viernes, diciembre 29, 2017

Soleá, de Jean-Claude Izzo


La vida apestaba a muerte.
Tenía eso en la cabeza, ayer por la tarde, cuando entré donde Hassan, en el Bar des Maraichers. No se trataba de una de esas ideas que a veces te pasan por la mente, no: realmente olía la muerte a mi alrededor. Su olor a podrido. Repugnante. Me pasé la nariz por el brazo. Me dio asco. Era ese olor, el mismo. Yo también apestaba a muerte. Me dije: "Tranquilízate, Fabio. Vuelves a casa, te das una duchita y, tranquilamente, te coges la barca. Un poco del frescor del mar, y todo volverá a su sitio, verás".

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Me doblé sobre el fregadero de la cocina. Pero no tenía nada que vomitar. Ni los pulmones siquiera. ¿Dónde estaba esa época en la que con la primera calada del primer cigarro se me metían para adentro todas las ganas de vivir? Lejos, muy lejos. Los demonios que me devoraban el pecho no tenían ya mucho donde hincar el diente. Porque el hábito de vivir no es una auténtica razón para vivir. Las ganas de vomitar me lo recordaban cada mañana.

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Dio un trago de vino y siguió:
-La venganza no conduce a nada. Como el pesimismo, ya se lo dije. Lo único que hay que tener es determinación.
Me miró y añadió:
-Y ser realista.
Realismo. Para mí, esa palabra no servía más que para definir el confort moral, los actos mezquinos y los olvidos indignos que los hombres cometían cada día. El realismo era también la máquina apisonadora que permitía a los que tienen poder, o retazos, migajas de poder, en esta sociedad, aplastar al resto.

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Y yo me descubría tal como era en realidad. Desatento con los demás. Incluso con aquellos a los que amaba. Incapaz de oír sus angustias, sus miedos. Sus ganas de vivir, a veces ni eso, y date por contento. Vivía en un mundo en el que no les hacía sitio. Me relacionaba con ellos, más que compartir. Aceptaba todo de ellos, a veces con indiferencia, dejando de lado, a menudo por pereza, lo que podía decir o hacer que me disgustaba.


[Ediciones Akal. Traducción de Matilde Sáenz]

Próximamente: En presencia de Schopenhauer


De Michel Houellebecq. En Anagrama.

miércoles, diciembre 27, 2017

Chourmo, de Jean-Claude Izzo


Yo no he creído nunca que los hombres sean buenos. Sólo que merecen ser iguales.

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Pensaba a menudo en el credo de Serge: "Donde hay rebeldía, hay rabia. Donde hay rabia, hay vida". Era bonito. Y en Arno quizás habíamos confiado demasiado. O no mucho. En cualquier caso, no lo suficiente como para que no viniera a vernos la noche en que decidió atracar una farmacia, en el boulevard de la Libération, arriba de la Cannebière. Solito, como un gilipollas. Y no con una pipa de bazar, de las de plástico. No, con una de verdad, bien grande y negra, de las que tiran balas de verdad, de las que matan. Todo eso porque Mira, su hermana mayor, tenía a los de desahucios en la chepa. Y hacían falta cinco mil papeles para que no la pusieran en la puta calle con sus dos hijos.

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Pero ahí estaba yo. Sin ilusión y siempre dispuesto a creer en los milagros.

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Yo sabía que, en ese mismo momento, ella caería en otro mundo. En el del dolor. En el que uno envejece definitivamente.

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Encendí un cigarro y cerré los ojos. Sentí inmediatamente la dulzura del sol en la cara. Qué bueno. Sólo creía en estos momentos de felicidad. En las migajas de la abundancia. No tendremos otra cosa que lo que podamos rascar de aquí y de allá. En este mundo ya no había sueños que valieran. Tampoco había esperanza. Y se podía matar a niños de dieciséis años a lo tonto y sin motivo. En las cités, a la salida de la discoteca. O hasta en una casa particular. Niños que nada sabrán de la fugaz belleza del mundo. Ni de la de las mujeres.

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Un inmigrante es alguien que no ha perdido nada, porque allí donde vivía no tenía nada. Su única motivación es la de sobrevivir un poco mejor.


[Ediciones Akal. Traducción de Matilde Sáenz]

Próximamente: Relatos


De Patricia Highsmith. En Anagrama.

lunes, diciembre 25, 2017

Total Khéops, de Jean-Claude Izzo


Estaba angustiado y solo. Más que nunca. Sin ningún miramiento, cada año tachaba de mi libreta al amigo que decía alguna frase racista. Despreciaba a aquellos que ya sólo soñaban con un coche nuevo y vacaciones en el Club Mediterráneo. Olvidaba a todos los que jugaban a la lotería. Me gustaba la pesca y el silencio. Caminar por las colinas. Beber cassis fresco. Lagavulin, u Oban, por la noche, tarde. Hablaba poco. Tenía opiniones sobre todo. La vida, la muerte. El Bien, el Mal. Estaba loco por el cine. Me apasionaba la música. No leía ya las novelas de mis coetáneos. Y, por encima de todo, me repugnaban los tibios, los blandos.

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Yo era el último. El honor de los supervivientes consiste en sobrevivir. En seguir en pie. Estar con vida era ser el más fuerte.

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Me miró como si me estuviera quedando con él.
-¿Pero no es usté su novio?
-Somos amigos, como tú y yo.
-Yo creía que se la tiraba.
Casi le doy un bofetón. Hay palabras que me dan ganas de vomitar. Ésta particularmente. El placer pasa por el respeto. Empieza por las palabras. Siempre lo he creído así.
-Yo no me tiro a las mujeres. Las amo… O al menos, lo intento.

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Sabíamos que acabaríamos en la cama, y queríamos retrasar el momento al máximo. Hasta que el deseo fuera ya insoportable. Porque, después, la realidad nos atraparía otra vez. Yo volvería a ser poli y ella una prostituta.

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Los amaneceres no son más que el espejismo de la belleza del mundo. Cuando el mundo abre los ojos, la realidad recobra sus derechos. Y nos volvemos a encontrar con la porquería.

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¿Por qué era tan difícil hacer un amigo después de los cuarenta? ¿Será porque ya no tenemos sueños, tan sólo añoranzas?

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Me encontraba como todos los hombres que están con un pie en los cincuenta. Preguntándome si la vida había respondido a mis expectativas. Quería contestar que sí. Y me quedaba poco tiempo para que ese sí no fuera mentira.

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La sensualidad de las vidas desesperadas. Sólo los poetas pueden hablar así. Pero la poesía nunca ha dado respuesta a nada. Es testigo, eso es todo. De la desesperación. De las vidas desesperadas.

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Boxear no es solamente pegar. Es, antes de nada, aprender a recibir golpes. A encajar. Y que esos golpes hagan el menor daño posible. La vida no era más que una sucesión de asaltos. Encajar, encajar. Aguantar, no tirar la toalla. Y pegar en el momento oportuno, en el lugar oportuno.

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Tenía ganas de largarme, de estar en mi barco, en alta mar. Mar y silencio. La humanidad entera se me salía por la boca. Este tipo de historias representaban la infinita mezquindad de la inmundicia humana. A gran escala, esto generaba las guerras, las masacres, los genocidios, el fanatismo, las dictaduras. Seguro que al primer hombre le dieron tanto por culo al venir al mundo que se le disparó el odio. Si Dios existe, somos todos hijos de puta.

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No se puede vivir con odio. Boxear tampoco. Había ciertas reglas. A menudo injustas. Muy a menudo. Pero respetarlas permitía salvar el pellejo. Y en este jodido mundo, seguir vivo era, con todo, la cosa más bella.


[Ediciones Akal. Traducción de Matilde Sáenz]

Próximamente: Entre ellos



De Richard Ford. En Anagrama.

viernes, diciembre 22, 2017

Morir en California, de Newton Thornburg


Antes del verano recomendé Carter, uno de los títulos del año de Sajalín Editores. En aquel texto dije que el personaje creado por Ted Lewis tenía algo en común con Parker (el personaje de Richard Stark aka Donald Westlake de su libro Payback, también conocido como A quemarropa): ambos eran tipos centrados en un objetivo y nadie iba a detenerles porque aquella obstinación formaba parte de su naturaleza. Carter trataba de encontrar la verdad acerca de la muerte de su hermano. Y Porter quería que le devolvieran el dinero que le habían hurtado tras dar un golpe. Y en esa misma línea se mueve Hook, el protagonista de la novela Morir en California (de Newton Thornburg, también autor de esa otra maravilla titulada Cutter y Bone, que la misma editorial publicó el año pasado): en su caso, al principio del libro acaba de enterrar a uno de sus hijos, fallecido lejos del hogar de la familia, y durante toda la novela se obstina en encontrar la verdad, aunque para ello tenga que trasladarse a un motel de Santa Bárbara, California, y merodear en torno a las personas que vieron por última vez a su hijo Chris, pues la versión oficial es que fue un suicidio, pero su padre no se la traga porque el muchacho era alguien lleno de vida y decidido a comerse el mundo.

Aunque el fondo de Morir en California es el mismo que el de Carter y Payback (hombre cabezota decidido a conseguir sus propósitos, sea la verdad, la venganza o el dinero, aunque tenga que pagar precios altos por ello), las formas son diferentes. Porque Carter era un asesino profesional y arramplaba con todo, utilizando la violencia en cuanto les cosas se le iban de las manos. Y Parker, aunque era un ladrón, también mostraba actitudes violentas y una postura fría y sin escrúpulos. En cambio, David Hook es un hombre de campo, un granjero de Illinois con bastante temple, alguien que no tiene armas y que, en principio, no es violento. Su método consiste en dar la chapa a quienes estuvieron en el escenario de la muerte de su hijo: se encuentra con ellos una y otra vez y habla y habla e insiste en que quiere saber la verdad y que nada lo detendrá, que está seguro de que a su hijo lo asesinaron, y da igual que lo amenacen o que una y otra vez se burlen de él y lo llamen "paleto", porque no va a detenerse.

Durante sus pesquisas, hay un retrato más bien negativo del movimiento hippie, de cómo muchos de ellos ofrecían una pose de libertinos y desarrapados, pero luego se montaban en caravanas que valían miles de dólares y que les habían comprado sus padres. Predomina también, en la novela, un lamento por las oportunidades perdidas, por los momentos que se fueron porque alguien muy joven murió, pero también porque algunos (como Hook) ya son mayores y tal vez hayan tomado decisiones erróneas o sea tarde para ellos. Thornburg, además, contrapone dos modelos de vida: los de quienes están arriba (políticos, gente con pasta, etcétera) y son capaces de llevar dobles vidas y pasarse la moral por el forro y los de quienes están mucho más abajo (gente honrada, honesta, trabajadora), obstinados en proseguir con sus vidas sencillas y hogareñas.

Como en el caso de Cutter y Bone (ambos muy bien traducidos por Inga Pellisa), Newton Thornburg ofrece también aquí una novela sólida, una especie de noir atípico que mantiene al lector atrapado desde las primeras líneas, con ese protagonista paleto y cabezota que sólo quiere limpiar el nombre de su hijo y restablecer su memoria. No os la perdáis: la combinación Newton Thornburg & Inga Pellisa & Sajalín Editores es ganadora. Un par de extractos:

Contemplándolos, Hook se dio cuenta de que más allá de su dolor como padre de Chris, de su ira por la mentira del suicidio, había otro infierno, más pequeño, que consistía simplemente en que su hijo hubiese muerto ahí, en esa tierra de sol y desesperación. Porque en ese momento comprendió que morir en California era morir no solo en suelo extraño sino en un tiempo extraño, un futuro ignoto, brutal y desalmado que despreciaba tanto como temía.

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A pesar de la roca y el remolino, le pareció un lugar muy hermoso, este en el que había muerto su hijo. Diez días antes, él estaba aquí, pensó, había visto ese mismo mar y esas mismas islas. Sus ojos veían. Sus oídos oían. Su corazón latía. Vivía, y sabía que vivía. Y ahora ya no estaba vivo. Era como piedra, como arena, como una rama rota. Era una cosa, una cosa bajo tierra. Y Hook no lo comprendía. No había comprendido nunca la vida, esos bebés con la piel tierna y rosada que había cogido entre los brazos, carne de su carne, sangre de su sangre. Y ahora no comprendía la muerte de esa vida. Las estrellas y las piedras, la vida y la muerte, todo era un misterio para él.


[Sajalín Editores. Traducción de Inga Pellisa]

miércoles, diciembre 20, 2017

Cierta distancia, de Miguel Sanfeliu



No se puede escribir pensando en la trascendencia o en el mercado. Se debe escribir pensando en uno mismo, entregado a una tarea que resulta vital para quien la realiza, el sentido de su existencia.
Un escritor visita una ciudad durante quince días y escribe un libro de trescientas páginas explicando por qué esa ciudad y sus habitantes son como son. Suena un poco pedante ¿no? Si nos paramos un momento a pensar, ¿qué es lo que le hace creer a ese escritor que sus conclusiones merecen ser escritas y publicadas y que interesarán a un número determinado de personas? La respuesta es sencilla: nada. Simplemente, ese hombre tiene que escribir un libro porque no sabe hacer otra cosa. Su visita a una ciudad no tendría sentido si luego no escribe un libro en el que recrearla. Su vida real carece de sustancia si no la refleja sobre un papel, estaría hueca, leve, intrascendente.

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Existe una paradoja muy común entre los escritores. Muchos manifiestan que suelen resistirse a sentarse a escribir y buscan otras ocupaciones, tareas domésticas, recados, ordenar la estantería, con la única finalidad de retrasar el momento de enfrentarse a la propia mente.

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Cuando alguien se refugia en la literatura es porque, en la mayoría de los casos, se es tímido e introvertido. Es decir, que en mi opinión, la literatura y los actos públicos están reñidos.

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No en vano escribir consiste en vivir experiencias que no son nuestras y que, de algún modo nos son ajenas, vivir otras vidas. Nuestros personajes nos permiten experimentar con la realidad, moldear nuestras circunstancias, soñar con otras posibilidades.

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Creo que ha llegado el momento de admitir que tengo un pequeño problema. Soy comprador compulsivo de libros. Suelo comprar más libros de los que puedo leer. Me gusta tenerlos. Sé que si en algún momento necesito sumergirme en las páginas de una determinada obra publicada apenas unos meses atrás, ya me será difícil encontrarla. Supongo que mi afición por comprar libros reúne los síntomas de una adicción. A veces, es lo único que puede mitigar un estado de ansiedad. Intento visitar las librerías sin comprar nada, para curarme. Y apunto los títulos que me interesan en una libreta o en hojas sueltas.

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Todo queda obsoleto a los pocos meses de haber aparecido. Incitándonos a ser únicos se nos conduce a la uniformidad, por paradójico que pueda sonar. Este ritmo comercial hace tiempo que llegó también al mundo editorial. Un título apenas se mantiene unas pocas semanas en la mesa de novedades, de ahí, pasa a ocultarse en una estantería, otras cuantas semanas y, finalmente, vuelve a la editorial. Es difícil encontrar librerías con un fondo propio, entre otras cosas porque el consumidor aleccionado por las promociones, siempre busca "lo último de…". Con este sistema, también se consigue que la gente compre libros que le interesan solo porque, si espera, es muy probable que ya no los encuentre. A veces, resulta asombrosa la velocidad con que un libro se descataloga.

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Un blog personal, tal como yo lo veo, es una especie de cuaderno de notas en el que uno puede recomendar lecturas, opinar sobre cuestiones de actualidad, o incluso mostrar lo que en diferentes medios se dice sobre la propia obra. Siendo esto último un punto con cierta dosis de polémica (tampoco demasiada), ya que hay quien parece mirar con malos ojos que uno mismo dedique su espacio a algo que podría denominarse autobombo. Creo que es una polémica carente de sentido, ya que me parece evidente que uno en su propio blog puede y debe ser libre de colgar los contenidos que le parezcan más apropiados, y recopilar las reseñas que aparezcan sobre la propia obra, con el fin de que quien entre ahí pueda tener acceso a todo lo que se ha dicho sobre ella, creo que es tan lícito como lo es crear una página web con fines promocionales.

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Una cosa es el compromiso del escritor con su obra, como proceso de indagación, y otra su compromiso son la sociedad como figura pública.


[Sílex Ediciones]

lunes, diciembre 18, 2017

Caos y magia. La banda que quemó un millón de libras, de John Higgs



El verano pasado estuve en Liverpool. Unos días después de marcharnos de la ciudad, hubo cierta expectación porque una banda llamada The KLF (que a mí sólo me sonaba vagamente) volvía para ofrecer un misterioso acto a sus fans tras un tiempo de silencio. En alguno de esos días recordé que el nombre me era familiar por un libro que se había recomendado mucho en las redes sociales que sigo: Caos y magia. La banda que quemó un millón de libras. Pero tardé unos meses en decidirme a comprarlo porque no conocía su música ni su trayectoria. No sé dónde leí que alguien decía que daba lo mismo si KLF te gustaba o no, si los conocías o no, porque el libro era espectacular. Es cierto y es lo que me decidió: todo lo que leáis o escuchéis sobre esta especie de ensayo o biografía inusual es verdad.

Lo que hace John Higgs, en vez de limitarse a seguir los pasos que dieron Jimmy Cauty y Bill Drummond en sus muchos y locos proyectos desde que empezaron su carrera artística y musical, consiste (además de contarnos los hechos principales e importantes) en desarrollar ciertas derivas en torno a KLF, en indagar en los personajes secundarios, en la gente que conoció a Cauty y a Drummond, en quienes trabajaron con ellos, en cosas que les gustaron y motivaron, de modo que su narrativa no sigue un orden lógico, sino que plantea aproximaciones y alejamientos y nos cuenta detalles fascinantes en torno a Robert Anton Wilson, el número 23, Jim Garrison y JFK, Alan Moore, el punk, los dadaístas, Greil Marcus, la serie Doctor Who, el pensamiento mágico, William Burroughs, Carl Jung, el hip-hop… Todo ello para tratar de responder a una pregunta que mucha gente se hizo: ¿por qué los miembros de The KLF quemaron un millón de libras años atrás? Intentar transmitir la esencia de este libro es complicado: es mejor ir corriendo a buscar un ejemplar (ya va por la tercera edición) y asombrarse con la habilidad de Higgs para conectar los puntos y las coincidencias y narrarlo de esa manera tan absorbente. Unos fragmentos:

A modo de ver de [Robert Anton] Wilson, todos necesitamos un modelo para enfrentarnos al mundo que nos rodea. Necesitamos modelos que cuadren con los datos que tenemos y que gocen de cierta habilidad para predecir qué va a suceder a continuación. Eso es lo que, sin excepción, las ideologías, religiones y filosofías con mayor aceptación nos ofrecen. Lo que no hay que hacer es confundir estos modelos con el mundo real, ya que un mapa no es el terreno y un menú no es la comida. Una vez entendido esto, la necesidad de luchar para proteger la "verdad" del modelo se desvanece y somos libres de recurrir a otros distintos y contradictorios según cambien las circunstancias.

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El mundo en el que en realidad vivimos está formado de ideas que han salido de la mente humana para adentrarse en el universo físico. De hecho, la historia de nuestra evolución es, en esencia, la historia de nuestra retirada del mundo natural hacia el mental.

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Así pues, el détournement conlleva coger las imágenes culturales que se nos imponen y utilizarlas para nuestros propios fines. Supone cambiar el texto o el contexto de una imagen para subvertir su significado. Los situacionistas modificaron imágenes culturales en las páginas de sus folletos, como, por ejemplo, tomando un anuncio de un producto de consumo y sustituyendo el texto por citas de Sartre sobre la alienación. Hoy en día, es más común verlo en los graffiti, o en Internet en los blogs de Tumblr y en las redes sociales como Facebook, donde se conoce como "culture jamming". Los logotipos de las empresas son un blanco frecuente. La idea, tal y como la plantean los situacionistas, es "volver en contra del sistema capitalista sus propias expresiones". El objetivo es romper el hechizo.

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Por el contrario, The JAMs no hacen sino improvisar en sus aventuras, como el viaje a Suecia, por ejemplo. En esta ocasión, les movía la necesidad de destruir los ejemplares del disco y quisieron convertirlo en un acto en sí mismo; algo simbólico e interesante. Al margen de eso, rascaban en busca de ideas y solamente intentaban provocar "algo". Puede que el tiempo transforme esta versión, dotando a estos actos de una carga de simbolismo o casi predestinación de la misma manera en que la hoguera que aparecía en su álbum debut refleja la que harían después con su dinero. Pero son caóticos en su ejecución. Adolecen de objetivo y de propósito. Por citar una de sus notas de prensa: "La trama se ha extraviado".

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Al principio, la generación X se asoció con un sentimiento de alivio y la sensación de que habían encontrado los puntos ciegos del pasado y que ahora encaraban las cosas con una honestidad refrescante. Pero cuando 1991 desembocó en 1992 y este en 1993, aquella honestidad perdió parte de ese estímulo y se fue tornando cada vez más insoportable. Empezó a hacerse evidente que no encontrarían un hilo argumental para su historia ni una manera de reparar el daño infligido a su imagen mental. La sensación de creciente horror comenzó a aflorar. El nihilismo alcanzó su momento álgido en 1994, en la época del suicidio de Kurt Cobain, la quema del millón de dólares y el año en el que murió Bill Hicks. La creación constante de nuevos géneros musicales por la que se había caracterizado el siglo XX tocó a su fin en aquel momento. Aquella época se había terminado. Entonces, la necesidad de buscar una salida era acuciante. Fuera la que fuera.

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Después de Blair, los políticos ya no se moverían por una ideología, sino por las encuestas de opinión. Era la "tercera vía", un discurso dominado por el sesgo, en el que no importaba lo que se hiciera, sino la cobertura en los medios.



[Libros Walden. Traducción de Elena Morán López]

viernes, diciembre 15, 2017

George Lucas. Una vida, de Brian Jay Jones


El espectador medio a menudo olvida que George Lucas no sólo es el creador de la saga de Star Wars, sino que él estuvo detrás de Willow, Mishima, Indiana Jones, American Graffiti, Tucker, Dentro del laberinto o Kagemusha, además de contribuir (aunque su nombre no quedara acreditado) a que se hicieran realidad Fuego en el cuerpo y Apocalypse Now, datos éstos últimos que nos desvela el autor de esta biografía y que yo ignoraba. Su contribución al cine es inmensa, ayudando con sus empresas de sonido y de efectos visuales a un montón de cineastas, sacando del atolladero a artistas del calibre de Akira Kurosawa y ofreciéndole a Spielberg uno de los mejores personajes de la historia. Y no digamos su influencia, gracias a La guerra de las galaxias y sus dos primeras secuelas, en tantos directores actuales (aunque también es el culpable de inventarse a los ewoks y a Jar Jar Binks).

El problema es que Lucas siempre ha sido un hombre un tanto esquivo, a veces atrapado en contradicciones sobre la gestación de su saga (como también revela Brian Jay Jones), un hombre que ha creado uno de los más grandes imperios del planeta, ahora en manos de Disney, y que ha hecho caja con un merchandising interminable del que yo he participado como comprador desde 1977. Esto es lo que no le perdona el público: creen que es un tipo avaricioso, un Tío Gilito que no deja de amasar monedas. Pero la realidad no es exactamente así, y esto es una de las cosas que más me han gustado de esta biografía: que, si Lucas es de esta manera (obsesionado con el control, creador infatigable de mundos y de marcas, con su sello impreso o grabado en cada producto que vende), es por unas causas concretas. Porque en sus primeros años le putearon mucho con los presupuestos, porque le pusieron demasiadas zancadillas, porque esos productores que no sabían nada de cine manipularon los montajes de sus primeras obras, porque durante años se vio asfixiado por la falta de dinero y de auxilio para rodar sus películas, porque acabó tan harto que un día se dijo que tendría siempre el control de sus productos, y eso significaba que él mismo supervisaría el montaje, contrataría a su gente, se haría cargo de los juguetes e incluso financiaría él mismo los proyectos (los suyos y los ajenos) para no tener que verse ofendido y manipulado por otros. Ese sistema le iba sirviendo no para cobijar fortuna en un banco, sino para emplear los beneficios en nuevos proyectos: en rodar nuevas películas pagadas de su bolsillo, en crear el Skywalker Ranch a donde muchos cineastas acuden a trabajar en condiciones excepcionales de comodidad, en promover Lucasfilm y el sonido THX, etcétera.

Como Coppola (durante toda la vida han sido amigos y rivales, y se han querido tanto como se han peleado), Lucas ha sido un tipo que lo apostaba todo a un proyecto. La diferencia es que a Coppola le salió mal y por eso ha sido un hombre arruinado y a Lucas le salió bien y es un hombre millonario, sobre todo porque al parecer el primero siempre fue derrochador y el segundo más ahorrador, con más miramientos sobre cómo gastar el dinero obtenido. Un ejemplo sencillo: con los beneficios de una película, Coppola se gastaba la pasta en propiedades y en lujos; Lucas, en cambio, destinaba una parte a financiarse más películas. Aunque luego es cierto que Coppola es más artista o más artesano que Lucas, o al menos ésa es mi opinión.

Brian Jay Jones ha escrito una biografía que el lector devora, aún más si es cinéfilo y fanático de las películas de Spielberg, Coppola, De Palma o Lucas, pues de todos ellos se habla porque, junto a Scorsese, siempre han formado un grupo de colegas y rivales. A mí me ha servido para conocer detalles que no sabía, como que Apocalypse Now era, en principio, un proyecto de George Lucas y de John Milius, y que a Coppola le llegó casi de rebote. O que el espíritu festivo, entusiasta, optimista y de entretenimiento de La guerra de las galaxias proviene de cómo su creador veía Estados Unidos en aquel momento… un momento que necesitaba una inyección de fantasía, de evasiones y de espectáculo para que el espectador se olvidara de tantas malas noticias.

En los fragmentos que he copiado doy una idea aproximada, con ejemplos, de todo lo anterior:

Aun así, necesitaba el dinero [después de THX 1138, mientras trataba de sacar adelante su nuevo proyecto]. Habló de ello con Marcia, quien lo animó a seguir luchando por American Graffiti. Si al final la vendía no podía pillarle en mitad del proyecto de otro. Lucas rechazó todas las ofertas, pero no fue fácil. "Fue un período muy oscuro en mi vida", explicaría más tarde. "Estábamos pasando serios apuros. […] Rechacé [Fría como un diamante] en mi momento más negro, cuando debía dinero a mis padres, a Francis Coppola, a mi agente; estaba tan endeudado que pensé que nunca saldría de esa". Tardó años en "pasar de la primera película a la segunda, aporreando puertas, suplicando que me dieran una oportunidad –recordaba–. Escribiendo y pasando apuros, sin dinero en el banco… haciendo trabajos sueltos, ganándome a duras penas la vida. Intentando sobrevivir y moviendo un guion que nadie quería".

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Ningún otro proyecto haría sufrir tanto a George como La guerra de las galaxias. Durante casi tres años daría vueltas a tramas y personajes, estudiando a fondo novelas de ciencia ficción, folclore, cómics y películas para inspirarse. Se pelearía con borrador tras borrador, escribiendo y reescribiendo, rescatando escenas y subtramas que le gustaban de borradores anteriores, dando vueltas a la grafía de los nombres de los planetas y los personajes, e intentando dar sentido a un guion cada vez más extenso que empezaba a írsele de las manos. Y una y otra vez, dejaría a sus amigos y a los ejecutivos perplejos con la historia y escépticos ante la idea de que pudiera plasmar algo de todo eso en celuloide.
Lucas se tomaba el guion de La guerra de las galaxias como un empleo a tiempo completo, subiendo pesadamente las escaleras hasta su cuarto de escritura todas las mañanas a las nueve, donde se dejaba caer despacio en su silla ante su escritorio de madera y miraba una hoja en blanco durante horas, esperando que llegaran las palabras.

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"Escribiendo te vuelves loco –diría años después–. Te vuelves psicótico. Te pones en tal estado mental y recorres caminos tan raros con la mente que es un milagro que todos los escritores no acaben internados en alguna parte".

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Y la inspiración, al parecer, podía llegar de cualquier parte. Una tarde vio a Marcia alejarse en coche con el perro –un enorme malamute de Alaska llamado Indiana– tranquilamente sentado en el asiento de al lado, rozando con la cabeza el techo, y pensó que el perro, del tamaño de una persona, parecía el copiloto, una imagen que con el tiempo derivaría en Chewbacca, el copiloto del Halcón Milenario. Otro personaje importante encontró su nombre a raíz de un comentario suelto que hizo Walter Murch mientras montaba American Graffiti con Lucas. Entre los dos habían inventado su propio sistema para ordenar las hileras de rollos y los kilómetros de celuloide, asignando un número de identificación a cada rollo, pista de diálogo y banda sonora. Durante una sesión a altas horas de la noche, Murch le pidió a Lucas el Rollo 2, Diálogo 2, pero lo acortó diciendo R2-D2. A Lucas le encantó cómo sonó –siempre sería importante para él la sonoridad de los nombres– y después de pasarle a Murch la lata lo apuntó rápidamente en su cuaderno.

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Con el Watergate y Vietnam todavía en los informativos de la noche y en todas las portadas, el mundo real ya parecía suficientemente iracundo. "Pensé [lo dice George Lucas]: 'Todos sabemos que hemos convertido el mundo en un verdadero desastre. También sabemos, como nos recuerda cada película hecha en los últimos diez años, lo malos que somos, cómo hemos arruinado el mundo, lo imbéciles que podemos llegar a ser y lo podrido que está todo'. Y me dije: 'Lo que realmente necesitamos es algo más positivo'."
En su opinión, La guerra de las galaxias hacía un llamamiento diferente e incluso más elevado. "Comprendí que había otros ámbitos relevantes que son aún más importantes: los sueños y las fantasías, convencer a los niños de que hay algo más en la vida que basura, matanzas y cosas tan reales como robar tapacubos, que todavía podíamos sentarnos y soñar con tierras exóticas y criaturas curiosas –explicaría en una entrevista para Film Quarterly en 1977–. En cuanto me sumergí en La guerra de las galaxias me sorprendió que hubiéramos perdido todo eso; toda una generación ha crecido sin cuentos de hadas. Ya no los encuentras, y son lo mejor del mundo, las aventuras en tierras lejanas. Son pura diversión".  
     
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De hecho, las políticas que había adoptado en su compañía eran lo bastante favorables a la familia para que en 1994 la revista Working Mother lo nombrara "Family Champion", título otorgado a los directivos que promovían un entorno laboral propicio a las necesidades de las madres y los padres trabajadores. La misma revista había mencionado a Lucasfilm entre las mejores compañías para las madres trabajadoras, señalando las dos guarderías que había en el rancho, el horario flexible y las políticas progresistas que proporcionaban a los empleados la baja remunerada para atender a miembros de la familia enfermos, así como cobertura de seguro para las parejas y sus dependientes. "Hemos descubierto que la calidad de vida es un logro mucho mayor que un sueldo alto –afirmó Lucas–. [Estamos haciendo] solo lo que se debe".

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"Nunca he sido un tipo al que le mueva el dinero –dijo para Businessweek–. Me mueve más el cine, y la mayor parte del dinero que hice con él lo utilicé para intentar mantener el control creativo sobre mis películas".


[Reservoir Books. Traducción de Aurora Echevarría] 

Próximamente: Memorial Device


De David Keenan. En Sexto Piso.

lunes, diciembre 11, 2017

En Playtime / El Plural: Clive Barker



Hellraiser. El corazón condenado: aquí.

Hellraiser. El corazón condenado, de Clive Barker


¿Por qué entonces se sentía tan angustiado al posar la vista en ellos? ¿Era por las cicatrices que les cubrían cada centímetro del cuerpo; por la carne estéticamente perforada, rebanada e infibulada y luego empolvada con ceniza? ¿Era por el olor a vainilla que exhalaban, esa dulzura que a duras penas disimulaba el hedor que cubría?
¿O era porque, al aumentar la luz, los estudió con más detenimiento y no vio nada de alegría, de humanidad siquiera, en sus rostros mutilados, sino sólo desesperación y un apetito que le provocó unas ganas irrefrenables de vaciar los intestinos?

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Donde dos minutos antes sólo había un espacio vacío, ahora había una figura. Era el cuarto cenobita, el que no había hablado ni mostrado su rostro. No era él, podía ver ahora, sino ella. Se había quitado la capucha que llevaba, así como la ropa. La mujer que había debajo era gris pero radiante; tenía los labios ensangrentados y las piernas abiertas, dejando al descubierto el pubis elaboradamente escarificado. Estaba sentada sobre una pila de cabezas humanas en descomposición y le daba la bienvenida con una sonrisa.

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Todas las cosas se cansan con el tiempo y comienzan a buscar algún oponente que las salve de sí mismas.

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¿Cómo llegó a conocer la existencia de la caja de Lemarchand? No se acordaba. Tal vez en un bar; en los bajos fondos, de labios de un compañero de desgracias. En ese tiempo no era más que un rumor… este sueño de una cúpula del placer donde aquellos que habían agotado la satisfacción trivial de la condición humana podrían descubrir una nueva definición de goce. ¿Y la ruta hasta ese paraíso? Había varias, le dijeron: mapas de la interfaz entre lo real y lo más real todavía, dibujados por viajeros cuyos huesos se habían convertido en polvo hacía mucho tiempo. 


[Hermida Editores. Traducción de Juan Carlos Postigo Ríos]