martes, marzo 30, 2021

Próximamente: Las setas y otros relatos de la era pulp

 

 

De Vicente Muñoz Álvarez. En Versátiles Editorial.

viernes, marzo 26, 2021

Una simple carta de amor, de Yann Moix

 

 

Aquí va uno de los libros más notables de la temporada. Publica Underwood, una editorial independiente que siempre apuesta por el riesgo y la calidad (Leonard Gardner, Gilbert Sorrentino, Tom Robbins, Rudolph Wurlitzer, Jean-Pierre Martinet, Antonio Valdecantos), y que, junta a otra de nuestras editoriales favoritas, Malas Tierras, ya ha coeditado dos pelotazos: los de Ann Quin y Ronald Sukenick.

Yann Moix, al que por aquí no conocíamos, al margen de sus frecuentes polémicas en Francia es un escritor mordaz, con un estilo muy trabajado, y una prosa en la que abundan las metáforas, las analogías, los juegos de palabras… Una simple carta de amor a mí me recuerda, no en el fondo pero sí en la forma, a esa maravilla titulada Mortal y rosa (de Francisco Umbral, por si queda alguien que no lo sepa): una misiva dirigida a alguien, en este caso una mujer, después de la ruptura final, en la que se conjugan el azote y la caricia, la sumisión y el castigo, el llanto y la furia… En unas 100 páginas de lenguaje asombroso, caben todos los tiempos y las etapas propias de una pareja: el encuentro, la seducción, el sexo, la monotonía, los celos, las broncas, las discordias temporales que nos hacen creer que vemos a esa mujer en cada esquina y en toda mujer de espaldas. Moix muestra el dolor y la desazón propios de cada historia de amor y de desamor: su asfixia, su felicidad pasajera y su calvario a ratos. Pero también se crucifica y la crucifica a ella. Dan ganas de subrayar el libro entero. Imagino que la traducción habrá sido un reto repleto de malabarismos (de la tarea se encarga, y muy bien, Sara Hernández Pozuelo). Unas muestras:  

Yo no creo en el amor póstumo, en esa gente que se sigue queriendo en el cielo; donde se sufren los tormentos es aquí. El amor póstumo se lega en la carne del hijo engendrado, ese que lleva los genes en otro tiempo enamorados, los gametos antaño enredados en un poco de sudor, de sol, de semen, de morado. El portador de las desilusiones y los suplicios de nuestro viacrucis, de nuestro rumor caduco, es él, el hijo; y su aparición conlleva, reclama, nuestra desaparición.

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Lo que nos corroe no es el infortunio, sino la felicidad, que nunca termina de llegar. Tememos que la felicidad se acabe cuando aún no ha comenzado. Lo que tortura no es la tortura, sino la inminencia perpetua y decepcionante de su interrupción.

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La promesa de estar con alguien siempre me ha hecho más feliz que su presencia real.

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La persona que rompe también es infeliz, y aún más doloroso su duelo, porque carga con la responsabilidad. Es un asesino que acude a las exequias de su víctima.

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Las personas a las que volvemos a ver mucho tiempo después de haberlas amado jamás coinciden con la imagen que su ausencia ha acabado imprimiendo en nuestra imaginación.

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Los años son una hiedra que trepa por las vísceras y apaga la mirada como se apaga una lámpara. Enseguida llegan los gusanos a hacernos cosquillas: nos adentramos en el tiempo. No el tiempo de las cerezas, no el tiempo de un vals, no el tiempo infinito que se nos concede en la adolescencia, sino ese que se encoge, el tiempo tacaño de las lindes de la muerte, el tiempo que no tiene tiempo, el tiempo que mira el reloj. El tiempo que gesticula.

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Los amantes tienen un orgullo natural por el cual creen erróneamente que se los olvidará menos que a los otros.

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Así como un amor que se acaba nos encierra en el pasado hasta colmarnos de melancolía, un amor que comienza nos proyecta hacia el futuro hasta colmarnos de esperanza. Salimos de algo que ya no existe y tal vez nunca haya existido para entrar en algo que aún no existe y tal vez no vaya a existir jamás.

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Soy incapaz de amar; el desconcierto de dar, de ofrecer, me paraliza. Estoy impedido. No puedo “avanzar”; el mañana es una masa gris de hormigón, nada más. Nadie que se me acerque podrá afirmar que el porvenir es una tierra virgen, rica y luminosa; sino más bien una aberración lívida, un campo devastado donde dormir para siempre. El presente es un perro que muerde; el futuro, un perro muerto.



[Underwood Editorial. Traducción de Sara Hernández Pozuelo]

miércoles, marzo 24, 2021

lunes, marzo 22, 2021

Lejos del bosque, de Chris Offutt

 

 

Chris Offutt ha pasado de ser un desconocido en España a conseguir el estatus de figura de culto: uno de esos autores no demasiado célebres cuyas obras leeremos sus seguidores sin importarnos el género o la temática. Primero conocimos los relatos de Kentucky seco (en Sajalín Editores); luego, esas extrañas y sorprendentes memorias tituladas Mi padre, el pornógrafo (en Malas Tierras); seguirían la novela Noche cerrada y, ahora, los cuentos de Lejos del bosque (ambas obras en Sajalín). No se detiene ahí la cosa, pues este año las mismas editoriales repetirán con otros dos libros de Offutt. En los títulos publicados por Sajalín, traduce Javier Lucini; en los de Malas Tierras, Ce Santiago. Para mí es una garantía en ambos casos.

¿Qué es lo que tiene Chris Offutt para que nos fascine tanto? Me atrevería a decir que es el autor que mejor ha sabido tomar el relevo de grandes escritores minimalistas como Tobias Wolff, Richard Ford o Raymond Carver. Alguien que, con apenas un par de personajes a la deriva, con diálogos precisos y una prosa desnuda, sabe construir todo un imaginario alrededor de esos personajes para hablarnos de soledad, alcoholismo, desarraigo, violencia en los genes y desempleo, circunstancias que, las más de las veces, conducen a sus protagonistas a tomar decisiones erróneas.

Lejos del bosque contiene 8 impactantes, dolorosos y desesperanzadores relatos sobre gente que sufre el desarraigo, sobre personas que arrastran como un peso muerto la extrañeza y el frío del desplazamiento. Son tipos que han huido de su zona, tal vez tratando de no ahogarse y de conseguir mejores oportunidades, pero el precio que pagarán es alto: fuera de su entorno, es como si estuvieran desprotegidos. Personajes que no están a gusto ni en su casa ni fuera de ella, como dice uno de ellos en el relato titulado “Gente recia”: En cuanto llego a alguna parte ya estoy deseando marcharme; es la historia de una pareja que se queda sin dinero y decide participar en el Torneo de Fortachones de Montana para costearse el viaje para escapar del pueblo en el que han quedado varados. O ese otro de “Melungeons”, cuando afirma: Poco importa de dónde vengamos. Lo que importa es quiénes somos en este momento.

En “Todo inundado”, un tipo conduce su camión cuando oye por radio que un dique ha reventado; para que no le alcance la inundación, deja el remolque en el arcén y se larga a toda prisa. Luego, en un garito, conocerá a una mujer ebria que guarda relación con esa catástrofe. Cuando la mujer le dice que tiene que ser bonito viajar a menudo, él responde: Cuando te largas de un sitio te quedas un poco hecho polvo, como con ganas de volver y de instalarte. No echo raíces en ningún sitio, prácticamente vivo en el camión. Tampoco quienes han salido de la cárcel se encuentran ya en su entorno natural (el entorno al que se han habituado), como si habitaran territorio hostil fuera de los barrotes: es el caso de los dos tipos que trasladan las tumbas de un cementerio en el relato “Moscow, Idaho”.

En “Prácticas de tiro” hay un padre y un hijo con enormes diferencias. Pero los dos están solos. El padre es viudo y apenas sale de casa. Al hijo lo abandonó su mujer. Los dos viven “en la misma montaña, en crestas opuestas”. Ray, el hijo, tampoco está conforme con sus elecciones: Era su tierra, su hierba y su casa. El sueño de todos los habitantes de Kentucky que habían ido a buscarse la vida a Detroit era volver a casa para quedarse. Y ahora que estaba de vuelta, se había dado cuenta de que la gente de casa solo quería que la dejaran en paz.

Chris Offutt consigue que nos encariñemos con sus personajes. Nos hace partícipes de su derrota y de su desarraigo. Y ya la cita inicial (de Flannery O’Connor y su estupenda novela Sangre sabia) nos anuncia lo que les ocurre a sus criaturas: El lugar de donde venís ya no está; el lugar al cual creíais que ibais no existió jamás, y el lugar donde estáis no sirve de nada a menos que podáis alejaros de él.



[Sajalín Editores. Traducción de Javier Lucini] 

Próximamente: Buffalo Soldiers

 

 

De Robert O'Connor. En Sajalín Editores.

martes, marzo 16, 2021

Próximamente: Norteamericanas ilustres

 

 

De Ben Marcus. En Malas Tierras.

El entenado, de Juan José Saer

 

 

La orfandad me empujó a los puertos. El olor del mar y del cáñamo humedecido, las velas lentas y rígidas que se alejan y se aproximan, las conversaciones de viejos marineros, perfume múltiple de especias y amontonamiento de mercaderías, prostitutas, alcohol y capitanes, sonido y movimiento: todo eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y me ayudó a crecer, ocupando el lugar, hasta donde llega mi memoria, de un padre y una madre. Mandadero de putas y marinos, changador, durmiendo de tanto en tanto en casa de unos parientes pero la mayor parte del tiempo sobre las bolsas en los depósitos, fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta que un día una de las putas pagó mis servicios con un acoplamiento gratuito –el primero, en mi caso– y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un trago de alcohol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre.

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Diez años están hechos de muchos días, horas y minutos. De muchas muertes y nacimientos también. Lo que cuando toqué la playa en el primer anochecer me era extraño, con el tiempo continuo que nos modela y nos cambia, fue haciéndose familiar. Si para cualquier hombre el propio pasado es incierto y difícil de situar en un punto preciso del tiempo y del espacio, para mí, que vengo de la nada, su realidad es mucho más problemática. Ninguna vida humana es más larga que los últimos segundos de lucidez que preceden a la muerte. Veinte, treinta, sesenta, diez mil años de pasado tienen la misma extensión y la misma realidad. Del incendio más colosal no queda más verdad que la ceniza. Pero hay también, en toda vida, un período decisivo, que sin duda también es pura ilusión, pero que sin embargo nos moldea, definitivo. Es una ilusión un poco más espesa que el resto, que se nos prodiga para que, cuando la proferimos, podamos de un modo y otro representarnos la palabra vida.

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Pero, para los marineros, todos los indios eran iguales y no podían, como yo, diferenciar las tribus, los lugares, los nombres. Ellos ignoraban que en pocas leguas a la redonda, muchas tribus diferentes habitaban, yuxtapuestas, y que cada una de ellas era no un simple grupo humano o la prolongación numérica de un grupo vecino, sino un mundo autónomo con leyes propias, internas, y que cada una de las tribus, con su propio lenguaje, con sus costumbres, con sus creencias, vivía en una dimensión impenetrable para los extranjeros. No únicamente los hombres eran diferentes, sino también el espacio, el tiempo, el agua, las plantas, el sol, la luna, las estrellas. Cada tribu vivía en un universo singular, infinito y único, que ni siquiera se rozaba con el de las tribus vecinas.

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La mera presencia de las cosas no garantizaba su existencia. Un árbol, por ejemplo, no siempre se bastaba a sí mismo para probar su existencia. Siempre le estaba faltando un poco de realidad. Estaba presente como por milagro, una especie de tolerancia despectiva que los indios se dignaban acordarle. Se la concedían a cambio de cierto provecho utilitario: fruto, leña, sombra. Pero, en su fuero interno, sabían que la verdad efectiva de ese intercambio era bastante problemática. El árbol estaba ahí y ellos eran el árbol. Sin ellos, no había árbol, pero, sin el árbol, ellos tampoco eran nada. Dependían tanto el uno del otro que la confianza era imposible. Los indios no podían confiar en la existencia del árbol porque sabían que el árbol dependía de la de ellos, pero, al mismo tiempo, como el árbol contribuía, con su presencia, a garantizar la existencia de los indios, los indios no podían sentirse enteramente existentes porque sabían que si la existencia les venía del árbol, esa existencia era problemática ya que el árbol parecía obtener la suya propia de la que los indios le acordaban. El problema provenía, no de una falta de garantía, sino más bien de un exceso. Y, además, era imposible salir de ese círculo vicioso y ver las cosas desde el exterior, para tratar de descubrir, con imparcialidad, el fundamento de esas pretensiones.

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En eso se revelan iguales muerte y recuerdos: en que son, para cada hombre, únicos, y los hombres que creen tener, por haberlo vivido en la proximidad de la experiencia, un recuerdo común, no saben que tienen recuerdos diferentes y que están condenados a la soledad de esos recuerdos como a la de la propia muerte. Esos recuerdos son, para cada hombre, como un calabozo, y está encerrado en ellos del nacimiento a la muerte. Son su muerte. Cada hombre muere de tenerlos únicos, porque justamente lo que muere, lo que es pasajero y no renace en otros, lo que en las muchedumbres está destinado a morir, son esos recuerdos únicos que alimentan el engaño de un rememorador exclusivo que la muerte acabará por borrar.



[Rayo Verde Editorial]

lunes, marzo 08, 2021

No digas nada, de Patrick Radden Keefe

 

El idilio romántico de un movimiento revolucionario perdura más fácilmente cuando no existe el peligro de que algún miembro de tu familia salga volando por los aires cuando va a comprar a la tienda de la esquina.

Tal vez la anterior sea una de las frases que mejor definen este espectacular libro en forma de crónica o ensayo: una investigación del autor (norteamericano descendiente de irlandeses), que abarcó varios años, para buscar las verdades en torno al secuestro de una viuda llamada Jean McConville. Pero ése es sólo el hilo del que tirar, del que empezar la narración: Patrick Radden Keefe nos sumerge, gracias a una documentación exhaustiva, en el mundo de los Troubles de Irlanda del Norte, es decir, los conflictos entre católicos y protestantes con los británicos de por medio. Por aquí desfilan el IRA, Los Desconocidos, los atentados terroristas, los sacerdotes mediadores, los espías, los soplones, el Domingo Sangriento, Gerry Adams, Brendan Hughes, Bobby Sands, Dolours Price (la chica de la imagen de cubierta del libro, quien se casó con Stephen Rea)… Impresionante. Sin duda, una de las obras más rompedoras de 2020, con un ritmo y un flujo de datos que nos hacen comernos páginas sin descanso.  


[Reservoir Books. Traducción de Ariel Font Frades]