jueves, febrero 27, 2020

Próximamente: Noche cerrada



De Chris Offutt. En Sajalín Editores.

Papeles falsos, de Valeria Luiselli



Buscar una tumba en un cementerio es parecido a buscar un rostro desconocido entre la multitud. Ambas actividades generan en nosotros una misma manera de ver y de estar: a cierta distancia, cada persona podría ser la que nos espera; cualquier tumba, la que buscamos. Para dar con una o con la otra, hace falta circular entre gente y mausoleos, esperar con toda paciencia hasta que suceda el encuentro; hay que acercarse y escudriñas cada lápida o cada mueca, que tal vez sean cosas equivalentes, según entiendo estos versos de Brodsky:

No me gusta la gente.
No soporto su apariencia.
Aferrado al gran árbol de la vida,
cada rostro está firmemente atorado
y no puede liberarse.

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Un mapa, como un juguete, es una analogía de una porción del mundo hecha a la medida del ojo y de la mano. Los mapas, superposiciones fijas a un mundo en perpetuo movimiento, están hechos a la escala de la imaginación: 1cm=1km.

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La velocidad de la bicicleta permite una forma particular de ver. La diferencia entre volar en avión, caminar y andar en bicicleta es la misma que hay entre mirar a través del telescopio, el microscopio y la cámara de cine. El que va suspendido a medio metro del piso puede ver las cosas como a través de la cámara cinematográfica: tiene la posibilidad de demorarse en los detalles y la libertad de pasar por alto lo innecesario.

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Los espacios sobreviven al paso del tiempo de la misma manera que sobrevive una persona a su muerte: en esa alianza estrecha entre la memoria y la imaginación. Los lugares existen en tanto sigamos pensando en ellos, imaginando en ellos; en tanto los recordemos, nos recordemos ahí, y recordemos lo que imaginamos en ellos.

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Volver a un libro se parece a volver a las ciudades que creímos nuestras, pero que en realidad hemos y nos han olvidado. En una ciudad, en un libro, recorremos en vano los mismos caminos, buscando nostalgias que ya no nos pertenecen. No se puede volver a encontrar un lugar tal como se dejó. Encontramos, en todo caso, mitades de objetos entre el debris, incomprensibles notas al margen que tenemos que descifrar para volver a hacer nuestras.


[Sexto Piso]

lunes, febrero 24, 2020

Towns, de Bruce Jay Friedman



En el autobús el picor se acrecentó y estaba convencido de que había pillado un tipo especial de ladillas que se metían debajo de la piel y no podían ser afeitadas. Sintió lástima por sí mismo: un tipo a punto de divorciarse, montado en un autobús en dirección a una presa, con ladillas y un niño. Al llegar, el guía les habló de las adversidades soportadas durante la construcción de la presa y Towns le dijo al chico:
-Menudo trabajo, ¿eh? Imagínate, venir hasta aquí, que no hubiese nada y tener que construir una presa.
El chico dijo:
-Papá, no me lo estoy pasando bien. He venido porque tú querías. Y no quiero herir tus sentimientos, pero no me lo estoy pasando bien.
-No siempre se lo puede pasar uno bien –dijo Towns–. No te lo vas a pasar bien cada segundo de tu vida.

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Decidió conseguir un montón de coca y tenerla solo para él. Invitó al camello de la cara desmoronada a su apartamento y le dijo que llevase veinte gramos. Era una llamada muy emocionante y significativa para él y la calificó como una de las decisiones más importantes de su vida, junto a abandonar a su mujer o firmar el contrato de su apartamento ridículamente caro. Y aquellas dos habían salido bien.

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Había oído que cuando enterraron a un conocido mafioso, sus amigos habían puesto varios gramos de coca en la tumba, como homenaje, ya que el tipo solía meterse. Una vez, a las cuatro de la mañana y totalmente seco, se sorprendió pensando si sería posible cavar la tumba del mafioso y conseguir la coca. Todo dependía de si estaba en el ataúd o en la tierra por encima. Towns no estaba seguro de los detalles. Si hubiese sabido con seguridad que la coca estaba en la tierra por encima, habría conseguido una pala en algún lado, ido hasta el cementerio e intentado encontrarla. Así de fuertes eran las ganas que tenía de meterse algunas veces.

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Y vaya forma de acostarse. Exactamente dos veces, dentro de un Plymouth, o al menos medio fuera medio dentro de uno, con la puerta abierta. Durante la segunda sesión, el padre de ella había salido fuera en albornoz y les había pillado. Su forma de manejar el que su hija estuviese follando fue poner las manos en las caderas, señalar con la mandíbula y decir: "Veo que esa postura no pasa de moda".

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Se cabreaba mucho siempre que alguien sacaba la teoría de que su padre había muerto porque no podía vivir sin su mujer. Se lo decían mucho y no se lo tragaba. Towns no había estado casado con nadie durante cincuenta años como su padre, y no parecía que fuese a haber tiempo de meter a alguien en su vida durante medio siglo. Pero no podía permitirse pensar que, si querías a alguien mucho y moría, tenías que saltar a la tumba con esa persona. Prefería pensar que llorabas por ellos y después seguías adelante con tu vida.


[Libros Walden. Traducción de Manuel Moreno]

miércoles, febrero 19, 2020

El fuego (Diario de una escuadra), de Henri Barbusse



Se distingue un laberinto de largos fosos donde se acumulan los restos de la noche. Son las trincheras. El fondo no es más que un lecho cenagoso de donde hay que despegar ruidosamente los pies a cada paso y que apesta a la entrada de cada refugio a causa de los orines de la noche. Los agujeros mismos, si uno se inclina hacia ellos al pasar, hieden también, como bocas.
Veo emerger sombras de esos pozos laterales y moverse masas enormes e informes: esa especie de osos que chapotean y refunfuñan somos nosotros.

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Son hombres, hombres buenos arrancados bruscamente de la vida. Como cualquier hombre sacado de la gente corriente, son ignorantes, poco entusiastas, de miras limitadas, llenos de un rudo sentido común, que a veces parece un desvarío, inclinados a dejarse llevar u a hacer lo que se les dice que tienen que hacer, resistentes a las penas, capaces de sufrir durante mucho tiempo.

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"¡Ah, amigos míos –rumiaba en voz alta nuestro compañero–, todos esos tipos que deambulan y que papelean por allí dentro, de punta en blanco, con sus quepis y sus gabanes de oficinistas, sus botines que no dejan señales, sí, que comen platos delicados, que se echan al coleto un buen trago cuando quieren, que se bañan dos veces al día mejor que una, que van a misa, que fuman cuanto quieren y que por la noche se tumban en un colchón de plumas para leer el periódico… todos éstos dirán luego: "Yo estuve en la guerra"."

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Estamos a punto. Los hombres forman, siempre en silencio, con la manta en los hombros, el barboquejo abrochado en el mentón, apoyado en los fusiles. Miro sus caras pálidas, crispadas, hundidas.
Eso no son soldados, son hombres. No son aventureros, guerreros hechos para la carnicería humana (o carniceros o ganado). Son jornaleros y obreros y se les reconoce a pesar de sus uniformes. Son civiles arrancados de cuajo de su sitio. Están a punto. Esperan la señal para morir y matar, pero se ve, al contemplar sus rostros entre los rayos verticales de las bayonetas, que son simples hombres.

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Hay un feldwebel [sargento] sentado, apoyado en las tablas despedazadas que constituían, allí donde ponemos los pies, una garita de centinela. El ojo capta un pequeño agujero: tiene el rostro clavado en los maderos por un bayonetazo. Frente a él, también sentado, con los codos apoyados en las rodillas y los puños soportando el mentón, un hombre tiene toda la parte superior del cráneo levantada como si de un huevo pasado por agua se tratara… Junto a ellos, centinela espantoso, hay la mitad de un hombre en pie: un hombre cortado, partido en dos desde el cráneo hasta la pelvis, apoyado, erguido, en la pared de tierra. Ignoramos dónde se halla la otra mitad de esta especie de poste humano cuyo ojo cuelga de lo alto, cuyas entrañas azuladas se envuelven en espiral alrededor de su pierna.

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-Lo que dice es verdad –opina uno sin mover la cabeza dentro de su caparazón de barro–. Cuando estuve de permiso, me di cuenta de que había olvidado muchas cosas de mi vida anterior. Tengo cartas escritas por mí que releí como si fueran un libro que abriera por primera vez. Y, sin embargo, olvidé también mis sufrimientos de la guerra. Somos máquinas de olvidar. Los hombres son seres que piensan un poco y que, por encima de todo, olvidan. Eso es lo que somos.


[Montesinos. Traducción de Carles Llorach]   

domingo, febrero 16, 2020

Stern, de Bruce Jay Friedman



A finales de marzo de aquel mismo año, Stern fue a arropar a su hijo por la noche y vio que una hinchazón duplicaba el tamaño de su cabeza. Le besó la parte tumefacta mientras su esposa llamaba a un médico, que le dijo:
-No me han llamado ustedes nunca antes. No acudo en mitad de la noche a menos que se trate de pacientes habituales.
Stern dijo que llamaría al hombre y ensayó lo que le diría, que no tenía derecho a llamarse médico, que era un paleto hijo de puta, que si no fuese médico estaría vendiendo pollos enfermos a las amas de casa. ¿Qué clase de hombre era él si era capaz de irse a dormir mientras un niño estaba con una fiebre tremenda y con la cara hinchada, que parecía una luna? Cogió el teléfono y dijo:
-Quiero decirle que me he enterado de lo que le ha dicho a mi esposa. Eso a un hombre no se le dice. –El médico repitió lo dicho y Stern balbuceó–: Pues qué vergüenza.

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Stern entró a ver a Belavista, un hombre de mediana edad de pies enormes y dientes capaces de partir un tronco en dos. Era de Brasil, y reforzaba la tez carbonosa natural de su cara a base de visitas frecuentes a Río de Janeiro. Tenía tres millones de dólares y a Stern lo descolocaba el hecho de que no tuviese manera de adivinar por su pinta que tuviese tanto dinero. Lo mismo podría haber sido un hombre de 300.000 dólares, o hasta de 27.500 dólares; y es que Stern consideraba que, si uno tenía millones, uno debería poder distinguirlo de un vistazo. Una medalla prendida o una corbata especial de millonario.

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El cuarto de Stern era largo, estrecho y pestilente, como si se hubiesen pasado la vida allí una serie de marinos mercantes entrados en años aquejados de problemas renales. Un hombre bajito de mediana edad con el pecho hundido y bolsas bajo los ojos estaba en una de las dos camas en penumbra y dijo:
-Eh, ¿esto qué es?
-¿El qué? –preguntó Stern.
El hombre había colocado las manos juntas, como si se las restregase una con otra, y las levantaba ante una lámpara de manera que proyectaba contra la pared una sombra amontonada y protuberante.
-No sé, ¿qué es?
-¿Ves la tita? ¿Ves la pirula?
-¿Cómo dice?
-Sí, hombre. Es un balanín. Un nabichuelo.
Stern volvió a mirar las sombras y, conforme el hombre manipulaba con los dedos, le apreció distinguir el contorno burdo de un par de genitales frotándose uno contra otro.

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Stern se acercó a la pareja y el chaval rubio y alto dijo:
-¿Qué tal, culogordo? Caray –le dijo al chico de la silla de ruedas–, ¿tú has visto qué pedazo de culo trae este?
Stern sonrió levemente, como si aquello fuese un buen chiste y no un insulto.
-He cogido un poco de peso porque tengo una cosa dentro. Hace una noche preciosa.
El chico alto estalló con violencia.
-¿Se las está dando de gracioso o qué?
-¿A qué te refieres? –contestó Stern aterrorizado.
-Por esa manera de hablar. ¿Se está burlando de nosotros?
-Pues claro que no.
-¿A qué viene lo de preciosa? Aquí somos una panda de tíos. Yo lo que veo es que igual se cree usted mejor que nosotros.
-Es por decir algo, nada más –dijo Stern.

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Había oído que cuando uno hace un esfuerzo físico aumenta el tono muscular, de modo que una vez, antes de una importante entrevista de trabajo, había corrido unas vueltas rápidas a la manzana. "¿Ha estado corriendo?", le preguntó el entrevistador, y Stern dijo: "No quería llegar tarde". La carrera había aumentado el tono muscular, pero él estuvo jadeando incoherencias durante toda la entrevista y no salió muy bien parado.


[La Fuga Ediciones. Traducción de Rubén Martín Giráldez]  

jueves, febrero 13, 2020

La tarde de un escritor, de Peter Handke


No había viento, pero el aire era tan frío que le rozó la frente y el cuello. En una bifurcación del camino se paró y meditó la dirección: en el centro de la ciudad habría las aglomeraciones prenavideñas; en la periferia estaría solo. En los periodos de ociosidad solía, por regla general, ir paseando hasta el centro. Pero en cambio, cuando estaba ocupado con su trabajo, se encaminaba normalmente hacia la periferia por su alejamiento y soledad; esta regla había dado, cuando menos hasta ahora, buenos resultados. Pero ¿seguía acaso alguna regla? ¿No habían cedido las pocas reglas que había intentado imponerse ante otras cosas, como el mal humor, el azar, la inspiración, cosas que en su momento le parecían primordiales? Desde hacía decenios vivía prácticamente orientado hacia la consecución de aquello que en cada caso estuviera escribiendo; sin embargo, hasta el presente desconocía un "cómo" seguro; dentro de él seguía siendo todo tan provisional como lo había sido en el niño de antaño, luego en el escolar y después en el principiante.

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¡Ir directamente a la periferia! ¡Mi sitio! O ¿por qué no quedarse en casa, en su cuarto, donde no sentía hambre ni sed ni necesidad alguna de compañía, como si el mero hecho de enfrascarse, mirando y escribiendo, le proporcionara suficiente alimento y bebida, y le ensartara en la fila de transeúntes? ¿Acaso no iluminaban esos últimos rayos del día el papel metido en la máquina y los lápices a los lados señalando los puntos cardinales, al tiempo que desde la colina del vecino se reflejaban en la habitación las luces intermitentes de los aviones vespertinos?

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Y estando así las cosas, ¿quién podía remitirse al hecho de ser artista y llevar dentro un universo interior? A ese tropel de preguntas hizo frente con la siguiente respuesta: Ya en el hecho de aislarme y hacer mi vida aparte para poder escribir –¿cuántos años hacía ya de ello?–, reconocí mi derrota como persona adscrita a una sociedad; yo mismo me excluí de los demás para el resto de mis días. Y aunque siga aquí sentado hasta el final entre la gente, y me saluden, me abracen y me hagan partícipe de sus secretos, yo nunca seré uno de ellos.

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«Ya sabes que yo también fui escritor muchos años. Hoy me ves tan contento porque ya no lo soy. Ahora te contaré por qué estoy tan relajado. ¡Escúchame, amigo mío! Al principio de escribir, yo veía en el mundo que llevaba dentro una serie fiable de imágenes que me bastaba contemplar y exponer después una tras otra. Pero con el tiempo se fue perdiendo la claridad de los perfiles, y aparte de mirarme por dentro, empecé a aguzar el oído. […]»


[Alfaguara. Traducción de Isabel García-Wetzler]

Próximamente: La seducción del mirlo blanco


De Mohamed Chukri. En Cabaret Voltaire.

sábado, febrero 08, 2020

Próximamente: Edén, Edén, Edén


De Pierre Guyotat. En Malas Tierras.

[Primeras páginas: aquí]

Susan Sontag. La entrevista completa de Rolling Stone, de Jonathan Cott


Como escribió Emily Dickinson: "Flores y libros, consuelo de la pena".

Sí. Leer es mi entretenimiento, mi distracción, mi consolación, mi pequeño suicidio. Cuando no puedo soportar el mundo, me acurruco con un libro y es como si una pequeña nave espacial me llevara lejos de todo. Pero no soy para nada una lectora sistemática. Tengo la suerte de leer rápido, comparado con la mayoría de la gente. soy una lectora veloz, lo que me da la ventaja de poder leer mucho, pero también tiene sus desventajas, porque nunca me detengo en nada. Lo tomo todo y dejo que se cocine en alguna parte. […]

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[…] Quiero decir: vivir es una agresión. Moverse en el mundo es entrar en contacto con la agresión en todos los niveles: ocupas un espacio que otros no pueden ocupar, cuando caminas pisoteas toda clase de flora, fauna y criaturas diminutas. De modo que hay una agresión normal que forma parte del ritmo de vivir. Creo que el uso de la cámara representa la intensificación de cierto tipo de formas modernas de agresividad, como cuando uno va y le dice a alguien: "Quédate quieto", y le toma una fotografía. Son formas de apropiación que a la gente que tiene cámaras le parecen muy normales; ven algo y quieren llevárselo a casa y lo hacen bajo la forma de una fotografía. Coleccionan el mundo. Pero no quiero que se entienda que estoy sugiriendo que fue la fotografía la que introdujo la apropiación y el coleccionismo y la agresividad, o que sin ella no habría ninguna de esas cosas. No estoy diciendo eso, por supuesto, pero a veces tengo la sensación de que se entiende que digo eso.

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[…] lamentaría que la escritura empezara a sufrir una segregación sexual. He estado en esa situación. Supongamos que una película mía es invitada a un festival de cine de mujeres. Muy bien, no me niego a enviar la película, al contrario: me gusta que mis películas se exhiban. Pero a la hora de invitar la película, lo único que cuenta es el accidente de que yo sea mujer. Y no creo que mi obra como cineasta tenga nada que ver con que sea mujer. Tiene que ver conmigo, y una de mis características es que soy mujer.

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Hice una lista con cuatro adjetivos que pensé que podrían definir tu estilo de escritura: austero, medido, sereno, escueto.

De todos, con el que sin duda sintonizo es escueto. Creo que siempre he pensado que era una buena manera de ser. Me parecía que lo perecedero de muchos textos eran precisamente sus adornos, y que el estilo eterno era el estilo escueto. Pero los dos escritores norteamericanos que me fascinan son Elizabeth Hardwick y William Gass, y no puedo imaginar escritores más opuestos a mí, y también entre ellos: los dos usan imágenes constantemente, y desarrollan cosas a partir de las imágenes y luego las vuelven a sumergir en imágenes. […]

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Lo que me cambió fue ese ensayo sobre Vietnam, porque fue la primera vez en mi vida que escribí sobre mí misma, aunque tímidamente, y mientras lo hacía lo sentía como un sacrificio terrible. Pensaba: "Odio esta guerra, y estoy dispuesta a hacer esto para aportar mi pequeño grano de arena". Pero lo hice como un sacrificio consciente. Pensaba: "No quiero escribir sobre mí misma, solo quiero escribir sobre ellos". Pero cuando me di cuenta de que la mejor manera de escribir sobre ellos era incluirme a mí misma, entonces se volvió una especie de sacrificio. Y eso me transformó. Me di cuenta de que como escritora podía tener una cierta libertad que nunca antes había pensado que deseara, y de allí en más empecé a explorar con cautela esa libertad en algunos de mis relatos autobiográficos.


[Alpha Decay. Traducción de Alan Pauls]

jueves, febrero 06, 2020

El árbol de las brujas, de Ray Bradbury



Las calabazas del Árbol no eran meras calabazas. Cada una de ellas tenía una cara. Cada cara era una cara diferente. Cada ojo era el ojo más extraño. Cada nariz era la nariz más fantasmagórica. Cada boca sonreía repulsivamente de algún nuevo modo.
Debía de haber unas mil calabazas en aquel árbol, colgadas muy arriba y en todas las ramas. Mil sonrisas. Mil muecas. Y dos veces mil miradas torvas y guiños y parpadeos de ojos recién cortados.
Y mientras los muchachos miraban, ocurrió algo nuevo.
Las calabazas se animaron.

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-¿Y es ese el origen de la Noche de las Brujas?
-Esas largas meditaciones nocturnas, muchachos. Y siempre allí, en el centro, el fuego. El sol. El sol sucumbiendo para siempre bajo el cielo frío, aterrorizando al hombre primitivo. Aquella era la Gran Muerte. Si el sol desaparecía para siempre, entonces ¿qué?
»Y a mediados del otoño, mientras todo moría, los hombres-monos se agitaban en sueños, recordaban a los muertos del año anterior. Los espectros llamaban desde dentro de las cabezas. Recuerdos, eso son los espectros, pero los hombres-monos no lo sabían. Detrás de los párpados, en las horas tardías de la noche, aparecían los espectros de la memoria, saludaban, bailaban, y entonces los hombres-monos despertaban, echaban ramitas al fuego, lloraban, se estremecían. Podían ahuyentar a los lobos, pero no a los recuerdos, no a los fantasmas. Entonces se acurrucaban, rezaban pidiendo que llegase la primavera, vigilaban el fuego, agradecían a dioses invisibles las cosechas de frutos y bayas.
»¡Noche de Brujas, en verdad! Hace un millón de años, en el otoño, en una caverna, con las cabezas pobladas de fantasmas, y el sol perdido.

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Todos silbaron.
Y obedientes al llamado, las turbamultas, los tropeles, el aluvión, la muchedumbre, el furibundo torrente de monstruos, bestias, vicios desenfrenados, virtudes trasnochadas, santos descartados, orgullos mal entendidos, pompas huecas, se filtraban, se escurrían, se deslizaban, acometían, corrían temerarios y escalaban los muros de Notre Dame. En una marejada de pesadilla, en un tumultuoso oleaje de alaridos y trastabillones inundaron la catedral para incrustarse en todos los piñones y voladizos.

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-¿Veis, hijos? ¡Pensad! La gente desaparecía para siempre. Morían, oh Señor, morían, pero volvían en sueños. A aquellos sueños se los llamaba Fantasmas, y aterrorizaron a los hombres de todas las épocas…
-¡Ah! –gritaron un billón de voces desde las buhardillas y los sótanos.
Las sombras trepaban por las paredes como viejas películas reproyectadas en antiguos cines. Nubecillas de humo flotaban en las puertas con ojos tristes y bocas balbucientes.


[Minotauro. Traducción de Matilde Horne]

sábado, febrero 01, 2020

Noches azules, de Joan Didion



Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición.

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El tiempo pasa.
Los recuerdos se borran, la memoria se adapta, la memoria se ajusta a lo que creemos recordar.

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Es horrible verse a uno morir sin hijos. Lo dijo Napoleón Bonaparte.
¿Puede haber para un mortal un dolor mayor que ver a sus hijos muertos? Lo dijo Eurípides.
Cuando hablamos de mortalidad, estamos hablando de nuestros hijos.
Eso lo dije yo.

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"Te quedan tus maravillosos recuerdos", me decía la gente más tarde, como si los recuerdos trajeran consuelo. No lo traen. Los recuerdos son por definición del pasado, de lo que ya no está. Los recuerdos son los uniformes de la Westlake que hay en el armario, las fotografías descoloridas y agrietadas, las invitaciones a las bodas de gente que ya no está casada, las tarjetas impresas en serie de funerales de gente cuya cara ya no recuerdo. Los recuerdos son las cosas que ya no quieres recordar.

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La mala salud, que es otra forma de describir el precio que podemos acabar pagando por no perder el empuje, se nos echa encima cuando no se nos ocurre razón alguna para esperarla.


[Mondadori. Traducción de Javier Calvo]