miércoles, noviembre 25, 2020

Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke

 


Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Hay sólo un único medio. Entre en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si ésta hubiera de ser de asentimiento, si hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad: su vida, entrando hasta su hora más indiferente y pequeña, debe ser un signo y un testimonio de ese impulso. Entonces, aproxímese a la naturaleza. Entonces, intente, como el primer hombre, decir lo que ve y lo que experimenta y ama y pierde.

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Una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad.

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Pero quizá, después de ese descenso en sí y en su soledad, deba renunciar a llegar a ser poeta (basta, como he dicho, sentir que se podría vivir sin escribir para no deber hacerlo en absoluto). Sin embargo, tampoco entonces habrá sido en vano este viraje que le pido.

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Hay sólo
una soledad, y es grande y no es fácil de sobrellevar, y a casi todos les llegan las horas en que de buena gana se querría cambiar la soledad por una comunidad, aunque fuera banal y barata, por la apariencia de una escasa coincidencia con el primer llegado, con el más indigno…

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Sabemos poco, pero el que hayamos de mantenerlo en lo difícil es una seguridad que no nos abandonará; es bueno estar solo, pues la soledad es difícil; que algo sea difícil debe ser una razón más para que lo hagamos.


[Alianza Editorial. Traducción de José María Valverde]


domingo, noviembre 22, 2020

La sentencia de muerte, de Maurice Blanchot

 

Privado de la morfina, el dolor utilizó sus recursos para imponerla de nuevo. J. no quería vivir a cualquier precio. Pensaba que era absurdo, e incluso ridículo, sufrir, si las cosas podían resolverse de otro modo. El estoicismo no le convencía en absoluto. Además estaba hecha una furia desde que le había retirado las inyecciones. Se comprobó entonces que no estaba realmente más enferma que antes. El médico estaba desconcertado. Resistió al principio, pero después de una escena en que J. le insultó, cedió a una exigencia tan imperiosa. Durante aquella escena J. le había dicho: “Si no me matáis, sois un asesino”. He visto, después, una frase análoga atribuida a Kafka. Su hermana, completamente incapaz de inventarla, me la repitió así y el médico la confirmó poco más o menos (recordaba que ella había dicho: “Si no me matáis, me estáis matando”).

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Toda su persona exhalaba una gran impaciencia. Si al principio me sentí un poco ofendido por la sequedad de su recibimiento, aquel sentimiento se disipó pronto: comprendía demasiado bien la razón de aquella impaciencia, de aquella ansiedad, de aquel arranque de energía, con que esquivaba, con una viveza de la que cualquiera de nosotros era incapaz, los golpes que trataban de aniquilarla. Mientras nosotros nos movíamos torpemente, ella necesitaba moverse como el rayo para escapar a la inmovilidad definitiva, para salvar su último suspiro. Nunca la había visto tan viva, ni tan lúcida. Tal vez se encontraba en el último instante de la agonía, pero me pareció tan viva, aunque infinitamente oprimida por el sufrimiento, el agotamiento y la muerte, que de nuevo estaba persuadido de que, si ella no lo quería y si yo no lo quería, nunca nada daría cuenta de ella.

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Aquellos acontecimientos fueron enormes y me mantuvieron ocupado todos los días. Pero, hoy están podridos, su historia está muerta y muertas también aquellas horas y aquella vida que entonces eran las mías. Lo que dice algo es el minuto presente y el que le seguirá. A todos los que abriga, la sombra del mundo de ayer agrada todavía, pero pronto será borrada. Y el mundo que llega cae como una avalancha sobre el recuerdo de antaño.   


[Editorial Pre-Textos. Traducción de Manuel Arranz]

miércoles, noviembre 11, 2020

Pánico al amanecer, de Kenneth Cook

 


Leí hace unos cuantos años esta novela y entonces me deslumbró. Después vi la película, que no conocía pese a dirigirla Ted Kotcheff (responsable de Acorralado, Interferencias, Vivir en la cumbre y Más allá del valor, entre otras), y que en España titularon Despertar en el infierno y es, sí, un filme fascinante y no muy popular. Y días atrás, aprovechando la nueva edición en Sajalín, con prólogo de Kiko Amat, releí esta historia y me sigue deslumbrando o incluso puede que me haya gustado aún más, lo que me sucede a menudo con las relecturas.

Kenneth Cook, de quien no deben perderse sus libros de relatos cómicos (también publicados en la misma editorial), construyó una novela asfixiante y turbadora, en la que no suele haber violencia directa entre los hombres… pero esa violencia siempre está latente, al acecho, como si cada uno de los tipos que comparecen por sus páginas fuera capaz de las mayores atrocidades y, sin embargo, al final lograran contener sus estallidos. No hay violencia entre hombres, pero sí contra los canguros: véase el pasaje de la cruel cacería donde varios personajes borrachos los persiguen y machacan.

John Grant es un profesor de escuela en un pueblo de mala muerte de Australia; al llegar las vacaciones, reúne su exiguo sueldo y se propone viajar hasta Sydney, para lo cual deberá subirse a trenes y aviones. Grant aún no es consciente de las posibilidades de elección en la primera ciudad en la que se detiene: aceptar un trago de desconocidos supone cometer un error; rechazar un trago de desconocidos también supone cometer un error. No hay salida. En el primer caso, la aceptación le trasladará a un festival de cervezas interminable y, con esto, a tomar peores decisiones; en el segundo caso, el rechazo le conducirá a ser despreciado y maldecido, pues en aquellos parajes no aceptar una caña equivalía más o menos a una ofensa grave.

En cuanto se toma la primera cerveza, John Grant escoge una serie de caminos que le imposibilitan alejarse de la ciudad, algo que años después retomaría John Ridley en su estupenda novela Stray Dogs. Giro al infierno (que alguien debería reeditar, y que Oliver Stone adaptó en una de sus películas más interesantes); me atrevería a decir que el filme Escondidos en Brujas también contrajo una deuda con el libro de Cook. Son historias de personajes condenados a penar en lugares de los que les resulta difícil huir.  

¿Quién no ha estado alguna vez en la situación de Grant? Esas ocasiones en las que, acodados en la barra de un bar, algún jayán nos propinaba una palmada estrepitosa en los lomos y nos convencía para seguir bebiendo, para “tomar la última”, lo que degeneraba en visitas a antros, incursiones borrosas y despedidas al alba… Esto es, a grandes rasgos, lo que le sucede al protagonista.  

En Pánico al amanecer predominan las borracheras salvajes y las resacas intolerables en entornos sucios, sórdidos, con parroquianos embrutecidos y gente de conducta más bien miserable. El mayor logro de Kenneth Cook es conseguir en todo momento un clima de mal rollo utilizando una prosa similar a aquella que manejaban algunos de los maestros ingleses y norteamericanos: seca, precisa, cortante a veces, con las dosis justas de descripciones y de composición de personajes. Grant, en realidad, no está tanto atrapado en un lugar como en una situación: la del bebedor compulsivo que considera que las cosas van mejorando a medida que trasiega alcohol (A la cuarta cerveza los problemas de un hombre ya no parecen tan graves como a la primera), y que lo ve todo con entusiasmo cuando se ha metido de lleno en la curda (Siete, ocho, nueve cervezas, y un hombre ha adquirido el completo control de sí mismo y de su vida, sin importar cuán dura haya podido ser la resaca al levantarse esa misma mañana).

Se la ha etiquetado a veces como una novela de terror y no es erróneo el veredicto: sólo que aquí el monstruo es uno mismo, es quien al cabo toma las decisiones y escoge los caminos. Pánico al amanecer es un clásico, una obra sobre la mala fortuna y los infiernos interiores que sin duda os marcará. Aquí van dos extractos:

En los pueblos remotos del Oeste no abundan las comodidades de la civilización: no hay sistema de alcantarillado, no hay hospitales, es raro dar con un doctor, el agua es mala, la luz eléctrica es para los pocos que pueden costearse un generador y las carreteras apenas existen. Tampoco hay teatros ni salas de cine y los salones de baile se cuentan con los dedos. Pero hay un sólido principio del progreso que mantiene a la gente a salvo de la locura declarada y que se encuentra arraigado a miles de kilómetros al Este y al Norte, al Sur y al Oeste del Dead Heart: dondequiera que vayas, la cerveza siempre está fría.

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Curioso rasgo de la gente de por aquí, pensó Grant: puedes dormir con sus mujeres, aprovecharte de sus hijas, gorronearles, estafarlos, hacer casi cualquier cosa que en una sociedad normal te llevaría, cuando menos, a sufrir el ostracismo. Aquí, en cambio, casi ni se dan por enterados. Ahora, basta con que te niegues a beber con ellos para que pases de inmediato a convertirte en su enemigo mortal. ¿Cómo demonios era posible? Pero no tenía ganas de seguir pensando en la región ni en las peculiaridades de su gente.



[Sajalín Editores. Traducción de Pedro Donoso]

lunes, noviembre 09, 2020

La sangre de la aurora, de Claudia Salazar Jiménez

 

 

Hoy no me llamaron para que Romero me haga sus preguntas. Acostada en mi cama, miro el techo de esta celda y recuerdo cuando recién me casé. Mi esposo. Luna de miel y él entrando en mí. Así como entraba en mí, lo vi todo. Escenario completo. Ahí vendrían los hijos. Casa. Cocina. Trabajar también, pero sumarle todo lo otro. Me mueve. Se mueve en mí y empuja dentro pañales, platos, cocina, vestido, maquillaje, por los siglos de los siglos y por siempre jamás. Todo dentro. Se me venía encima como un huayco. Escena perfectamente montada, preparada para mí desde que nací. Un camino sin ninguna salida, lo mismo que les toca a casi todas por haber nacido así. Mi tiempo exprimido, arena gastada del reloj, un caballo con los ojos cubiertos. Seguir de frente y no hacer preguntas. Único camino que te dan. Lo vi todo. Sofocada. Me acomodo mejor, sobre él. Lo cabalgaba pero no había riendas. El campo se extiende, podría extenderse más. Pero seguía dentro y empujaba. Yo no tenía las riendas. Algo tenía que hacer.

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Aquí donde has nacido, la tierra es dura. Intuyes que la vida detrás de los cerros es diferente. ¿Cómo será pues por allá? La curiosidad todavía no ha anidado para hacer alas en ti. Ya vendrá su tiempo. Recoges el agua y vuelves a tu casa, a tu familia, a tus animalitos, a tu chacra. A todos los que te reclaman. Esta es la tierra que conoces y te da seguridad, estás enraizada, amarrada a ella aunque te cueste mucho hacerla producir. Pachamama es generosa cuando la tratas bien.

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Llevas a Enriquito en los brazos cuando los terrucos entran al salón comunal a la fuerza. Dos de tus paisanas son lanzadas contra la pared y golpeadas a culatazos. Justina Quispe no se amilana.
¡Perros maricones aprovechados! Mejor se hubiera quedado callada. Calladita como tú, Modesta. Abusivos son nomás porque tienen fusil. Entre dos hombres la agarran y se la llevan afuera del salón. La desnudan y la cuelgan de las trenzas en el asta de la bandera, como antes habían dejado cinco perros degollados colgando de las patas delanteras. Justina grita inconteniblemente, puteándolos y maldiciéndolos. Uno de los subversivos, Felipe escuchas que lo llaman, con la cara tiesa sin ningún gesto, empuja la hoja de su puñal contra la garganta de tu comadre Justina. Pachamama se fertiliza con su sangre. Así se mueren las que no respetan la revolución. Y enfunda el puñal en su bota guardan ahí un grito reprimido de todos.

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Casi no siento el cuerpo. Oigo voces pero no puedo verlos muy bien. Es de noche, o quizá este lugar no tiene ventanas. Una danza macabra se eleva entre el concierto de voces agrestes. Cientos de cuchillos afilados sobre trozos de carne gelatinosa. Los trozos de carne habían pasado por días de putrefacción, apestaban horrendamente, y sus verdosos bordes mostraban ya las marcas del nacimiento de pequeños gusanos devoradores. No puedo recordar ya cuántos días estoy aquí. ¿Fue ayer o ha pasado una semana? Al fondo hablan.

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Convertido en un campo de batalla, tu cuerpo ha quedado absolutamente vulnerable. Todavía eres tú. Tus uñas, tu pelo, tus dientes chocan. Tus piernas tiemblan, quieres correr pero no puedes salir. La comida. Rápido, la comida, te dicen. Meterte a esa olla y desaparecer. Sancocharte con los pollos. Que tu carne se ponga blanca blanca blanca. Ya está blanca. Blanca de muerte. Tu mano tiembla. Tus brazos tiemblan. La olla tiembla. El miedo. El piso tiembla. ¿Cuántas veces más? ¿Cuántos días más? ¿Qué te va a salir de adentro? Que alguien te agarre, que alguien te abrace, que alguien te cuide. Aprietas la boca pero tus dientes no paran. No paran no paran no paran. Vas a morirte. No quieres morirte. Vas a morir. Mejor morirse. Respirar. Vivir. Respirar. Temblar. Vivir.


[Malas Tierras] 

viernes, noviembre 06, 2020

El amigo, de Sigrid Nunez

 

 

¿Es cierto que el mundillo literario está minado de odio, que es un campo de batalla rodeado de francotiradores donde las envidias y las rivalidades no hacen más que aflorar?, preguntó el entrevistador de la Radio Pública Nacional (PNR) al distinguido autor. Quien reconoció que así era. Hay mucha envidia y enemistad, dijo el autor. Y trató de explicarse: Es como una balsa que se está hundiendo y a la que demasiada gente quiere subirse. Así que cada empujón que des, sube un poco la balsa a tu favor.
Si leer aumenta realmente la empatía, como se nos dice constantemente que hace, parece que la escritura la disminuye un poco.

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Esa era la realidad, decías. Pero en nuestra época grafómana la realidad se había ido a paseo. Ahora todo el mundo escribe igual que todo el mundo caga, y ante la palabra
talento muchos quieren echar mano de un revólver. El auge de la autopublicación fue una catástrofe, decías. Fue la muerte de la literatura. Lo que significaba la muerte de la cultura. Y Garrison Keillor tenía razón, decías: Cuando todo el mundo es escritor, nadie lo es. (Aunque, en realidad, este era exactamente el tipo de declaración contra la que nos advertías que estuviéramos en guardia: Suena bien, pero, si la aprietas, se desmorona).

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Ninguna escritura se desaprovecha, decías a menudo. Incluso si algo no funciona y acabas tirándolo, como escritor siempre aprendes algo.

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Oí hablar de un estudio según el cual los gatos, a diferencia de muchas otras especies animales, no perdonan. (Como los escritores, quizá, quienes, según un editor que conozco, nunca olvidan un desprecio).

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“He pensado mucho en eso desde que Svetlana Alexievich ganó el Nobel –dice la mujer–. El mundo está lleno de víctimas, dice Alexievich. Gente corriente que experimenta sucesos espantosos pero a la que nunca se la escucha y que acaba por ser olvidada. Su objetivo como escritora, dice, es proporcionar palabras a esa gente. Pero ella no cree que se pueda
hacer por medio de la ficción. Ya no vivimos en el mundo de Chéjov, dice, y la ficción no es precisamente muy buena para abordar nuestra realidad. Necesitamos ficción documental, historias sacadas de la vida corriente, de los individuos. Sin invención. Sin punto de vista autoral. A sus libros, ella los llama novelas en voces. También he oído llamarlos novelas de testimonio. La mayoría de sus narradores son mujeres. Ella piensa que las mujeres funcionan mejor como narradoras porque examinan sus vidas y sentimientos de una forma en que los hombres no suelen hacerlo, más intensamente y… ¿Por qué sonríes?”.
“Solo pensaba en la razón por la que los hombres deberían dejar de escribir del todo”.
“Alexievich no dice eso. Pero sostiene que si quieres llegar a las profundidades de las emociones y la experiencia humanas es necesario dejar hablar a las mujeres”.
“Pero silenciar a la propia escritora”.
“Así es. El objetivo es permitir a aquellos que viven realmente el sufrimiento dar también el testimonio y que el rol del escritor se limite a otorgarles poder”.


[Anagrama. Traducción de Mercedes Cebrián]     


miércoles, noviembre 04, 2020

Un paraíso en el infierno, de Rebecca Solnit

 

 

Hemos llegado a una encrucijada, hemos abandonado la supuesta normalidad, los acontecimientos han sufrido un brusco cambio. En este momento, nuestra tarea –la de quienes no estamos enfermos, no trabajamos en primera línea frente al virus, tenemos un techo sobre nuestras cabezas y no atravesamos grandes dificultades económicas– es tratar de entender el momento: qué se exige de nosotros, qué posibilidades se han abierto.

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Los desastres (término que etimológicamente significa “desventura”, estar “bajo un mal signo”) transforman a la vez el mundo y la manera en que lo percibimos. La perspectiva cambia, cambia lo relevante. Lo débil se rompe bajo una presión inédita, lo que era fuerte resiste, lo que estaba escondido se hace visible. El cambio no es solo posible, es inevitable: nos arrolla y arrastra consigo. Cambiamos también nosotros, reordenamos prioridades y una conciencia más acuciante de la propia mortalidad hace que abramos los ojos al preciado valor de la vida. Ni siquiera ese “nosotros” es ya el que era, pues, separados de los compañeros de clase y del trabajo, compartimos la nueva realidad con desconocidos. El ser humano formula su propia identidad a partir del mundo que le rodea. Lo que ahora tenemos entre manos es una nueva versión de nosotros mismos.

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Las cosas ya no son lo que eran. Las élites y las autoridades suelen temer las transformaciones del desastre y auguran que los cambios traerán caos y destrucción; que, como mínimo, minarán los cimientos de su poder. En tales momentos, es normal que haya luchas de poder, de las cuales pueden resultar verdaderos cambios políticos o sociales, a menudo en consonancia con una nueva visión del individuo y la sociedad. Las élites tienden a pensar que, si ellas no tienen el control, la situación se descontrola, y ese temor las lleva a tomar medidas represivas, que se convierten en desastres secundarios. En cambio, mucha otra gente, gente que no tiene ideas radicales, no cree en la revolución y no desea cambios sociales profundos, al menos conscientemente, se ve inmersa en un mundo transformado, en una vida que no podría haber imaginado. Y la disfruta.

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Muchos creen que, en el desastre, las personas nos convertimos en algo diferente a lo que somos –seres desamparados, o brutales e inclementes, según los principales mitos– y hasta hay quien piensa que esa es nuestra auténtica naturaleza, revelada al derrumbarse la superestructura de la sociedad. Pero la mayor parte del tiempo seguimos siendo quienes somos, libres de actuar, normalmente, a partir de lo mejor que llevamos dentro, no de lo peor. Tras las rutinas y los hábitos del día hay más belleza que brutalidad.

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Las experiencias cercanas a la muerte y los encuentros con la propia mortalidad suelen resultar esclarecedoras, nos sirven de herramientas para despojarnos de lo accesorio y aferrarnos a la esencia de la vida, a los propósitos fundamentales. Es la misma gratitud que encontramos tras una larga enfermedad o un accidente, la misma revigorización de los apetitos.

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Los voluntarios son la prueba de que no hace falta vivir un desastre en las propias carnes para dar rienda suelta al altruismo, la ayuda mutua y la capacidad de improvisar una respuesta. Muchos de ellos procedían de subculturas repartidas por todo Estados Unidos y el resto del mundo, subculturas que eran una especie de comunidades del desastre latentes, ya fueran Iglesias conservadoras o grupos contraculturales. En ellas, las personas se agrupan para formar la sociedad civil; se sienten conectadas y creen que el cambio es posible, que cabe esperar una tierra mejor. Y actúan a partir de esa creencia. Ellos nos recuerdan que, si bien los desastres pueden ser el vehículo para sacar a la luz esas cualidades, ellos no las generan. Las virtudes se construyen a partir de las creencias, los compromisos y las comunidades, no del clima, la sismología o las bombas. Algunos de estos grupos luchan explícitamente por otro tipo de sociedad; otros se contentan con reparar y revitalizar la existente.



[Capitán Swing. Traducción de David Muñoz Mateos]

lunes, noviembre 02, 2020

El precio del triunfo, de Ota Pavel

 

 

Quien haya leído los anteriores libros que, de Ota Pavel, publicaron en Sajalín (Cómo llegué a conocer a los peces y Carpas para la Wehrmacht), sabrá que no puede perderse El precio del triunfo, compendio de relatos sobre deportistas checos que existieron en realidad. Incluso aunque el deporte no le interese mucho, como me sucede a mí: aquel gran autor, nacido en Praga en 1930 y fallecido en la misma ciudad en 1973, logró transformar la épica de los atletas en pequeñas gestas sobre la humanidad. Porque en cada una de estas historias consigue sacar el jugo necesario para hablarnos del éxito y del fracaso, de la memoria y del olvido, del miedo y del afán de superación, de las consecuencias de envejecer o de lastimarse durante una competición…

Los grandes, como Ota Pavel o Thom Jones en la literatura, como John Huston o Martin Scorsese en el cine, logran que te entusiasmen sus narraciones deportivas porque las transforman en caminos personalísimos sobre el dolor, el pánico al fracaso y la incertidumbre. Ota Pavel se había especializado en artículos deportivos y de aquel material extrajo la esencia de estos cuentos sobre ciclistas, esquiadores, corredores, futbolistas, jugadores de hockey… Algunos tan célebres y tan recordados hoy como Emil Zátopek, protagonista del relato “Cómo corrió aquella vez Zátopek”, que constituye el mejor ejemplo de la sutileza y el arte de saber contar de Ota Pavel, quien al final de la historia nos acerca a la conciencia de quienes saben que lo mejor es retirarse a tiempo: Pronto se hizo también a la idea de que sus récords serían superados. En realidad, la grandeza de un récord debe medirse siempre en el contexto de la época en la que se consiguió.

Algunos de los relatos parten de un hecho crucial y definitivo en las vidas de esos deportistas y tiran del hilo hacia atrás, insertando recuerdos sobre sus competiciones. Por ejemplo “El último partido de František Kloz”, donde el jugador del mismo nombre acaba de recibir un tiro en la pierna y sabe que debe decidir entre la amputación de la misma o arriesgarse a morir. En otras ocasiones el entorno deportivo le sirve para hablarnos de la reconciliación y de la lejanía entre los familiares, como en el caso del titulado “Hermanos”. Y a veces logra que sintamos el mismo temor que la gimnasta Eva Bosáková, aterrorizada porque necesita hacer el “Salto mortal hacia atrás” (título del texto) que le permita ganar el campeonato del mundo, pero teme perder el control de su cuerpo y desnucarse.

Son algunos ejemplos de este libro de relatos maravillosos, a menudo conmovedores, a ratos amargos y siempre estimulantes. Veamos un pasaje del cuento “El ciclista maldito”:

Al final lo traicionó el don que le había sido concedido: sus poderosas piernas y sus pulmones de siete litros.
En las piernas aparecieron las primeras varices y en los pulmones –justo antes de partir para correr la Vuelta a Egipto– una gran mancha marrón.
Y después todo fue más para llorar que para reír. Le pusieron inyecciones, le dieron mil pastillas, pero no fueron capaces de determinar de qué enfermedad se trataba. Al principio pensaron que tuberculosis, después que hongos, después no sé qué otra cosa. Iban transcurriendo los años y él se pasaba en la cama veinte horas al día. Seguían sin saber qué era y aún hoy anda por ahí con esa mancha dentro de su enorme pecho. Seguramente será un pequeño balón de fútbol marrón que se cayó allí cuando en la mili lo obligaban a jugar a ese deporte. No pudieron saber qué era porque era un ciclista maldito.



[Sajalín Editores. Traducción de Eduardo Fernández Couceiro] 

domingo, noviembre 01, 2020