viernes, agosto 31, 2018

Drugstore Cowboy, de James Fogle



No hay ningún cinéfilo al que no le suene (o que no haya visto alguna vez) la película de Gus Van Sant protagonizada por Matt Dillon y Kelly Lynch y en la que intervenía William S. Burroughs en un breve papel: Drugstore Cowboy. Lo que quizá no tantos recuerden es que estaba basada en una novela de culto de James Fogle cuya traducción llevábamos años esperando. Y por fin está aquí, gracias a Sajalín Editores: la única novela que James Fogle logró publicar. Fogle fue un delincuente en toda regla: ladrón, adicto a las drogas, atracador de farmacias, con temporadas en reformatorios y más tarde en prisiones… Es evidente que, aunque esté narrada en tercera persona y el protagonista se llame Bob Hughes, se trata de un álter ego; y probablemente introdujera bastantes dosis de ficción, pero esto es lo de menos: lo importante es que estamos ante un libro áspero e impactante, escrito por alguien que, sin ser un literato, tiene la destreza justa de los autores norteamericanos que logran proezas narrativas contándote anécdotas sencillas, como el momento en que un tipo entra en una cafetería de noche para tomar algo o las conversaciones entre un grupo de drogadictos.

Con 35 años, Bob da palos en las farmacias para asegurarse la dosis diaria. Le acompañan su chica, Diane, y otra pareja más joven, la que forman Rick y Nadine como aprendices y cómplices de los dos primeros. La vida de Bob y sus compinches consiste en el día a día, e incluso él tiene su propio código de honor y de conducta: hay cosas que jamás haría y traiciones que nunca querría cometer. Pero cuando dos agentes de policía le pisan los talones para tratar de pillarlo con las manos en la masa, Bob intuye que las cosas empezarán a ponerse difíciles, hasta el punto de intentar desintoxicarse.

La traducción del libro, además, viene a cargo de Juan Carlos Postigo, del que ya he leído algunas otras traducciones y que le aporta al texto en español esa fluidez característica de la narrativa norteamericana del siglo XX. Os lo pasaréis en grande con esta novela, está en esa línea de Candy o Fat City en la que los perdedores acaban por tocarnos el corazón: una historia sin concesiones repleta de detalles de autenticidad. Aquí van el inicio y un fragmento posterior: 

Bob estaba echado en el asiento trasero del coche pensando en las distintas maneras de robar farmacias. Las había probado todas, con los establecimientos abiertos o cerrados; eso daba igual, lo importante era la técnica. Muchos de los trabajitos de Bob eran pura inspiración. Aquello no se leía en ninguna novela negra ni se veía en las series de policías que ponían en televisión. No, era demasiado bueno para eso, demasiado personal. Bob pensaba que reunía las cualidades necesarias para escribir un libro, si es que un día lograba estar sentado en un mismo lugar el tiempo suficiente para hacerlo. Se titularía Guía de farmacias para drogatas o algo por el estilo. Y en ella, el lector curioso encontraría delirios de grandeza, perlas de creatividad, arte, y sí, incluso poesía como Dios manda.

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A Bob no le preocupaban los problemas del mundo exterior. De hecho, nunca leía el periódico ni escuchaba la radio, ni en modo alguno se interesaba por lo que ocurría al otro lado de los muros de la cárcel. La prisión era todo su mundo, y lo único que le interesaba eran sus problemas, sus escándalos y su tráfico de narcóticos.
Durante los primeros encarcelamientos de Bob no se ofrecían programas de rehabilitación. Se consideraba que un drogadicto estaba perdido y que no valía la pena perder tiempo con él. Todo el mundo sabía que los yonquis no se recuperaban, y que todos y cada uno de ellos serían capaces de arrancarle el corazón a su madre por un pico más.


[Sajalín Editores. Traducción de Juan Carlos Postigo]

Crowdfunding Liberoamericanas: 100 poetas contemporáneas


Antología de jóvenes poetas contemporáneas de América Latina, Portugal y España. 
Más datos: aquí y aquí.

Próximamente: Dar la cara


De Larry Brown. En Dirty Works.

martes, agosto 28, 2018

Relatos de Kolimá. Volumen VI. Ensayos sobre el mundo del hampa, de Varlam Shalámov


A finales de 2017 salió, por fin, la traducción del sexto y último volumen de los Relatos de Kolimá. En Editorial Minúscula empezaron a editar estos textos, tal y como Varlam Shalámov los había concebido (antes de ello Mondadori publicó una selección de textos, pero nunca encontré ejemplares), en 2007, lo que arroja un total de 10 años de esfuerzo editorial, de apuesta de riesgo y de lucha heroica de su traductor, Ricardo San Vicente, quien incluye aquí un posfacio que supone un broche perfecto para quienes hemos ido comprando y leyendo estos volúmenes.

En este último tomo ya indica el subtítulo lo que el autor se propuso: en vez de relatar sus padecimientos y los del prójimo en los campos de trabajo de Kolimá, escribe 8 ensayos que giran en torno a los criminales en general y a los ladrones en particular, criticando de paso el modo romántico en que a veces nos los ha pintado la literatura: para Shalámov eran personas sin escrúpulos, sin moral, muy duchas en engaños, perversiones y maldades. La ventaja con la que cuenta el escritor de este volumen es que no se trata de alguien que sólo mantiene una opinión, sino que aporta ejemplos porque él se pasó años rodeado de víctimas, pero también de cabrones y sabandijas. Por eso sus ejemplos resultan iluminadores. Poco más tengo que aportar: si habéis llegado hasta aquí es porque ya conocéis los anteriores volúmenes y sólo queda insistir en que los leáis si no lo habéis hecho. Aquí va un extracto:

¿Cuál es el catecismo del ladrón? El ladrón es miembro del mundo criminal –esta es la definición: el mundo del crimen pertenece a los propios ladrones– y debe robar, engañar a los "fraier", beber, divertirse, jugar a las cartas, no trabajar y participar en las "pravilkas", es decir, en los "juicios de honor". La cárcel, si bien no es para el ladrón su casa natal, es decir, un lugar acogedor, sí es el sitio donde se ve obligado a pasar la mayor parte de su vida. Y de aquí se deriva una conclusión importante: que en la cárcel los ladrones han de disfrutar –gracias a la fuerza, la astucia, la desvergüenza o el engaño– de unos derechos no oficiales pero importantes, como son el derecho a repartirse los paquetes o los bienes ajenos, a ocupar los mejores lugares, la mejor comida, etc. Si en la celda hay unos cuantos ladrones, esto se consigue prácticamente siempre. Son justamente ellos los que se hacen con todo lo que se puede adquirir en la cárcel. Estas "tradiciones" permiten al ladrón vivir mejor que los demás en la cárcel y en el campo de trabajo.   


[Editorial Minúscula. Traducción de Ricardo San Vicente]

jueves, agosto 23, 2018

Memorias, de Balthus


Hay que aprender a atisbar la luz. Sus fugas y sus filtraciones. Por la mañana, después del desayuno, después de leer el correo, informarse sobre el estado de la luz. Saber si es posible pintar hoy, si el avance en el misterio del cuadro será profundo. Si la luz del estudio será buena para penetrar en él.

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Nadie piensa en lo que realmente es la pintura: un oficio, como el de cavar la tierra, el de labrador. Es como hacer un hoyo en la tierra. Hace falta cierto esfuerzo físico, que corresponde a la meta que te has marcado. Conocer secretos, caminos ilegibles, profundos, lejanos. Inmemoriales. Esto me lleva a pensar en la pintura moderna, en sus fracasos.

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No hay nada más arriesgado ni más difícil de hacer que reproducir la claridad de una mirada, el terciopelo casi imperceptible de una mejilla, la presencia de una emoción que se advierte en la mezcla de pesadez y ligereza de los labios. Es al equilibro milagrosamente musical de los rostros de mis jóvenes modelos adonde he querido llegar.

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El dibujo es una escuela estupenda de verdad y exigencia. Es lo que más te acerca a la naturaleza, a su geometría más secreta, algo que la pintura no siempre te permite alcanzar porque le echas más imaginación, escenificación, espectáculo, podría decirse. El dibujo, en cambio, obliga de alguna manera a la abstracción, pues se trata de ir más allá de las apariencias del rostro o del cuerpo, y captar su luz.

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Pintar no es representar, sino penetrar. Ir al fondo del secreto. Ser capaz de sacar la imagen interior. De modo que el pintor también es un espejo. Refleja el espíritu, el rasgo de luz interior.

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La historia de mi infancia no es ajena al afán, "reaccionario" en el sentido propio de la palabra, de conservar las tradiciones para poder innovar, inventar a partir de ellas. Desde pequeño me enseñaron a admirar el pasado y respetarlo como un medio para avanzar uno mismo. No había que rehacer el mundo partiendo de cero, sino leerlo y entenderlo, interpretarlo de otro modo gracias al legado inagotable de los que nos precedieron.

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No me da miedo la muerte, solo la angustia que siento en mi interior, porque sé muy bien que la muerte interrumpe la realización de mi pintura, que es cada cuadro nuevo. Temo no poder terminarlo, dejar incompleto lo que traía desde muy lejos y yo mismo desconocía. Eso, sobre todo, es lo que me angustia.

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Noto cómo se acerca la muerte, pasito a pasito. Sientes la muerte en ti, se va deslizando de un modo extraño, es imposible de explicar. Me asalta una extraña fatiga, tengo que descansar, que dormir un poco. Pequeñas cosas que se van, trozos de memoria, ausencias, vacilaciones, tiempos de silencio que se imponen y de los que no puedes zafarte.

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Pintar es ir todos los días a la fuente para sacar agua. La luz.

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Pintar es salir de ti mismo, olvidarte, preferir el anonimato y correr el riesgo, a veces, de no estar de acuerdo con tu siglo y con los tuyos. Es preciso evitar las modas, atenerte por encima de todo a lo que crees bueno para ti, e incluso cultivar lo que siempre he llamado, como los dandis del siglo XIX, "el gusto aristocrático de no gustar". Conocer el placer exquisito de la diferencia que, de todos modos, te impone tareas muy insólitas, asombrosas. El pintor, tal como yo lo entiendo, tiene en su contra todos los mercados, todas las tendencias, todos los esnobismos. Está al margen de las modas.


[DeBolsillo. Traducción de Juan Vivanco]

domingo, agosto 19, 2018

A la izquierda, donde el corazón, de Leonhard Frank


Estamos ante uno de los mejores libros de la temporada anterior: la autobiografía novelada de Leonhard Frank, que abarca tiempos y lugares primordiales en la historia del siglo XX: las 2 Guerras Mundiales, Berlín, París, Munich, Hollywood…

Michael Vierkant, álter ego del propio Frank, es un hombre que acabará encontrando su hueco en el mundo, tras tantear la pintura sin éxito, y que terminará convertido en escritor. Su periplo (por distintas ciudades del mundo, conociendo a celebridades, afrontando el período de entreguerras, buscando refugio en Hollywood como guionista…) resume, como hemos apuntado antes, gran parte de la historia del siglo XX. Conoce el éxito y el fracaso, el exilio y el amor y el regreso a una tierra en la que le han olvidado. Y todo ello escrito en tercera persona y con otro nombre, quizá para verse a sí mismo desde lejos, desde fuera, o para que sea más cómodo novelizar su propia vida. Espléndida novela, retrato de uno de esos hombres privilegiados porque, aunque también sufrieron lo suyo, fueron testigos de momentos históricos de Europa; aquí van unos fragmentos:

El escritor se puso en pie en el duro camino de la vida, dado que él seguía vivo.

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Tenía que sufrir lo que significa que la muerte sea irreparable. No se puede matar la pena, se tiene que sufrir, que penar, hasta el final, y se puede hacer porque la pena se alimenta constantemente, porque ella está muerta, ya no va a volver, nunca más, ella es cenizas, no es nada más, nunca más va a regresar. Michael debía experimentar que para él, el vivo, no existía nada sobre la tierra tan inabarcablemente terrible como lo irreparable de la muerte. Hay que soportarlo y es insoportable.
Michael caminaba como un inválido, arqueado, totalmente inclinado hacia delante, con la vida a la espalda, una vida de la que ya no participaba de ningún modo. No veía ni oía nada por las calles, no podía comer ni estar con otras personas, ya no era un hombre, nada quedaba de él en él. Era la cáscara disecada de un hombre. No dormía, y cuando alguna vez se quedaba dormido, se despertaba con el peso del mundo sobre el pecho.

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Se agarró al dicho: "El tiempo cura las heridas". Sólo el tiempo podría ayudarlo, sólo el tiempo. Pero el tiempo no pasaba, y Michael no podía hacer nada para que el tiempo pasase. El tiempo permanecía estanco. Un día era una eternidad, y el corazón late cuatro mil doscientas veces cada hora. Nada le ayudaba.

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Michael se quedó mirando un rato el escritorio vacío. Como siempre que acababa de terminar un libro, lo invadía una febril ansia de trabajar, estaba deseando comenzar de inmediato un nuevo proyecto. Si no lo hacía cuanto antes, por experiencia, sabía que poco a poco se iría apartando de aquel estado lívido, surgiría un vacío interior y, con ello, una pausa laboral cuya duración sería imprevisible.

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Al principio, los emigrantes creían que Hitler no aguantaría en el poder más de un par de meses. Al principio, sólo eran espectadores asombrados y a veces entusiasmados de una brutal historia burlesca que se estaba representando en Alemania y no podía tomarse en serio. No veían posible que un pueblo con la alta e imponente tradición cultural de los alemanes fuese a plegarse a los métodos nazis, que, pese a su monstruosidad, al principio sólo causaban risa en un mundo asombrado.

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A las masas hipnotizadas por la publicidad les chupan hasta el último céntimo del dinero que con tanta dificultad ganan, y que va de vuelta a los empresarios, cuyas cifras de ventas y beneficios vertiginosamente altos crecen año tras año. Como resultado, el hombre de a pie termina teniendo un frigorífico, una lavadora, una aspiradora, una radio, una televisión, media docena de aparatos para la cocina, un seguro de accidentes y uno de vida, una tumba y el derecho a un funeral: lo tiene todo, pero ya no tiene vida. Dado que ese hombre sencillo debe pagar a plazos su parque de máquinas, esto es, pagar tantos dólares a la semana por cada artículo según su valor, y en conjunto más de lo que es capaz de pagar por sí solo, la mujer se ve obligada también a ir a trabajar, de sumirse en la eterna batalla por el dólar. Y entonces, por las noches, hombre y mujer se sientan de nuevo en mitad de su exposición de máquinas, uno frente al otro, exhaustos de la jornada, y calculan cuánto les queda por pagar, mientras la voz de la radio ya está ofreciendo de un modo irresistiblemente sugerente un televisor más nuevo, con unas mejoras extraordinarias, con una pantalla enorme y ampliada, fácil de pagar a plazos por sólo un par de dólares a la semana. Las masas estadounidenses, permanentemente hipnotizadas por la publicidad, continúan siendo hasta la tumba esclavas de su alto nivel de vida a favor del empresario.


[Errata Naturae. Traducción de Esther Cruz Santaella]

martes, agosto 14, 2018

De pronto, mi cuerpo, de Eve Ensler


Estuve en más de sesenta países. Escuché a mujeres que habían sido violentadas en sus camas, azotadas en sus burkas, quemadas con ácido en sus cocinas, dejadas por muertas en aparcamientos. Fui a Jalalabad, Sarajevo, Alabama, Puerto Príncipe, Peshawar, Pristina. Recorrí campos de refugiados, edificios quemados y patios traseros, habitaciones oscuras donde mujeres susurraban sus historias a la luz de una linterna. Las mujeres me enseñaron los latigazos en sus tobillos y sus caras derretidas, las cicatrices que habían dejado en sus cuerpos los cuchillos y los cigarrillos encendidos. Algunas ya no podían andar o practicar el sexo. Algunas se apagaban y desaparecían. Otras se convertían en máquinas aceleradas como yo.

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Etapa IVB, sobrevivir al cáncer, sobrevivir a la violación. Pero no soy una cifra y no quiero ser despachada y juzgada en categorías o grados. Dile a alguien que fuiste violada y se apartan. Dile a alguien que has perdido tu dinero y dejan de llamar. Dile a alguien que te has convertido en sin techo y te conviertes en invisible. Dile a alguien que tienes cáncer y están aterrorizados. No llaman. No saben qué decir.

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Me niego a aceptar o claudicar ante lo que algunos llamarían la realidad. No tolero las malas noticias. Lo admito. Lo odio. Detesto las decepciones. Soy débil; pues sí. Sé que, si abro la puerta, se ha acabado. Así es como he sobrevivido. Probablemente porque en el fondo soy una suicida. No voy a rendirme sin pelear. ¿De acuerdo?

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Si algo ha sostenido mi fe en los seres humanos, no son los grandes inventores, los poetas visionarios, los cirujanos del cerebro, o ni siquiera los Gandhis de este mundo. Son las Cindys, las serenas, invisibles Cindys, a menudo malpagadas o sin sueldo, que se levantan cada mañana y, tras alimentar a sus familias y cuidar a sus padres endebles, recorren el camino, sobre carreteras rurales nevadas o autopistas contaminadas hasta los hospitales, los asilos, los manicomios o los orfanatos. Con frecuencia no son reconocidas, cuidan a los pobres y a los privilegiados, los enfermos y los depravados. Tejen una red invisible de cariño a través de las mansiones solitarias de Beverly Hills, las salas de urgencias, las clínicas de mamografías y las Suites Infusión.

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Tener cáncer supuso que fuera tan lejos como podía ir, sin irme, y fue allí, colgada en ese filo, donde tuve que soltar todo lo que no era importante, librarme del pasado y reducirme a lo esencial. Allí descubrí mi segundo aliento. El segundo aliento llega cuando creemos estar acabados, cuando no podemos dar un paso más, ni respirar otra vez. Entonces lo hacemos.

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Transformemos nuestro dolor en poder, nuestro victimismo en fuego, nuestra autocompasión en acción, nuestra obsesión por nosotros mismos en servicio, en fuego, en viento. Viento. Viento. Sé tan transparente como el viento, sé tan posible, incansable y peligroso, sé lo que mueve las cosas hacia delante sin necesidad de dejar huella, sé parte de esa colección de moléculas que comienza en algún lugar desconocido y no puede dejar de elevarse. Elevarse. Elevarse. Elevarse.


[Capitán Swing Libros. Traducción de Ethel Odriozola] 

Próximamente: Sur y Oeste


De Joan Didion. En Random House.

miércoles, agosto 08, 2018

Haneke por Haneke. Entrevistas con Michel Cieutat y Philippe Rouyer


Había leído pocas entrevistas con Michael Haneke, ya que no es muy dado a concederlas, y este extraordinario libro constituye una oportunidad para saber lo que piensa de sus trabajos, de sus propuestas radicales, de las imágenes con las que tanto nos ha perturbado, de sus filias y sus fobias. Dichas entrevistas incluyen su último (por el momento) filme, Happy End, que estrenaron hace poco y que aún no he tenido oportunidad de ver. Haneke me parece uno de los cineastas más rompedores e interesantes de las últimas décadas, si bien es cierto que a veces hay que reprocharle algunos excesos. Aquí nos ofrecen 400 páginas con declaraciones y numerosas fotografías de sus rodajes y de sus películas. A mí me ha parecido la bomba. Unos extractos:

Desde su primer telefilme utilizó el plano secuencia, al que recurrirá posteriormente a menudo en la gran pantalla.
Existen dos razones para hacer planos secuencia. En primer lugar, ayuda a los actores porque les da tiempo suficiente para desarrollar una emoción, un sentimiento. El juego del actor me parece primordial. Cuando ruedo con plano y contraplano, dejo a los actores empezar desde el principio, aunque la cámara no ruede hasta después. Tratándose de una escena emotiva, me parece tonto pedirle al actor que diga solo una frase. La segunda razón por la que se puede preferir un plano secuencia tiene que ver con la manipulación. El plano secuencia manipula menos porque no hace trampas con el tiempo, lo que permite hacer subir la tensión. El plano secuencia juega con la impaciencia del espectador para mantenerle en vilo.

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Antes ha dicho que en la segunda parte, los personajes masculinos no son maravillosos. Se nota, sobre todo en las escenas de comidas, cómo encuadra a las mujeres y cómo pone de relieve su soledad en el montaje. En este caso, todo depende de la puesta en escena.
Es algo instintivo. Sé que mi forma de filmar guiará al espectador hacia la simpatía o la antipatía que desprende el personaje. Cada plano implica un juicio en el desglose, pero no siempre es racional porque, lo reconozco, las mujeres me interesan más que los hombres. Incluso suelen decirme que soy un director de mujeres. Me interesan porque son más complejas que los hombres. Y también porque a menudo son víctimas. Y las víctimas siempre me han parecido más interesantes que los verdugos. Todo lo contrario de las convenciones del cine estadounidense, donde el protagonista debe ser el fuerte.

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La secuencia de la destrucción de los bienes domésticos contiene un plano provocador cuando el padre tira el dinero al váter…
Estaba convencido de que ofendería a la gente; incluso avisé al productor. Él pensaba que los planos de la agonía de los peces molestarían más –aprovecho para dejar claro que los salvamos a todos, excepto a uno–. Pero la primera proyección en Cannes me dio la razón: entre treinta y cuarenta personas salieron de la sala cuando se destruye el dinero. Era previsible porque sigue siendo uno de los últimos grandes tabúes, más que la agonía de los peces y la muerte de la niña. Se puede enseñar todo excepto eso. Es tan inadmisible como escupir en un crucifijo en la Edad Media.

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Pero en su película, Dios es usted. Pasa lo mismo en Caché (Escondido), ¡siempre tiene todas las respuestas!
Naturalmente. Pero algo más grande pasa a través de mí. Un libro, una película o un cuadro son la obra de su creador. Y si la obra es mala, no se debe a que su autor sea un idiota, sino a que tiene menos talento que otros para percibir lo que pasa a su alrededor en ese momento. El talento consiste en saber mirar y estar a la escucha del tiempo en el que se vive con el fin de articular la realidad a través del filtro de la sensibilidad de cada uno. La riqueza artística de una obra siempre dependerá más de la sensibilidad del autor que de su inteligencia.

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Caché (Escondido) es una película en torno a la mentira como medio de supervivencia.
Como ocurre muy a menudo en la vida. Cada uno guarda en secreto algunas cosas poco confesables del pasado e intenta olvidarlas lo antes posible.



[El Mono Libre Editorial. Traducción de Mathilde Grange]