron a cineastas, actrices y otras estrellas, amén de algunas películas inventadas y de actores ficticios. La novela es una Enciclopedia del Cine, y entenderíamos que tal vez no gustara a quienes nunca han oído hablar de Henry Hathaway, Punto límite: cero, Ralph Meeker, Toshiro Mifune, Jules y Jim, Sergio Corbucci, Kim Darby o El avispón verde. Para quienes sí estamos más o menos familiarizados con estos nombres y títulos, o tenemos la intención de seguir aprendiendo y descubriendo, el libro es un auténtico festival de referencias, de diálogos con sorna y de personajes bien construidos. Aunque a mí me hubiera gustado que aligerase la trama del episodio ficticio de Lancer, en cuyas descripciones se las arregla para homenajear a los folletines del western de kiosco.  

En resumen, la novela es un complemento perfecto de la película. Y su escritura recuerda a la de muchos autores norteamericanos de novela negra publicados en Sajalín: por eso mismo en esta editorial hubiera encajado perfectamente. Esto quiere decir que es muy posible que Quentin Tarantino también haya leído a Edward Bunker, Newton Thornburg y Charles Willeford, entre otros.  



[Reservoir Books. Traducción de Javier Calvo]

lunes, julio 12, 2021

En la pérfida tierra de Dios, de Omar Di Monopoli

 

 

En Malas Tierras continúan publicando “pelotazos”. En la pérfida tierra de Dios es una novela que uno de sus editores españoles (Guillermo Pérez, que debuta en la traducción) encontró casi por casualidad, buscando en una librería de Feltrinelli en Lecce (en la región italiana de Apulia) alguna lectura que le atrajera mientras esperaba para emprender el viaje de regreso.

La escritura de Monopoli a mí me ha recordado un poco a la del compadre Montero Glez en sus primeros libros: tanto en el fondo (atmósferas en las que no falta el lumpen, personajes en el filo de la navaja) como en la forma (una prosa con un estilo que tiende hacia lo barroco y con exploraciones en torno al lenguaje). Y también me ha recordado a la banda de gitanos que encabezaba Brad Pitt en Snatch, aquella potente película de Guy Ritchie. Si añaden a eso el aire italiano y los gángsters de los bajos fondos tendrán una idea aproximada del libro.

El arranque es propio de muchas ficciones: un hombre vuelve a su territorio tras comerse un tiempo de cárcel. Ese regreso a su pasado incluye a una mujer muerta, a sus hijos abandonados y a las cuentas pendientes con las que tendrá que ir lidiando a lo largo del libro. La estructura alterna lo que ocurre en el presente, al regreso de ese hombre (los capítulos titulados DESPUÉS), y los hechos del pasado que nos sirven para entender los problemas actuales de los personajes (los capítulos titulados ANTES). No quiero contar más para no destriparos el argumento.

Aquí van dos fragmentos de esta historia donde no faltan la violencia y las traiciones; el primer párrafo corresponde al inicio del libro:

La huella de la enfermedad no quería abandonar la habitación en la que el viejo don Nuzzo había estirado la pata tres días antes y obstinada había arraigado incluso en la sala vibrante de moscas enloquecidas por el calor, cuando la pick-up color café con leche, una Volkswagen descascarada y estentórea que parecía lista para el chatarrero, apareció al otro lado del límite de la verja y se abrió camino lentamente por el sendero soltando negros bufidos de gas de escape y removiendo placas de barro cuajado.
Gimmo, en pie bajo la veranda, no reconoció en ese momento a su padre al volante. Tampoco pudo hacerlo Michele, acomodado sobre una hamaca unos metros más allá, pues era poco más que un lactante la noche en que las sirenas vinieron a llevarse al hombre.

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Tenía ya una familia a la que mantener la mañana en la que el Señor fue a encontrarlo.
Él y su mujer, Marianna, una mulata con cara de yegua pescada en quién sabe qué lupanar de Salento, vivían como refugiados junto con su hija en una destartalada vivienda popular a las afueras de Taranto. Se habían trasladado desde la parte más oriental de la provincia, empujados por el hambre, poco menos de un año antes, persiguiendo la ilusión de un puesto en la coquería de los tejemanejes de un falso inscrito en el sindicato –un hijo de puta con el que don Nuzzo había estado en tratos y que después de haberse embolsado una importante regalía había desaparecido– pronto habían arruinado.

 


[Malas Tierras. Traducción de Guillermo Pérez]

El canto de la nieve silenciosa, de Hubert Selby, Jr.

 

 

Quizá muy pronto podría dejar esas pastillas. Quizá muy pronto podría simplemente levantarse y bajar y desayunar con su familia. Quizá muy pronto iría a la oficina como solía hacer. Quizá muy pronto podría rodear a su mujer con los brazos y decir simplemente te amo, sin miedo no culpa ni preocupación por lo que habría de decir después. El gran problema era simplemente que no podía encontrar nada positivo o sano en lo que centrar su mente.
[…]
Se volvió y emprendió el regreso lentamente.
Volvía sobre sus pasos, las únicas huellas en la nieve. Parecían pequeñas, y, aunque no había otras, no parecían indicar soledad. Sonrió ante la idea de unas huellas solitarias, como si las huellas pudieran tener vida propia, o como si pudieran reflejar la vida de quien las había dejado. Quizá…, ¿quién sabe? Pero no importaba. Caminaba sobre sus propias huellas, simplemente caminaba, dejando otro juego de huellas en dirección contraria. Así que siguió andando, haciéndose compañía. Notó movimiento con el rabillo del ojo y vio a dos perros que salían de entre los árboles, con nueve colgando del largo pelaje y caminando silenciosamente entre la nieve. Le miraron brevemente y siguieron su camino mientras husmeaban alternativamente la nieve, los árboles, el aire, pero siempre caminando lenta y silenciosamente. Harry no se detuvo ni aminoró el paso, y los perros desaparecieron enseguida entre los árboles y los arbustos.


[Del relato “El canto de la nieve silenciosa”]



[Hermida Editores. Traducción de José Luis Piquero]

jueves, julio 01, 2021

La dedicatoria. Un relato, de Botho Strauss

 

 

Me avergüenzo de contarlo. Me avergüenzo de mi letra. Me muestra en toda mi desnudez espiritual. En la escritura estoy más desnudo que si estuviera desvestido. Sin huesos, sin aliento, sin ropa, sin tono alguno. Ni voz ni reflejo. Totalmente vacío. A cambio, toda la realidad de un ser humano, encogido y deformado, en sus garabatos. Sus líneas son su resta y su multiplicación. La desigualdad entre el trazo de la mina y el papel limpio, mínima y apenas registrable en las yemas de los dedos de un ciego, constituye la última proporción que abarca, una última vez, a todo el hombre.

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La interrupción y posposición de su escritura le angustiaba y por primera vez notó lo normales e imprescindibles que le resultaban sus expresiones literarias de todos los días. Cuanto más indeciso era el efecto de estas sobre él, más necesitaba escribir. Ya no podía enjuiciar si su anotar intensificado le hería más de lo que ya estaba, o si por el contrario le curaba cada vez con más eficacia. La escritura exige más escritura, de eso estaba seguro. La piel crece, pero él sentía su crecimiento igual que si le estuvieran sacando esa piel por encima de las orejas.


[Las migas también son pan. Traducción de Genoveva Dieterich]