martes, julio 30, 2019

La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro


La única libertad que existe es la del dinero. Quien más tiene depende menos de los demás y quien tiene todo no depende de nadie.

**

La propuesta que he recibido de Paul Schneidewind para pasar diez meses en Amberes, en la fábrica Gevaert, aprendiendo todo lo relativo a la fotografía, me ha desconcertado. Ello trastorna toda mi vida. a mi regreso al Perú tendría un trabajo, un sueldo, un porvenir. Su firma me ofrece pagarme el pasaje de regreso. Todo esto es inverosímil. Otra persona que yo estaría contenta. Pero…
1. Ello significa el abandono provisional de la literatura como yo la concibo –lectura de libros, aprendizaje de cuestiones de técnica literaria, escritura–, es decir, de todo aquello que no da dinero, que carece de aplicación, que nunca se termina de aprender, pero que desde hace cinco años constituye el centro de mi vida. 
2. ¿No es un poco triste regresar al Perú, luego de cinco años de ausencia, para ocupar un lucrativo cargo de perito en fotografía, cuando algunos parientes o amigos esperan, tal vez, verme investido de alguna dignidad universitaria?

**

Comprobación interesante: hasta qué punto la labor creadora implica la autodestrucción del creador. Escribir es como hacer el amor: una cosa brutal, fatigante, en la cual morimos y renacemos. Luego de escribir una página caigo extenuado en la cama, los ojos ardientes, la náusea del tabaco y la sensación de la consumisión física. Y ello es el precio de veinte líneas, ni buenas ni malas, que serán probablemente corregidas o eliminadas, pero en cuya elaboración hemos puesto lo mejor de nosotros mismos.

**

Escribo porque el placer que me produce el acto de escribir es de una calidad tan especial que no puedo compararlo con ningún otro que pueda ofrecerme la vida. Bien entendido, no se trata de un placer físico, y justamente lo que no sé es en qué plano de nuestra sensibilidad se da este placer. Biológicamente, escribir me daña: fumo demasiado, muchas veces bebo, se me entumecen los dedos, me arden los músculos del cuello, y siento todos los síntomas de una tortura. Pero todo esto va acompañado paralelamente de un gozo tan singular que podría hablarse casi de un caso de masoquismo si es que no fuera más justo invocar el ejemplo de los místicos que se disciplinan. Lejos de mí sin embargo darle al acto de escribir un carácter sacral o religioso. Pero sí sostengo que escribir es una inmolación consciente y razonada que el escritor –el verdadero– hace de su tiempo, de su salud, de sus intereses materiales, de su vida, en suma, para crear un orden de palabras que lo satisfaga. ¿Qué es escribir si no inventar un autor a la medida de nuestro gusto? 

**

Al escribir trato de narrar algo de lo cual he sido testigo real o imaginario, algo que me ocurrió en mi contorno o que inventé pero que me impresionó y que me parece que da una versión subjetiva, tal vez parcial, pero nunca falsa, de mi realidad, realidad generalmente sombría o inaceptable, que yo trato de imponer a mis lectores, apasionadamente, para comunicarme con ellos y hacerles compartir mis predilecciones y mis odios.

**

El dolor físico es el gran regulador de nuestras pasiones y ambiciones. Su presencia neutraliza de inmediato otro deseo que no sea la desaparición del dolor. Esa vida que recusamos porque nos parece chata, injusta, mediocre o absurda cobra de inmediato un valor inapreciable: la aceptamos en bloque, con todos sus defectos, con tal de que se nos dé sin su forma de vileza más baja que es el dolor. Porque éste nos recuerda nuestra más miserable condición animal: la del perro atropellado, la de la res en manos del matarife. Sólo cuando se va el dolor nos volvemos exigentes y empezamos a encontrarle peros a la vida. Pero el dolor regresa.

**

Las condiciones en que trabajo (sentarse ante la máquina para escribir lo que deseo) son inhumanas. Antes era encontrar las horas necesarias en el día. Ahora son a la semana, a veces al mes. Tengo que conquistarlas empecinadamente. Tienen que confluir además tantas circunstancias favorables: que esté despejado, que Alida salga con el bebé, que si sale sola el bebé se entretenga con sus juguetes o se duerma, que no llegue una visita, que no me moleste la úlcera, etc. Ahora, para poder escribir (Alida fue a almorzar a la casa de C. G.) tuve que encargarme del bebé desde las doce del día: almuerzo, paseo a un jardín, juego, baño, comida, nuevamente juego y luego 45 minutos, exactamente por reloj, 45 minutos de mecida en mis brazos, ya cansados, para que se duerma. Y cuando al fin puedo venir a mi mesa lo hago agotado, casi contra mi voluntad, sin ningún entusiasmo, lleno de cólera, de desasosiego.

**

La gran admiración que nos despierta un escritor se nota no tanto en que nos impone la lectura de su obra sino la lectura de sus lecturas preferidas.

**

Los hijos sólo comprenden, cuando a su vez tienen hijos, todo lo que le han costado a sus padres en tiempo, esfuerzo, preocupación, vigilias, cuidados, servicios, privaciones, sacrificios. Cada vez más pronto despliegan sus pequeñas alas y empiezan a volar, movidos por alguna ley de la especie que los fuerza a ser ingratos y a olvidar durante largo tiempo, porque les es necesario andar solos por el mundo, hasta que a su vez, ya saciados o decepcionados o instalados y con hijos, son olvidados, dejados de lado por éstos y la historia se repite y es de nunca acabar.

**

No concibo mi vida más que como un encadenamiento de muertes sucesivas. Arrastro tras de mí los cadáveres de todas mis ilusiones, de todas mis vocaciones perdidas. Un abogado inconcluso, un profesor sin cátedra, un periodista mudo, un bohemio mediocre, un impresor oscuro y, casi, un escritor fracasado. Noche de gran pesimismo.


[Seix Barral]  

Próximamente: Los testamentos


De Margaret Atwood. En Salamandra.

Juan Gil Bengoa: 3 poemas



.
.
¿Crees que el mar se evaporó?
¿Que enterrados fósiles aguardan su inmortal destino arqueológico?
¿Su oleoso perfume a petróleo?

Las aguas se retiraron del reseco decorado
para que caminases por esta infinita playa
a la que un día –indómita marejada– retornarán inexorables.

¿No percibes su antiguo oleaje?

**

En la plaza me han advertido que no me fíe de semejante charlatán, pues su pirómano trastorno lo lleva escrito en un sanatorio del que permiten que escape a ratos. Se pega a mi costado como una lapa. Me insinúa que aquí corro peligro, que ha muerto mucho hermano en Irak por nuestra culpa. Muestra su viejo reloj de muñeca, me pide que se lo cambie por un mechero. Asegura que vivió en Clermont-Ferrand, también en Artigues. Que quemaba los montes de los infieles y los pasaba a degüello con su daga. Que él solo, hace mucho tiempo, acabó con el mayor bosque del norte de África. Un inquietante brillo mesiánico endurece sus ojos cuando me susurra al oído: Mire a su alrededor, está hablando con el hombre que originó el desierto.

**

Has abierto el paisaje:
hiere la luz
hiere el tiempo de lejanas esperanzas.
La mujer que te prometió su amistad
recordará tu nombre
recordará algún poema
cuando su tiempo se desvanezca
teñido de perdurable felicidad.

Ahora, monarca solitario de ceniza y arena,
aprendiz de nómada,
extraviado de Ain-Sefra, donde un río de lodo
y piedras ahogó la voz de aquella mujer indómita,
recorres tu tiempo en el yermo paraje
de un cementerio que guarda la macabra broma
de morir ahogada en el desierto.

Lejos de la furia atlántica
lejos del hondo abrazo del Sena
contemplas al atardecer su tumba.

Más allá, Taghit.

.
.
.Juan Gil Bengoa, En jardines de arena

Próximamente: Máquinas como yo


De Ian McEwan. En Anagrama.

domingo, julio 14, 2019

El viento, de Dorothy Scarborough



De Dorothy Scarborough (1878 – 1935) no conocíamos nada en España y, gracias a Errata Naturae, hemos podido disfrutar de su novela El viento, que fue adaptada en 1928 en una película protagonizada por Lillian Gish. El viento es una de las novelas más angustiosas que he leído en los últimos tiempos, y en algunos pasajes me ha provocado el mismo desasosiego que La metamorfosis (o La transformación) de Kafka. Porque ese viento simboliza el miedo de la protagonista, representa una amenaza a la que no se puede vencer porque forma parte de la naturaleza, y se convierte, aquí, en una especie de monstruo imbatible.

Letty Mason es una joven que vive en Virginia. A la muerte de su madre, el pastor de su localidad le recomienda que se mude a la casa de su primo Beverly, quien reside en el Oeste con su familia. La joven, soñadora e ingenua, no sabe que está a punto de vivir en una tierra árida, sin vegetación, una zona castigada por la sequía y la pobreza, en la que apenas hay nada salvo desierto y arena, y un viento terrible, continuo e implacable que empuja esa arena día y noche y la mete en las casas y entre la ropa, sumiendo a las personas en estados de crisis y de nervios. Y, según afirma la narradora, ese viento es aún más terrible para las mujeres porque les seca la piel, les enreda y les alborota el pelo, les hace achinar los ojos para evitar que les entre arenilla, las ensucia y las vuelve locas mientras trabajan en el hogar o en las inmediaciones de la casa. Cuando llega a la propiedad de su primo y tiene que dormir con sus hijos en la misma habitación y soportar a la esposa de Beverly, una mujer arisca e intratable, y tiene que sufrir el viento, la arena y los parajes sin vegetación, es cuando Letty se ve atrapada sin remedio, asfixiada, viviendo una vida que no le gusta, en un lugar que no le parece confortable y en un entorno que la agobia.

Decía al principio que es una de las novelas más angustiosas que he leído y eso es gracias a las descripciones de la autora: nos pinta ese viento del Oeste bajo la mirada de la protagonista, que lo ve como un monstruo, como un ser con vida que adivina sus intenciones y le tiende trampas y la persigue. Un viento fuerte, cuando se alía con la arena, puede volver loco a cualquiera porque le obliga a cerrar los ojos y le trastorna con su silbido. En algunos momentos Letty está próxima a la locura porque ese viento la atosiga y la trastorna. Casi podríamos decir que es una novela sobre la claustrofobia, como si las casas en las que vive la protagonista fueran los muros de una prisión y el viento y la arena fuesen los carceleros. Esa impotencia de no poder salir de un lugar, de no poder escaparse de una situación, de volverse loco estando atrapado, es lo que me recuerda a Kafka y a su insecto patas arriba. Por si fuera poco, Letty está rodeada de vaqueros, de hombres rudos y polvorientos que tienen rifles, monturas y kilos de suciedad. Es decir, como si viéramos el lado femenino de un western. Me ha parecido una novela espléndida. Aquí van algunos extractos:

El viento fue la causa de todo. La arena también tuvo parte de culpa, y los seres humanos se vieron implicados, pero el viento fue la fuerza primigenia, y de no ser por él nada de lo que ocurrió después habría tenido lugar. Sucedió en el oeste de Texas, hace muchos, muchos años, antes de dividir los vastos parajes en granjas, antes de ararlos y sembrarlos para el cultivo, cuando no había nada que estorbase el barrido del viento a través de las llanuras sin árboles, cuando la arena volaba con furia sobre la meseta, o conformaba burlonas ondas que nunca rompían en playas, ni cercanas ni remotas, o se acumulaba en montículos que eran arrastrados por caprichosas ráfagas tan pronto como se erigían, cuando a lo largo de interminables kilómetros no había más que viento, arena y vacío, distantes del cielo.

**

En los viejos tiempos, el viento era enemigo de las mujeres. ¿Las odiaba porque veía en ellas el símbolo de esa civilización que menoscababa paulatinamente su propio poder? ¿Porque era para las mujeres para quienes los hombres construían casas –tal y como antaño construían refugios–, agrandaban los rebaños y convertían la llanura en granjas, surcando la tierra que desde la noche de los tiempos no había conocido arado alguno?
El viento era cruel con las mujeres, sometidas a su tiranía. Se ensañaba con ellas sin descanso, azotándolas con gélidas ráfagas en invierno, quemándolas con su hálito ardiente en verano, agostando su piel y enmadejando su cabello, intentando erosionar sus nervios y atemorizarlas.
La arena era el arma del viento. Se clavaba en la cara como esquirlas de cristal, cegaba, se colaba en las casas a través de las ventanas cerradas, de las puertas, de cada grieta, de cada fisura, de manera que podría hacer que la ropa de cama resultase áspera, que la comida tuviese un regusto arenoso, que el aire fuese sofocante. Se acumulaba en montículos como la nieve tras una ventisca del norte.

**

El agua se había convertido casi en una obsesión. Por la noche, en sus agitados sueños, se encontraba perdida en un desierto luchando contra la arena profunda, las manos y el rostro lacerados por las espinas de mezquites y cactus, los pies repletos de agujas de nopales clavadas, y sin embargo obligada, forzada a buscar un pozo… ¡Un agua profunda en la que pudiera sumergirse para refrescarse y purificarse de nuevo! Un agua que borrase la arena y las lágrimas, que la ayudase a olvidar las escenas horribles a las que había asistido…

**

Y el viento continuaba soplando. El viento le había robado la belleza, la juventud, los sueños, se repetía a media voz. ¿Se apoderaría también un día de su razón o de su vida? Ululaba alrededor de la casa día y noche… ¿Era él lo que oía cuando prestaba atención, rastreando esos sonidos agudos, incesantes, implacables? ¿Era él o la letanía fúnebre de los coyotes…? 


[Errata Naturae. Traducción de Sara Álvarez Pérez]

jueves, julio 11, 2019

Mejor productor, de Robert James Baker


De esta novela, una historia oral ficticia, estructurada con las declaraciones de muchos personajes, ya he escrito un texto para El Plural. Pero dejo aquí el primer párrafo del libro y uno de más o menos la mitad, para que el lector se haga una idea:

Buzz Payne
Por supuesto que recuerdo la noche en que nació Shark. Yo tenía dieciséis años y acababa de empezar a trabajar en el autocine Flying Wing, en Costa Mesa. Ayudaba en el bar durante el intermedio y el resto del tiempo iba en bici entre los coches, usando una linterna para disuadir a las parejas que se magreaban demasiado, ya que el señor Krogfoss, el encargado, quería mantener un ambiente familiar. No había visto nunca nada más que besos, pero estaba asustado de ver algo más y a la vez ansioso por verlo. Así que cuando oí a una mujer gimiendo en el asiento trasero de un Chrysler aluciné. Gimiendo y gruñendo, como si algún tío le estuviese dando bien. Me acerqué y alumbré con mi linterna, como se suponía que debía hacer, y casi me caigo de la bici al ver a una mujer teniendo un bebé.

**

Todd Jarrett
Conocí a Shark Trager en la primavera de 1981 en el cine Ray-Mar, la noche en que nuestro proyeccionista se contagió de rabia. Yo estudiaba cine en UCLA y trabajaba las noches en el bar del cine. El Ray-Mar desapareció, lo derribaron hace unos años. fue una pena, deberían haberlo restaurado, era de estilo art déco opulento y decadente, con butacas de terciopelo rojo con olor a llevar cincuenta años derramando encima palomitas, Coca-Cola y lágrimas. Ahora hay una tienda de ropa con precios de fábrica allí.
[…] 


[Libros Walden. Traducción de Manuel Moreno]

Llega la música cada vez más tenue

Llega la música cada vez más tenue,
como amortiguada por la noche. Se oye
el viento. También es un viento último,
vuelve a serlo en esta tarde y mientras
golpea ahora la puerta del cuarto. Se diluye
la música, se desdibuja, se amortigua, mientras
ulula el viento. La vida es también última.
Lo es y así sentimos que es especialmente
algunas veces, no sólo en la muerte.
La música se oye cada vez más tenue
y así nos irá abandonando todo en esta vida.
Cada uno de estos abandonos nos acerca
a la última pregunta, al último
y absoluto abandono, y en él
al encuentro o a la nada.

(Granada)

Santiago Montobbio, Nicaragua por dentro

viernes, julio 05, 2019

El loro de Flaubert, de Julian Barnes



A mí también se me ocurrió una vez que podía escribir libros. Disponía de las ideas; incluso tomé notas. Pero era médico, casado y con hijos. No se puede hacer bien más que una sola cosa: Flaubert lo sabía. Lo que yo hacía bien era ser médico. Mi esposa..., murió. Mis hijos están ahora desperdigados; escriben cada vez que les impulsa la mala conciencia. Viven su propia vida, naturalmente. «¡La vida! ¡La vida! ¡Erecciones!» El otro día estaba leyendo estas exclamaciones de Flaubert. Hicieron que me sintiera como una estatua de piedra con un parche en la entrepierna.
¿Los libros no escritos? No son motivo de resentimiento. Ya hay demasiados libros. Además, recuerdo el final de L’Éducation sentimentale. Frédéric y su compañero Deslauriers vuelven la vista atrás para contemplar sus vidas. Su último y favorito recuerdo es el de una visita a un burdel realizada hace muchos años, cuando ambos eran todavía unos colegiales. Habían trazado con todo detalle el plan de la excursión, se hicieron rizar el pelo especialmente para ese acontecimiento, e incluso robaron flores para regalárselas a las chicas. Pero cuando llegaron al burdel Frédéric se puso nervioso, y los dos huyeron corriendo de allí. Así fue el mejor día de sus vidas. ¿No será que la forma más segura de placer, nos dice implícitamente Flaubert, es el placer de la ilusión? ¿Acaso hay alguien que necesite irrumpir en el desolado desván del cumplimiento?

**

Los novelistas que piensan que sus escritos son un instrumento político degradan, me parece, la literatura y exaltan neciamente la política. No, no estoy diciendo que debería estarles prohibido que tuvieran opiniones políticas ni que hicieran declaraciones políticas. Sólo digo que a esa parte de su trabajo deberían llamarle periodismo. El escritor que imagina que la novela es la forma más eficaz de participar en política suele ser un mal novelista, un mal periodista y un mal político.

**

Los viejos tiempos eran buenos porque nosotros éramos jóvenes, y porque ignorábamos lo ignorantes que pueden ser los jóvenes.

**

Los libros dicen: ella hizo esto porque. La vida dice: ella hizo esto. En los libros las cosas quedan explicadas; en la vida, no. No me extraña que la gente prefiera los libros. Los libros le dan sentido a la vida. El único problema radica en que las vidas a las que dan sentido son las de otros, jamás a la del lector. 



[Anagrama. Traducción de Antonio Mauri]

miércoles, julio 03, 2019

lunes, julio 01, 2019

Némesis, de Alexander Drake


Hace un tiempo recibí un correo electrónico mediante el que una mujer me preguntó si me gustaba "la terrible violación" (¡¡¡!!!); luego añadía un insulto gratuito y la acusación de que yo andaba "propagando esa basura". En el Asunto mencionaba a Hubert Selby, así que sumé dos y dos: probablemente se había ofendido porque siglos atrás recomendé la lectura de Última salida para Brooklyn, una inmensa novela de Hubert Selby, Jr. Resulta que, en dicho libro (y en la película que inspiró), hay un pasaje bastante crudo y demoledor sobre una prostituta a la que violan un montón de hombres. Que Selby retrate una violación y que yo lea el libro y lo recomiende no significa que ambos estemos a favor de las agresiones sexuales. Pero así actúan las mentalidades simples, y parece que la de esta señora lo era a juzgar por la gratuidad de sus reproches: las personas de esa índole creen que, si alguien escribe sobre la violencia (o la violación), es violento (y quizá violador); creen que, si alguien aplaude una novela en la que la violencia (y la violación) ocupa un lugar preferente, a ese lector le gusta la violencia (y la violación) y la celebra. Etcétera. Las personas de esa índole están convencidas de que actores como Sylvester Stallone y Jackie Chan son así en la vida real, y que se pasan los días agrediendo a la gente y saltando por los tejados.

Viene esta introducción a cuento del nuevo libro de Alexander Drake: Némesis, que reúne relatos (nuevos, no publicados antes) escritos entre 2011 y 2014, y con el que corremos el peligro de que esas personas de mentalidades simples crean que el autor es el mismo que el narrador o los narradores. A Alexander Drake jamás lo he visto en persona, pero llevamos unos años carteándonos: es notorio que utiliza un pseudónimo, pero no voy a revelarlo aquí (aunque daría igual si lo hiciera: no es famoso, aunque sí popular en algunos círculos de lectores). Y utiliza un pseudónimo, imagino, porque sus libros de narrativa versan sobre sexo, tortura, violencia y demás perversiones, hasta el punto de ser bastante fuertes y poder herir sensibilidades; con dicho pseudónimo puede esquivar la lluvia de pedradas de las personas de mentalidades simples. Salvo el primero (La Transformación, que tengo en casa y espero leer pronto), he leído todos sus libros de ficción: Vorágine, Ciudad de caníbales, Ocho relatos de boxeo, para cuya segunda edición escribí un prólogo, y, ahora, Némesis. No son historias fáciles para quienes se asusten fácilmente: los narradores de Drake meten los dedos en la llaga, muchos de ellos son desalmados, violentos, muy crueles, y en su habitual galería de perversos no faltan los torturadores, los misóginos, los homicidas y los psicópatas. Pero repito: es ficción. Lo digo porque hay en Némesis un relato que (éste sí) imagino autobiográfico, y en el que una periodista juzga su trabajo como si a él le apasionaran la violencia y las torturas. Es decir: identifica al autor con el narrador (o narradores).

Alexander Drake emplea una prosa en la que huye deliberadamente de florituras o giros lingüísticos, en la que apuesta por lo sencillo, lo directo, lo visual, creando con los diálogos y las descripciones una serie de contextos que impactan, que provocan y que perturban. Para mí son retratos de ciertos ámbitos de la sociedad, a los que critica sin apiadarse de ellos. Para una mentalidad simple, igual son porciones del diario de un loco. Lo que tengo claro es que, incluso aunque el nivel de los textos no sea siempre el mismo, me resultan muy adictivos. Lees uno, te provoca, a veces te molesta… pero en seguida pasas al siguiente, estimulado por la curiosidad y lo ameno de las situaciones. Supongo que es como aquello que decía un escritor, creo que era Stephen King: que, quien pasa junto a un accidente, no puede evitar fijarse en lo que ha ocurrido, incluso aunque sepa que la escena le hará vomitar y le traumatizará para siempre. Así pues: si no os arredráis ante las provocaciones, si sois capaces de distinguir entre escritor y voz narrativa, os gustará Alexander Drake; y me consta, aunque le sea difícil publicar, que ya cuenta con unos cuantos seguidores fieles. Por si fuera poco, los libros de Alexander Drake jamás aburren.


[Ediciones Camelot]  

Qué vida habrá. Qué no vida.

Qué vida habrá. Qué no vida.
Qué sueño perdido, qué esperanza.
Cuando se acaben los poemas,
el adiós que anuncian con
insistencia haya llegado
y todo sea un desierto
como el que tantas veces
en ellas canto. Qué habrá.
Voy de vuelo en el poema y
literalmente vuelo en estos
momentos por el cielo. América.
Nicaragua. La tierra, el alma.
Qué habrá, sí, qué habrá
después de los poemas. No
parece que si ellos no están
y no son posibles pueda
haber nada, algo que
merezca sentirse
como la vida, algo
que al menos se
parezca.

(Avión a Managua)

Santiago Montobbio, Nicaragua por dentro