viernes, julio 31, 2020

Caballos salvajes, de Jordi Cussà Balaguer



Estoy en una horrorosa instalación, apariencia de granja y realidad de prisión, en la que me han curado el síndrome físico a base de baños, masajes, tés y susurros, dejando que digiriese lentamente todos los sabores del tormento. Cierto que me gustaría poder volver a escoger qué hago cada día al levantarme, pero estoy en una kafkiana sociedad sectaria de estructura militar y espíritu místico pero sádico donde pretenden curarme también el síndrome mental y emocional a base de mucha disciplina en general, una sobredosis de trabajo duro no remunerado y la cíclica confesión pública de mis pecados más íntimos. Me juego las tetas a que no resistiré ni dos semanas.

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Llamémoslo el precio de la aventura. Y es que una cosa es haber estado en la guerra y otra, muy diferente, volver, diez o veinte años después, a primera línea de combate. Aun así, me las arreglé bastante bien: uno delgado, bajito y encorvado, con cara de ardilla chupada por dentro, se me plantó justo delante con un ducados torcido entre labios y ojos de asesino perdonavidas:
-O me das la pastas o mi socios te pincha el sidas.
Sus plurales me despertaron el instinto, y agarrarlo por las hombreras y estamparlo contra el cuerpo del “socios”, el cretino que blandía una jeringuilla en la mano derecha como si fuera una Magnum, fue un gesto que llevé a cabo antes de plantearme las posibles consecuencias. Los dos patéticos atracadores, por otro lado, eran tan poca cosa que cayeron como un castillo de palillos, ovillados entre sus miserias y sus extremidades. Y yo, por instinto una vez más aunque hasta el momento no me hubiera servido de nada, me fui de allí, tan tranquilo como pude a tenor de las circunstancias, para alcanzar el coche y evacuar volando aquella pesadilla.

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Era un día más o menos normal dentro de la bestial rutina de aquel año 88, hoy hace un par de siglos, cuando la dulce Làlia ya me había dado pasaporte y Mín y yo, otra vez yonquis hasta el tuétano, trabajábamos las rutas que van a Andorra. Comprábamos en Sabadell, Badalona, Barcelona y Tarragona, y algunas veces en Valencia, Sevilla o Madrid, y después subíamos hacia la frontera pasando por Manresa o Igualada y alternando el eje de Berga, Bagà, Puigcerdà, con el de Cardona, Solsona, la Seu. Hacíamos un mínimo de dos viajes semanales moviendo un mínimo de diez gramos por viaje. Que podían llegar a ser veinte o treinta, según la liquidez del mercado y los porcentajes de beneficio que nos zampábamos. Después de todo, por eso lo hacíamos.

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Es evidente que nadie sabe cuánto dura, no ya un matrimonio sino una vida. Y también que había dos espadas colgando encima de mi cabeza: la que amenaza a todo ser viviente desde que es ser viviente, y mi particular espada del sida, que podía cortarme de raíz un día cualquiera. Eso dejando de lado que había sido yonqui durante mil años y, como solía decir Mín, hacer tantos kilómetros tan deprisa por una carretera tan mala nos tenía que atrofiar el delco por cojones. Pero los biorritmos estaban altos y las ganas de vivir hacían hibernar al virus, por decirlo de forma poética.


[Sajalín Editores. Traducción de Jordi Cussà Balaguer]

miércoles, julio 29, 2020

Ensayo sobre el jukebox, de Peter Handke




Pero ahora, en las ciudades españolas su olfato le estaba engañando siempre. Ni siquiera en los bares de los barrios miserables, detrás de montones de cascotes, al final de un callejón sin salida, con poca luz, un indicio que le hacía apresurarse hacia ellos, ya desde lejos, encontró él una huella, fría desde hacía tiempo, algo así como la silueta más clara del objeto que buscaba, en una pared manchada por el hollín. La música que allí sonaba –a veces él, desde fuera, separado del interior por los muros, se confundía– venía de radios, de casetes o, en los rincones más especiales, de tocadiscos.

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Lo peligroso al oír música, le había contado alguien una vez, es la ficción que en ello hay de que lo que todavía hay que hacer ya está hecho. El sonido del jukebox de aquella época inicial, en cambio, le hacía concentrarse, literalmente; despertaba o hacía oscilar en él únicamente sus imágenes de posibilidad y le fortalecía en ellas.
Los lugares en los que uno, como en ninguna otra parte, podía meditar, luego, en los años de universidad, se convirtieron en lugares a los que uno iba a refugiarse, comparables a los cines; sin embargo, mientras que él se escamoteaba metiéndose en éstos, a sus distintos cafés con jukebox entraba cada vez con mayor despreocupación, diciéndose a sí mismo, para tranquilizarse, que los lugares acreditados para concentrarse eran también los lugares adecuados para estudiar.

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Al final él creía haberse metido ya en todos los rincones de la ciudad (memorizaba esos “rincones”, como si fueran palabras). Quizás llegó a entrar en cien casas, porque, como pudo comprobar mientras iba callejeando concienzudamente, el número de bares de la pequeña ciudad de Soria superaba con mucho el centenar; eran bares apartados, en callejones transversales, a menudo sin rótulos que los anunciasen; como tantas cosas de las localidades españolas, no se apreciaban a primera vista y sólo los conocían los vecinos del lugar –como si estuviesen reservados para ellos.

[Alianza Editorial. Traducción de Eustaquio Barjau con la colaboración de Susana Yunquera]

domingo, julio 19, 2020

Mis amigos, de Emmanuel Bove



La soledad me pesa. Me gustaría tener un amigo, un verdadero amigo, o bien una amante a quien confiaría mis penas.
Cuando se deambula durante todo el día, sin hablar, uno se siente cansado por la noche en su habitación.
A cambio de un poco de afecto, compartiría todo lo que poseo: el dinero de mi pensión, mi cama. Sería muy cariñoso con la persona que me ofreciera su amistad. No la contradiría nunca. Sus deseos serían los míos. Como un perro la seguiría a todas partes- no tendría más que decir una gracia, y yo me reiría; cuando estuviera triste yo lloraría con ella.
Mi bondad es infinita. Sin embargo, las personas que he conocido hasta ahora no han sabido apreciarla.

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La vida es tan triste cuando se está solo y no se habla más que con personas que nos son indiferentes.

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Yo no quería matarme, pero si hubiese estado resuelto a hacerlo, no me habría gustado que nadie me tuviera cogido. Uno necesita toda su independencia para matarse. El suicidio no es como la muerte.

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Me gusta que me hagan confidencias, como me gusta que me hablen mal de las personas. Eso da vida a las conversaciones.

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El viento soplaba con tanta fuerza que al salir la puerta se cerró de golpe antes de que yo tuviera tiempo de hacerlo. Unas gotas más gruesas que las demás caían desde las cornisas sobre mis manos. La lluvia resbalaba por las aceras, hacia la calle. Cada vez que atravesaba una calle, la corriente de agua, demasiado ancha para pasar por encima, sumergía uno de mis pies. El agua que caía por los canalones, pegados a las casas, corría por la calle como si alguien acabara de vaciar un cubo. Las mangas de mi chaqueta no tardaron en mojarme las muñecas. Parecía que no me hubiera secado las manos después de lavármelas.
Llegó un tranvía vacío. Lo habían limpiado por la noche. Las bombillas que lo iluminaban tenían la tristeza de las luces que olvidamos apagar antes de dormirnos.

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Un hombre como yo, que no trabaja, que no quiere trabajar, siempre será odiado.
Yo era, en aquella casa de obreros, el loco, cuando en el fondo, todos hubieran querido serlo. Yo era el único que se privaba de carne, de cine, de ropa, a cambio de ser libre. Yo era el único que, sin pretenderlo, recordaba todos los días a la gente su condición miserable.
No me han perdonado ser libre y no temer la miseria.


[Pre-Textos. Traducción de Manuel Arranz]

sábado, julio 18, 2020

Dos damas muy serias & Placeres sencillos, de Jane Bowles



De Dos damas muy serias [novela]:

El padre de Christina Goering era un industrial norteamericano de origen alemán y su madre una dama neoyorquina de familia muy distinguida. Christina pasó la primera mitad de su vida en una hermosa mansión (que estaba a menos de una hora de la ciudad), heredada de su madre. Fue en esta casa donde se educó junto con su hermana Sophie.
De niña, Christina fue muy despreciada por los demás niños. Jamás sufrió particularmente por ello, pues siempre tuvo, ya desde edad muy temprana, una activa vida interior que mutilaba su capacidad de observación de lo que sucedía a su alrededor, hasta tal extremo que nunca adoptó los manierismos de entonces en boga, y a los diez años la tachaban de anticuada otras niñas de su edad. Ya entonces hacía pensar en esos fanáticos que se creen líderes sin haber ganado ni una sola vez el respeto de un ser humano.

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La señora Copperfield tenía una carita angulosa y el cabello muy oscuro. Era inusitadamente pequeña y flaca. Cuando la señorita Goering se sentó a su lado, se frotaba nerviosamente los brazos desnudos y miraba en todas direcciones. Se habían encontrado durante muchos años en las fiestas de Anna, y a veces tomaban el té juntas.


[Anagrama. Traducción de Lali Gubern]


De Placeres sencillos [relatos]:

Alva Perry era una mujer seria y reservada de ascendencia escocesa y española; tenía poco más de cuarenta años. Aún era guapa, pese a tener las mejillas demacradas. En particular, sus ojos eran de una belleza y claridad extraordinarias. Vivía en casa de su tío, que se había dividido en apartamentos, o en cuartos de alquiler, como seguían denominándose en aquella parte de la región.

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-¡Ay, mamá! –dijo–. ¿No es cierto que en el mundo abunda más la tristeza que la felicidad?
-No sé por qué piensas eso –contestó su madre.
-Porque he hecho un recuento de mis días felices y de mis días tristes. Hay muchos más días tristes, y ahora estoy en la mejor edad de una chica. No hay más que peleas, incluso en los bailes. Si un hombre me dijera que preferiría bailar a pelear, no le creería.
-Es cierto –convino su madre–. Pero no todos los hombres son así. Hay algunos tan tiernos como corderitos. Aunque no muchos.
-Me siento como una anciana. Puede que me sienta mejor cuando me case.

 
[Anagrama. Traducción de Benito Gómez Ibáñez]

viernes, julio 17, 2020

Blanco, de Bret Easton Ellis



Los niños de los setenta no teníamos padres helicóptero: te movías por el mundo más o menos solo, explorando sin la ayuda de la autoridad paterna o materna. En retrospectiva mis padres, como los padres de los amigos con los que crecí, parecían despreocuparse increíblemente de nosotros, no como los padres de hoy en día, que documentan cada movimiento de sus hijos en Facebook y los muestran en Instagram y los limitan a espacios seguros y exigen solo positividad al tiempo que parecen intentar protegerlos de todo. Si creciste en los setenta, tu infancia no fue así. El mundo todavía no giraba en torno a los niños.

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Aunque con frecuencia deseaba que el mundo fuera de otro modo, también sabía –y el cine de terror contribuía a confirmarlo– que nunca iba a cambiar, una constatación que a su vez me condujo a cierta aceptación. El terror suavizó la transición desde la supuesta inocencia de la niñez a la previsible desilusión de la vida adulta y, además, afinó mi sentido de la ironía.

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En la sociedad anterior al sida donde se hablaba de sexo con naturalidad y sin angustias ni amenazas, el cuerpo carecía de significantes salvo el placer. La imaginería sexual todavía no reflejaba el miedo ni el pavor, ni tampoco la ironía. Eran, como he ido comprendiendo a medida que me he hecho mayor, tiempos inocentes, aun cuando no nos lo parecieran mientras los vivimos.

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Aquella era analógica poseía un romanticismo, un ardor, una otredad del que carece la era digital postimperial cuando en última instancia todo parece de usar y tirar.

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Pero esta es una época que juzga a todos con tal dureza a través del filtro de la política identitaria que, si te resistes al amenazador pensamiento de grupo de la "ideología progresista", que propone la inclusividad universal salvo para aquellos que osen formular preguntas, estás jodido. Todo el mundo tiene que ser igual y reaccionar de idéntica forma ante una obra de arte concreta, un movimiento o una idea, y si te niegas a sumarte al coro de aprobación serás tachado de racista o de misógino. Es lo que le pasa a una cultura cuando deja de importarle el arte.

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Cuando una comunidad se enorgullece de sus diferencias y peculiaridades y luego proscribe a la gente por lo que dice –no por un discurso del odio, sino simplemente porque discrepan–, se ha instaurado un fascismo corporativo que no solo la GLAAD sino todos deberíamos reconsiderar seriamente. El problema al que se enfrentaban muchos de mis partidarios era sencillo: si no eras un gay del tipo elfo mágico, automáticamente te arriesgabas a que la élite de la comunidad gay te condenase al ostracismo.

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No tener la capacidad o la voluntad para ponerte en la piel del otro, para ver la vida de un modo distinto a cómo tú la experimentas, es el primer paso hacia la falta de empatía, y por eso tantos movimientos progresistas se vuelven tan rígidos y autoritarios como las instituciones a las que se oponen.

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Esta extensa epidemia de autovictimización, de definirse en esencia a partir de algo malo, un trauma ocurrido en el pasado que has permitido que te defina, es de hecho una enfermedad. Es algo que uno tiene que resolver para poder participar en la sociedad, porque de lo contrario no solo se daña a sí mismo, sino que perjudica gravemente a familia y amistades, vecinos y desconocidos que no se consideran víctimas. El hecho de no poder escuchar un chiste ni ver determinadas imágenes (un cuadro o incluso un tuit) y de calificarlo todo de sexista o racista (lo sea o no) y por tanto considerarlo dañino e intolerable –por lo que nadie más debería escucharlo, verlo o tolerarlo– constituye una manía nueva, una psicosis que la cultura ha ido cultivando.

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Ahora presenciaba un nuevo tipo de progresismo, uno que censuraba deliberadamente a la gente y castigaba a las voces en contra, obstruía opiniones y bloqueaba puntos de vista.


[Random House. Traducción de Cruz Rodríguez Juiz]

jueves, julio 16, 2020

Ballena, de Paul Gadenne



Los colores de la muerte son exquisitos: por momentos nos parecía estar viendo una rosa entreabriéndose. Ante aquella presencia, más parecida a un catafalco que a un animal muerto, ante aquel monumento ornado de tan delicados signos, que viraban por doquier a las tonalidades del cólquico o de las violetas marchitas, nos asaltó una duda, a la que se añadía, a ratos, y de una manera totalmente inesperada, esa clase de inquietud que uno experimenta junto al lecho de un enfermo.

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Estábamos sedientos de permanencia. ¡Habíamos respirado demasiadas veces el azufre de las llamas efímeras, habíamos llorado demasiadas veces por los ciclos cerrados del tiempo…! Miraba a Odile y después a la ballena. Apartaba los ojos de la ballena, penosamente, y los dirigía de nuevo a Odile, sin atreverme a decirle lo que yo infería de aquella confrontación, sin osar confesarme a mí mismo lo que pensaba de su fragilidad, que era la mía, pero consciente de que nunca olvidaría el modo en que su mejilla se inclinaba contra el viento, cómo restallaba el faldón de su impermeable, la forma en que su silueta dividía el mar.

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Aquella ballena nos parecía la última; como todo hombre cuya vida se apaga nos parece el último hombre. Su visión nos proyectaba fuera del tiempo, fuera de aquella tierra absurda que, en mitad del estruendo de las explosiones, parecía correr hacia su aventura final. Habíamos creído ver simplemente un animal cubierto de arena: en realidad, contemplábamos un planeta muerto.


[Editorial Periférica. Traducción de David M. Copé]

sábado, julio 04, 2020

Próximamente: Caballos salvajes



De Jordi Cussà Balaguer. En Sajalín Editores.

miércoles, julio 01, 2020

El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza



En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz. Aquel recortecito voluntario que durante tres décadas confirió a su testarudez un aire impostado de audacia se fue convirtiendo en símbolo de resistencia a las grandes transformaciones que estaba operando el ácido.

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Siempre hay cerca de las grandes clínicas algunos bares que sirven de límites entre el desinfectante y el hollín; fronteras en las que, a los horrores de la vida que nos han empujado hasta allí, oponemos los horrores que nosotros mismos hemos cultivado con empeño. Todo esto lo supe después.

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También me invadió la pregunta que nos asalta siempre cuando se suicida alguien que conocemos bien: hasta dónde y cómo fuimos cómplices. Me obligué a abandonar esa inquietud en seguida; intuí la amenaza del ejemplo, la idea sencilla y equilibradora de una corrección con otro balazo.

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Su cuerpo se convertía en un ritmo de vacíos y tensiones. Esta capacidad de transformación de la carne me sumió en el desconcierto. Traté de proyectar algo fructífero sobre lo que veía, pero mi tranquilidad solo llegó cuando acepté todo como incomprensible y regenerador, fuerza que renovaba el tiempo y la materia cada vez que Eligia volvía del quirófano.

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La transformación de la carne en roca tapó los colores brillantes. Comprendí que, para mí, había terminado la ilusión de las metáforas. El ataque de Arón convertía todo el cuerpo de Eligia en una sola negación, sobre la que no era fácil construir sentidos figurados. La fertilidad del caos la abandonó. Solo con el transcurso de los meses pude comprender esto en su acepción completa, y más adelante supe cómo la imposibilidad de ver metáforas en su carne se convertía para mí en imposibilidad de pensar metáforas para mis sentimientos.

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La condición de su nuevo cuerpo le vedaba todo goce, todo orgullo, la remitía sin escapatoria a un destino, a una intención absoluta: cambiar la situación en que se hallaba. Sin poder verse, sin poder tocarse, solo podía pensar en su cuerpo como terreno de reparaciones, es decir, como algo que no existe, sino que está preparándose para existir. Amuralló ese presente reducido a puro sufrimiento; tuvo la inteligencia de no poner ninguna connotación reflexiva o existencial al dolor. Para salir estaba obligada a apuntar en una dirección precisa y mantenerse en ella.

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Solo cuando nos dejaron tranquilos en el cuarto, pude observarla con detenimiento. Faltaba todo. Los injertos de urgencia no estaban más; los pesados párpados con queloides no estaban más, y las cuencas mostraban los ojos en blanco, hundidos y completamente inmóviles. Lo poco que antes quedaba de los labios y la mejilla más dañada, también había desaparecido. Se veían porciones de huesos del pómulo, de la mandíbula, los dientes y molares, con la lengua laxa que sobresalía un poco entre los huecos de la dentadura. El pelo estaba prisionero de una cofia. La contemplé varias horas, absorto.

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Arón había escrito este libro que tengo en mis manos mientras vivía conmigo, solos los dos. Trato de recordar esos tiempos. Nos hablábamos poco y tomábamos mucho. Yo despreciaba sus escritos, y me esforzaba por diferenciarme de él, pero había compartido voluntariamente la atmósfera insana de ese departamento, y quizá contribuido a ella. Ahora, la opción parece ser, para mí, o parricida de su memoria, o resentido por herencia, sin beneficio de inventario; o vulgar imitador en la copa y el balazo. No debo quedarme solamente en la negación de Arón. Tengo que dar vuelta esta historia.


[451 Editores]

El bolígrafo, mi cruz

EL BOLÍGRAFO, MI CRUZ, HA EMPEZADO
a no escribir. He tenido que sentarme
entonces otra vez en un banco de la iglesia
–escribía de pie, junto a la pila
de agua bendita– y rebuscar
en la mochila. Recordaba
por si acaso llevar otro. Menos
mal. Porque el arte se da
siempre como por si acaso.
Se da de milagro, por milagro.
Creo que esto es algo que me dice al irme
el agua bendita de esta iglesia de Roma.
Me lo dice el agua que también vuelve.
Me recuerda que el arte y quien lo hace
somos milagro. El hombre es milagro.  
Santiago Montobbio, Vuelta a Roma