No hay ningún cinéfilo al que no le suene (o que no haya visto alguna vez) la película de Gus Van Sant protagonizada por Matt Dillon y Kelly Lynch y en la que intervenía William S. Burroughs en un breve papel: Drugstore Cowboy. Lo que quizá no tantos recuerden es que estaba basada en una novela de culto de James Fogle cuya traducción llevábamos años esperando. Y por fin está aquí, gracias a Sajalín Editores: la única novela que James Fogle logró publicar. Fogle fue un delincuente en toda regla: ladrón, adicto a las drogas, atracador de farmacias, con temporadas en reformatorios y más tarde en prisiones… Es evidente que, aunque esté narrada en tercera persona y el protagonista se llame Bob Hughes, se trata de un álter ego; y probablemente introdujera bastantes dosis de ficción, pero esto es lo de menos: lo importante es que estamos ante un libro áspero e impactante, escrito por alguien que, sin ser un literato, tiene la destreza justa de los autores norteamericanos que logran proezas narrativas contándote anécdotas sencillas, como el momento en que un tipo entra en una cafetería de noche para tomar algo o las conversaciones entre un grupo de drogadictos.
Con 35 años, Bob da palos en las farmacias para asegurarse la dosis diaria. Le acompañan su chica, Diane, y otra pareja más joven, la que forman Rick y Nadine como aprendices y cómplices de los dos primeros. La vida de Bob y sus compinches consiste en el día a día, e incluso él tiene su propio código de honor y de conducta: hay cosas que jamás haría y traiciones que nunca querría cometer. Pero cuando dos agentes de policía le pisan los talones para tratar de pillarlo con las manos en la masa, Bob intuye que las cosas empezarán a ponerse difíciles, hasta el punto de intentar desintoxicarse.
La traducción del libro, además, viene a cargo de Juan Carlos Postigo, del que ya he leído algunas otras traducciones y que le aporta al texto en español esa fluidez característica de la narrativa norteamericana del siglo XX. Os lo pasaréis en grande con esta novela, está en esa línea de Candy o Fat City en la que los perdedores acaban por tocarnos el corazón: una historia sin concesiones repleta de detalles de
autenticidad. Aquí van el inicio y un fragmento posterior:
Bob estaba echado en el asiento trasero del coche pensando en las distintas maneras de robar farmacias. Las había probado todas, con los establecimientos abiertos o cerrados; eso daba igual, lo importante era la técnica. Muchos de los trabajitos de Bob eran pura inspiración. Aquello no se leía en ninguna novela negra ni se veía en las series de policías que ponían en televisión. No, era demasiado bueno para eso, demasiado personal. Bob pensaba que reunía las cualidades necesarias para escribir un libro, si es que un día lograba estar sentado en un mismo lugar el tiempo suficiente para hacerlo. Se titularía Guía de farmacias para drogatas o algo por el estilo. Y en ella, el lector curioso encontraría delirios de grandeza, perlas de creatividad, arte, y sí, incluso poesía como Dios manda.
**
A Bob no le preocupaban los problemas del mundo exterior. De hecho, nunca leía el periódico ni escuchaba la radio, ni en modo alguno se interesaba por lo que ocurría al otro lado de los muros de la cárcel. La prisión era todo su mundo, y lo único que le interesaba eran sus problemas, sus escándalos y su tráfico de narcóticos.
Durante los primeros encarcelamientos de Bob no se ofrecían programas de rehabilitación. Se consideraba que un drogadicto estaba perdido y que no valía la pena perder tiempo con él. Todo el mundo sabía que los yonquis no se recuperaban, y que todos y cada uno de ellos serían capaces de arrancarle el corazón a su madre por un pico más.
[Sajalín Editores. Traducción de Juan Carlos Postigo]