miércoles, julio 25, 2018

Conversaciones con Marcel Duchamp, de Pierre Cabanne



Éste es uno de los libros de cabecera de Enrique Vila-Matas y he aprovechado esta nueva edición (la antigua, de Anagrama, creo que es bastante difícil de localizar) para comprarlo y leerlo: aunque salió en 2012, no ha sido hasta ahora que yo lo he visto. Son conversaciones muy provechosas, llenas de hallazgos, de frases de Marcel Duchamp que le hacen a uno sonreír: tenía ese punto de andar por la vida como si nada ni nadie le pudiera despeinar, quitándole hierro e importancia a cuanto hacía y con una filosofía vital y una humildad que me parecen envidiables. A veces lo que dicen los artistas es igual o más grande que sus obras. Basta con unos ejemplos de esta maravilla (que incluye varios apéndices: tres prólogos de Pierre Cabanne, una introducción de Robert Motherwell y uno de esos textos extraños de Salvador Dalí), a la que me ha llevado Vila-Matas:

PIERRE CABANNE: Marcel Duchamp, estamos en 1966; dentro de pocos meses va usted a cumplir ochenta años. Se fue a los Estados Unidos en 1915, es decir, hace más de medio siglo. Cuando echa la mirada atrás, a su vida entera, ¿cuál es su principal motivo de satisfacción?
MARCEL DUCHAMP: Lo primero, la suerte que he tenido. Porque, en el fondo, nunca he trabajado para vivir. Soy de la opinión de que trabajar para vivir es, en cierto modo, una estupidez desde el punto de vista económico. Tengo la esperanza de que algún día se consiga vivir sin tener la obligación de trabajar. Gracias a la suerte que tuve, pude librarme. Llegó un momento en que caí en la cuenta de que no había que crearse en la vida estorbos que fueran una carga, ni demasiadas cosas que hacer, ni eso que se llama mujer, hijos, una casa en el campo, un coche. Y, afortunadamente, tardé muy poco en darme cuenta. Con lo cual pude llevar largo tiempo una vida de soltero mucho más fácil que si hubiese tenido que hacer frente a todas las dificultades habituales de la existencia. En el fondo, eso es lo principal. Así que me considero muy afortunado. Nunca me han sucedido desgracias de consideración, ni he pasado ni por penas ni por neurastenias. Tampoco he sabido lo que era el esfuerzo de producir, porque la pintura nunca fue para mí un escape, ni una necesidad imperiosa de expresarme. Nunca he sentido esa clase de necesidad de dibujar a todas horas, continuamente, ni de hacer esbozos, etc. No puedo decirle más. Nunca he notado remordimientos.

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CABANNE: ¿No volvió a tocar ni un pincel ni un lápiz?
DUCHAMP: No, no tiene interés alguno para mí. Es una carencia de atracción, una carencia de interés.
Creo que la pintura se muere, ¿sabe? El cuadro se muere al cabo de cuarenta o cincuenta años porque se le va la lozanía. También la escultura se muere. Es una manía mía que nadie acepta, pero me da igual. Creo que un cuadro al cabo de unos años se muere como el hombre que lo hizo; luego, se llama historia del arte. Hay una diferencia tremenda entre un Monet de ahora, que es de lo más negro, y un Monet de hace entre sesenta y ochenta años, que resplandecía cuando lo pintaron. Ahora ha entrado ya en la historia, es algo aceptado, y además eso está muy bien, no le cambia nada a nada. Los hombres son mortales, los cuadros también. La historia del arte es algo muy diferente de la estética. Para mí la historia del arte es lo que queda de una época en un museo, pero eso no quiere decir que sea forzosamente lo mejor de aquella época y, en el fondo, es probablemente, incluso, la expresión de la mediocridad de esa época, porque las cosas hermosas desaparecieron, el público no quiso conservarlas. Pero todo esto es filosofía…

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CABANNE: Cuando era joven, ¿no sintió deseos de tener una cultura artística?
DUCHAMP: Quizá, pero muy poco. Me habría gustado trabajar, pero había en mí un fondo de pereza tremendo. Me gusta más respirar que trabajar. No creo que el trabajo que he hecho pueda tener en el futuro ningún tipo de importancia desde el punto de vista social. Así que, por decirlo de algún modo, mi arte consistiría en vivir; todos y cada uno de los segundos, todas y cada una de las veces que respiramos son una obra que no está en ninguna parte, que no es ni visual ni cerebral. Es algo parecido a una euforia constante.
CABANNE: Eso decía Roché. Su mejor obra ha sido cómo usó usted el tiempo.
DUCHAMP: Es cierto. Me parece que es cierto, vamos.

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CABANNE: Hay unos cuantos acontecimientos en su vida en los que da la impresión de que se limita a responder a un requerimiento.
DUCHAMP: Me limito a eso por lo general. No soy eso que se conoce como un ambicioso que anda pidiendo cosas. No me gusta pedir; lo primero, porque resulta cansado; y lo segundo, porque no suele servir de nada. No espero nada. No necesito nada. Ahora bien, pedir es una de las formas de la necesidad, la consecuencia de una necesidad. En mí no se da porque, en el fondo, me encuentro estupendamente sin haber producido nada desde hace mucho. No le concedo al artista esa especie de papel social en que se cree obligado a hacer algo, en que se debe al público. Me horrorizan todas esas consideraciones.


[This Side Up. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia]

Próximamente: El visitante



De Stephen King. En Plaza & Janés.

domingo, julio 22, 2018

El expediente Archer, de Ross Macdonald


El expediente Archer, que es mi primera incursión en la obra de Ross Macdonald, contiene 2 partes: RELATOS, donde se agrupan 12 historias del detective Lew Archer, y NOTAS DE CASOS, donde han reunido 11 textos inacabados del autor, inicios de relatos que nunca terminó, esbozos, etc. Antes encontramos uno de esos prólogos entusiastas y muy documentados que tan bien se le dan a Rodrigo Fresán. Después, un perfil biográfico escrito por Tom Nolan.

A Lew Archer sólo lo conocía del cine, de las dos películas que protagonizó Paul Newman y en las que le cambió el apellido al personaje porque, decía, los tipos cuyos nombres empiezan con H le daban más suerte: Harper, investigador privado y Con el agua al cuello. Archer es un personaje enorme, magnífico, astuto e ingenioso, a la altura de los creados por Chandler o Hammett: un tipo socarrón que suelta unas réplicas inolvidables y cuyas observaciones sobre otros personajes nos empujan a reír. Pero además de ello, los diálogos escritos por Macdonald son de lo mejorcito del género que yo he leído jamás. Esta joya de relatos y esbozos me ha convertido en devoto absoluto del autor. Aquí va un fragmento:

-Yo soy el encargado –dijo, tan cerca de mí que podía oler el potingue con aroma a pino que se ponía en su pelo moreno y rizado–. Si tienes algo que preguntar sobre los miembros del personal, pregúntamelo a mí.
-¿Conseguiré alguna respuesta?
-Ponme a prueba, amigo.
-Me llamo Archer –dije–. Soy detective privado.
-¿Para quién trabajas?
-Eso no te interesa.
-Me interesa mucho. –La pistola saltó de nuevo sobre mi estómago como un sapo, con el peso de su hombro detrás–. ¿Para quién dices que trabajas?
Me tragué la ira y las náuseas, evaluando las posibilidades de apartar la pistola de un golpe y pillarlo con las manos vacías. Las posibilidades parecían muy escasas. Él era más corpulento que yo y sujetaba la automática como si le hubiera crecido del extremo del brazo. Has visto demasiadas películas, me dije.  


[Mondadori. Traducción de Ignacio Gómez Calvo]

martes, julio 17, 2018

Un mundo devastado, de Brian Aldiss



Dicen que un libro siempre te lleva a otro. Yo llegué a Robert Smithson (de quien colgué aquí, hace algunas semanas, varios extractos maravillosos de su Selección de escritos) porque Agustín Fernández Mallo lo ha mencionado en varios textos y fue él quien me puso tras su pista. Y en Smithson encontré una referencia a esta novela de Brian Aldiss de la que nunca había oído hablar (el título original, Earthworks, es bastante importante dentro de la obra de Smithson). Ya había leído algún relato de Aldiss, pero jamás una novela, una historia larga. Quizá no llegue a los niveles de J. G. Ballard, para mí el número 1, pero esta distopía contiene ideas y pasajes fabulosos. Aquí van unos extractos:

El muerto iba a la deriva, arrastrado por la brisa. Caminaba erguido sobre sus piernas traseras, igual a una cabra amaestrada, como lo había hecho en vida; nada impropio, salvo que en su vida nunca había llegado tan lejos fuera del alcance de toda ideología, nacionalidad, pena o inspiración. Unas pocas moscas enormes seguían con él a pesar de que estaba lejos de tierra; viajaba a poca altura sobre la superficie complaciente del Atlántico Sur. Las olas salpicaban a veces los flecos de sus pantalones blancos de seda: había sido un hombre rico, en la época en que los ricos importaban.
Venía hacia mí a velocidad uniforme, de África.

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El día que llegó este nuevo muerto las cosas me iban mal. Mi nave, el Estrella de Trieste, se aproximaba a su destino, la Costa de los Esqueletos, en África, pero como acostumbraba a suceder en los últimos días de esos largos viajes, la escasa tripulación humana había desembocado en una especie de mermelada de relaciones, y no cesábamos de sofocarnos unos a otros en el amor y en la furia, en la enfermedad y la familiaridad. Hace tanto tiempo de eso, que recordarlo y describirlo es como tratar de imaginarse en el fondo de una mina de hulla. En esos días sufría aún mis alucinaciones.


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Se necesita valor para escribir, y el valor crece más con el ejemplo propio que con el ajeno. Se necesita valor porque escribir es confesar, y mi mayor confesión debe aparecer en esta parte del relato. Amé a los Viajeros, pero traicioné a Jess. Asimismo, he recuperado el sentimiento de la escritura; he logrado una especie de resurrección de esta antigua forma artística; ¡disposiciones sintácticas, mecanismos semánticos, venid todos en mi ayuda, permitidme expresar mis pensamientos a nadie! O quizá después de esta guerra los restos de la humanidad volverán a confinar su lenguaje en el papel, y así volverán a aprender a leer. (Por supuesto, en mi corazón albergo esta esperanza.)


[Edhasa. Traducción de César Aira] 

jueves, julio 12, 2018

Alguien voló sobre el nido del cuco, de Ken Kesey


Cuando una película te impacta tanto como a mí me sucedió con la adaptación de este libro (rodada por Milos Forman y producida por Michael Douglas), y no has leído el libro en el que se basa, hay cierta prevención (o temor) a leerlo. No quieres vulnerar el recuerdo del filme y tampoco quieres que el texto sea mejor que las imágenes. No sé cuántos años hace que compré esta novela y he ido posponiéndola por eso mismo, pero también porque me sabía de memoria muchos de los diálogos de la película y quería alejarme de ella.

La novela, como todo el mundo sabe, es espléndida. Y el filme está a su altura, sin duda. Creo que es una de esas adaptaciones impecables que rara vez se dan, una comunión entre la literatura y el celuloide que a todos beneficia. Aunque existe una diferencia sustancial que no me esperaba: el narrador es el indio, El Jefe, el tipo que suele barrer los suelos y finge ser sordomudo para que le dejen en paz. La diferencia es grande porque desde el inicio ya sabemos que El Jefe es un hombre de observaciones y fingimientos, y en la película lo descubrimos casi al final; y también porque la carga subjetiva del relato incluye ciertas visiones y paranoias que no estaban en el largometraje. Aparte de eso, los personajes legendarios siguen ahí, y pronuncian las mismas frases que luego adaptarían en la película: McMurphy, el rebelde que pone el hospital psiquiátrico patas arriba, y que es quizá el más cuerdo de los pacientes; la enfermera Ratched, un personaje odioso y cruel como pocos; y todos los enfermos que pululan alrededor (Billy Bibbit, Scanlon, Martini, Harding…).

Tanto si has visto la película como si no, y no conoces el libro, deberías leerlo ya mismo. Aquí van dos extractos:

Tampoco McMurphy parece advertir que lo llenan todo de niebla. Y si se da cuenta, procura no traslucir que eso le molesta. Hace todo lo posible para impedir que alguien del equipo crea que algo puede incomodarle; sabe que la mejor manera de agraviar a alguien que está intentando hacerte la vida imposible es hacer ver que no te importa.

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Yo tampoco puedo ayudarte, Billy. Tú lo sabes. Ninguno de nosotros puede hacerlo. Tienes que comprender que en cuanto uno comienza a ayudar a otro, se pone al descubierto. Es preciso ser astuto, Billy, deberías saberlo tan bien como yo. ¿Qué podría hacer por ti? No puedo corregir tu tartamudeo. No puedo suprimir las cicatrices que dejó la hoja de afeitar en tus muñecas ni las quemaduras de cigarrillo que tienes en el dorso de la mano. No puedo darte otra madre. Y en cuanto a las imposiciones de la enfermera, a su costumbre de restregarte tus flaquezas por la cara hasta hacerte perder la poca dignidad que te queda, pues te obliga a encogerte hasta que estás aniquilado por tanta humillación, tampoco puedo remediarlo.


[Anagrama. Traducción de Mireia Bofill]   

martes, julio 10, 2018

Que no muera la aspidistra, de George Orwell


Es uno de los libros menos conocidos o menos populares de George Orwell y me ha parecido un novelón. Cuenta la historia de un poeta a quien le cuesta subsistir y colaborar en revistas, y que además se niega a plegarse al capitalismo, de tal manera que trabaja en una librería por un sueldo miserable y sale adelante sufriendo agobios y estrecheces. Un personaje cabezota, obstinado en que no le ayuden y en no trabajar en empleos que pudieran darle más desahogo económico y mejores oportunidades. He copiado un montón de citas:

Gordon apartó los ojos de los "saldos". Le traían malos recuerdos: del único librito miserable que había publicado hacía dos años solo se vendieron ciento cincuenta y tres ejemplares. El resto se había saldado, y aun así jamás se había vendido uno.

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El dinero escribe libros y el dinero los vende.

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Le faltaba poco para cumplir los treinta y no había escrito nada en su vida; tan solo aquel miserable libro de poemas que no había tenido el menor eco. Y desde entonces llevaba dos años enteros sumido en el laberinto de un espantoso libro que no avanzaba y que, como reconocía en sus momentos de lucidez, jamás avanzaría. Era la falta de dinero, la simple falta de dinero, lo que le privaba de la facultad de escribir. Se abrazaba a esa convicción como si de un dogma de fe se tratase. Dinero, dinero, ¡todo es dinero! ¿Quién puede escribir, aunque sea una novelucha de un penique, sin dinero que le dé ánimos? Invención, energía, ingenio, estilo, encanto… Todo tiene su precio, que por supuesto hay que pagar.

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La carencia de dinero significa incomodidad, preocupaciones mezquinas, escasez de tabaco, conciencia perpetua del propio fracaso y, sobre todo, soledad. Con dos míseras libras a la semana, ¿cómo no iba a estar solo?

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No tenía la menor intención de seguir trabajando. En realidad, no podía. Se lo impedía la desilusión. Apenas cinco minutos antes, Gordon había sentido que su poema todavía estaba vivo; ahora no le cabía la menor duda acerca de lo absurdo de su empresa.

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El dinero ocupa el lugar de Dios. El bien y el mal ya no importan, salvo cuando van ligados al éxito y al fracaso. De ahí la profunda conexión entre el bien, la bondad y el éxito. Los diez mandamientos se reducen a dos: "Ganarás dinero", dirigido a los jefes, que son los elegidos, los sumos sacerdotes del dios del dinero; y "No perderás tu trabajo", que atañe a los empleados, esa gran masa de esclavos y subordinados.

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No le comprendían. Les resultaba una especie de blasfemia rechazar un empleo tan "bueno". Él repitió con terquedad que no quería un trabajo de "ese tipo". Entonces, ¿qué quería?, le preguntaron todos. Escribir, les contestó a regañadientes. Pero ¿cómo pretendía ganarse la vida escribiendo?, preguntaron sus familiares. Y, por supuesto, no supo responderles. En lo más profundo de su mente creía que, de un modo u otro, podría vivir escribiendo poesía; pero era tan absurdo que ni se molestó en mencionarlo.

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El primer efecto de la pobreza es que mata el pensamiento.

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Un individuo que escribía poesía no era exactamente la clase de hombre que triunfaría en la vida.

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Cuando se carece de dinero, la vida es una larga serie de humillaciones.

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Sirve al dios dinero o húndete en la miseria; no hay más reglas.

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La vida le había apaleado, pero podía devolverle el golpe dándole la espalda. Mejor hundirse que flotar, sumergirse en las profundidades de ese reino fantasmal, de ese mundo en sombras donde la vergüenza, el esfuerzo y la decencia no existían.

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Todo el mundo se rebela contra la tiranía del dinero en un momento dado, y todo el mundo, antes o después, termina sucumbiendo a su influjo.


[Debolsillo. Traducción de Cristina Salmerón Giménez]

Próximamente: Al Capone


De Deirdre Bair. En Anagrama.

viernes, julio 06, 2018

El uso de la foto, de Annie Ernaux / Marc Marie


En un momento dado, fijándose en mi pecho, me preguntó si era el izquierdo. Me quedé sorprendida, el derecho estaba visiblemente más hinchado que el izquierdo a causa del tumor. Sin duda no podía imaginar que el más bello de los dos era justamente el que encerraba el cáncer.

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Decir "tengo quimio mañana" se convirtió en algo tan natural como "tengo peluquería" el año anterior.

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[…] mi madre iba a morir repentinamente dos meses después. Que estuviera aún viva cuando vine por primera vez a este hotel me parece inverosímil. Hubo pues un tiempo en que podía verla, oír su voz, tocarla, en que aún estaba con ella. No puedo imaginar ese tiempo. Quizá porque M. también estuvo en el hotel Amigo en 2001, entonces loco de dolor por la muerte de su propia madre, sobrevenida tres meses antes, y porque no puedo, en el mismo lugar, representarnos, a mí con mi madre viva, a él con la suya muerta, cuando catorce años separan sendas desapariciones. Porque hay demasiada ausencia de mi madre tras de mí.

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Me doy cuenta de que me fascinan las fotos como me fascinan, desde pequeña, las manchas de sangre, de esperma, de orina, depositadas en las sábanas o en los viejos colchones tirados en las aceras, las manchas de vino o de comida incrustadas en la madera de los aparadores, las de café o dedos grasientos en las cartas de antaño. Las manchas más materiales, orgánicas. Me doy cuenta de que espero lo mismo de la escritura. Me gustaría que las palabras fueran como manchas de las que uno no consigue desembarazarse.

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Ceno pues con esa mujer bellísima, que me anuncia mientras estamos comiendo los entrantes que sufre un cáncer. En el momento mismo eso no cambia nada, y en ese instante, pienso, es cuando creamos espontáneamente nuestra primera burbuja, donde la enfermedad no se ve excluida sino, al contrario, automáticamente integrada. Durante varios meses, haremos ménage à trois, la muerte, A. y yo. Nuestra compañera era pesada. Se arrogaba permanentemente el derecho a estar ahí, en la bolsa de líquido pegada al vientre de A. durante los periodos de quimio, en el catéter bajo la clavícula, en su mama quemada por la radioterapia, en la linde ennegrecida de sus encías y en el conjunto de su cuerpo entonces desprovisto de toda pilosidad, en su tez cerúlea de estatua del museo Grévin, una uniformidad de tono que solo había visto una vez en mi vida, antes, en el séptimo piso de la facultad de medicina de la Rue des Saints-Pères: el de los cadáveres a la espera de la disección.

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Puestas las unas junto a las otras, estas fotos tienen para mí el valor de un diario íntimo. El diario del año 2003. El amor y la muerte. Tomar la decisión de exponerlas, de hacer un libro, significa ponerle precintos a una parte de nuestra historia.


[Cabaret Voltaire. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez]

martes, julio 03, 2018

El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández


Y fue entonces cuando, tras conversar acerca de auto-ficción, no-ficción, novelas inspiradas en hechos reales y autobiografías, le comenté que, aparte de la vida de mi abuelo, había una historia que hacía mucho tiempo que estaba dentro de mí. Una historia amarga que no sabía si algún día tendría el coraje de afrontar y que esa tarde resumí en una frase seca y desnuda:
-Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco.
Esa frase contenía una historia. El pasado del que toda mi vida he estado intentando escapar.

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Hoy, tiempo después, cuando este libro ha comenzado a escribirse y ya no hay vuelta atrás, pienso que si el azar hizo que me encontrase aquel día con Juan Alberto, no fue para convencerme de que esta era la historia que tenía que contar, sino todo lo contrario: para disuadirme, para advertirme de que hay aguas que es mejor no remover, lugares en los que es mejor no entrar, que no todas las historias tienen por qué ser contadas, que escribiendo no siempre se gana, que a veces también naufragamos ante el dolor de los demás.

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El año que pasé en los bosques del condado de Tompkins fue un año en blanco para la novela. En realidad, un año en blanco para mi narrativa. Necesitaba desconectar de mi vida en Murcia y volver a ser el historiador del arte que había dejado de lado durante los últimos años. Me recordaba al personaje de la novela que acababa de escribir, Martín, un historiador del arte que había abandonado la universidad por la literatura y que, en un centro de investigación de Estados Unidos, encontraba una nueva oportunidad. Mi existencia parecía una reverberación de lo que había escrito. O, en el fondo, sucedía que lo que había escrito era una especie de proyección de lo que quería vivir.

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Porque eso era lo que realmente había sucedido allí: había viajado al pasado y me había visto a mí mismo. Y la observación del pasado transforma el presente. Viajar en el tiempo siempre modifica las cosas. Mi visión de aquellas imágenes había removido algo en mi interior. Algo que aún no sabía muy bien lo que era pero que, por un momento, me hizo experimentar el presente con cierta distancia. Todas las certidumbres de mi mundo se vinieron abajo ante la incertidumbre de mi yo pasado. La culpa, la inquietud, la inseguridad…, todo se apoderó de mí. Yo, que todo lo sabía, que había logrado un entorno confortable donde todo estaba hecho a mi medida, de repente perdí pie. Mi yo de aquel tiempo jamás entendería aquello en lo que me había convertido.

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Veinte años después, cuando escribas una novela, recordarás ese cuaderno de garabatos sin forma y pensarás que ahí estaba condensado todo lo que sentiste. Intentarás evocarlo con palabras y serás consciente de tu fracaso.
Aún no lo sabes, pero ya lo intuyes: las palabras siempre fallan; la escritura nunca llega al fondo de las cosas. Con suerte, lo bordea, lo toca, puede rozar la herida. Pero ese lugar siempre permanece oscuro, opaco, indescifrable, como los garabatos que ahora decides desechar.


[Anagrama]

Próximamente: Pierre Michon. Llega el rey cuando quiere


Conversaciones sobre literatura. En WunderKammer.