"En lo que me concierne, no soy un escritor, soy alguien que escribe…" (Thomas Bernhard)
domingo, julio 30, 2017
viernes, julio 28, 2017
Bandini, de John Fante
Leí estas novelas hace muchos años: Camino de Los Ángeles, Espera a la primavera, Bandini, Pregúntale al polvo y Sueños de Bunker Hill. Dos de ellas, la segunda y la tercera, las leí incluso antes de que las publicara Anagrama, cuando salieron en Paidós y tuve que cogerlas prestadas en la biblioteca porque no había otra manera de encontrarlas. Cuando las leí, ni siquiera tenía blog donde consignar mi entusiasmo por ellas. De las cuatro, mi favorita siempre fue Pregúntale al polvo, aunque la ternura de Espera a la primavera, Bandini es inolvidable. Son dos libros que habré leído ya tres o cuatro veces. Llevaba años esperando esta edición de Anagrama, con las cuatro novelas protagonizadas por Arturo Bandini, álter ego de John Fante, porque ya había visto el volumen en otros países del extranjero. Porque, así colocadas, las podemos leer en el orden cronológico en que Fante las fue escribiendo. La última, Sueños de Bunker Hill, que es muy superior a lo que yo recordaba de su lectura, se la dictó a su mujer cuando ya estaba ciego y enfermo y próximo a la muerte.
John Fante es un narrador puro, de quien, además de su fluidez en la escritura, siempre me gusta destacar su destreza para retratar a sus familiares y a sí mismo: reparte dardos y flores por igual, amores y odios, elogios y desprecios… lo que en cada momento sienta dentro. Fante/Bandini es un hombre honesto. Si tiene que criticar a los suyos o a sí mismo, no se ahorrará la crudeza. Es, al mismo tiempo, humilde y fanfarrón, dependiendo de su estado de ánimo. A todo esto él añade un humor socarrón que no es fácil de reproducir en una página. Por estas y otras virtudes era un maestro, aunque haya tardado tanto en obtener el reconocimiento.
Bandini puede leerse, así, de una tacada, como la formación de un muchacho que se cría en ambientes helados y abundantes en miseria (Espera a la primavera, Bandini), que decide convertirse en escritor mientras tantea trabajos de mierda (Camino de Los Ángeles), que huye a la gran ciudad para abrirse camino aunque pasa hambre e infortunios (Pregúntale al polvo) y que, finalmente, obtiene un puesto de guionista por el que cobra una pasta pero en el que los guionistas a sueldo apenas escriben porque no les encargan nada y eso aumenta su ira y su frustración (Sueños de Bunker Hill).
He releído estas novelas con placer, con devoción, dejándome llevar de nuevo por la locura de Bandini, viendo detalles o pasajes en los que antaño me había fijado menos, destacando frases que no recordaba y diálogos que me siguen despertando la piedad y la carcajada. Es un volumen que no debéis dejar escapar. Van unos fragmentos:
¿Cómo podía un hombre rezar y estar caliente? Era escandaloso.
Después de pensar en tanta gente sin resultado, harto ya de todo el asunto y a punto de olvidarme de él, tuve una idea, y la idea era que no tenía que rezar a Dios ni a ningún otro, sino a mí mismo.
-Arturo, compañero. Mi amado Arturo. Parece que sufres mucho y muy injustamente. Pero eres valiente, Arturo. Me recuerdas a un guerrero poderoso, con las cicatrices de un millón de conquistas. ¡Qué valor el tuyo! ¡Qué nobleza! ¡Qué belleza! ¡Oh, Arturo, en verdad eres hermoso! Cuánto te quiero, Arturo mío, mi grande y poderoso dios. Gime pues, Arturo. Que tus lágrimas corran, pues la tuya es una vida de lucha, una encarnizada batalla hasta el final, y nadie lo sabe excepto tú, nadie sino tú, un bello guerrero que lucha solo, inquebrantable, un gran héroe de los que el mundo no ha oído hablar nunca.
[De Camino de Los Ángeles]
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Avanzaba dando puntapiés a la espesa capa de nieve. Hombre asqueado a la vista. Se llamaba Svevo Bandini y vivía en aquella misma calle, tres manzanas más abajo. Tenía frío y agujeros en los zapatos. Por la mañana había tapado los agujeros por dentro con el cartón de una caja de macarrones. Los macarrones no los había pagado. Se había acordado mientras metía en los zapatos los trozos de cartón.
Detestaba la nieve. Era albañil y la nieve congelaba la argamasa que ponía entre los ladrillos. Se dirigía a su casa, pero no sabía por qué. Cuando era pequeño y vivía en Italia, en los Abruzos, tampoco le gustaba la nieve. No había sol, no había trabajo.
[De Espera a la primavera, Bandini]
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Días afortunados, días fructíferos, páginas y más páginas; días favorables, algo que contar, la historia de Vera Rivken, los folios se amontonaban y me sentía contento. Días maravillosos, no debía ni un día de pensión, tenía cincuenta dólares en la cartera y nada que hacer ni de día ni de noche, salvo escribir y pensar en escribir; ah, días dulcísimos en que lo veía crecer, en que sufría por él, por el libro, por cada palabra que ponía en el libro, por un libro tal vez interesante, tal vez eterno, pero mío al fin y al cabo, mío, del indómito Arturo Bandini, metido ya hasta las cejas en su primera novela.
[De Pregúntale al polvo]
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A media manzana había una tienda de coches usados. Encontré un Plymouth de segunda mano por trescientos dólares y me lo llevé. Era un hombre nuevo, un guionista de Hollywood que había triunfado sin escribir una sola línea. El futuro no tenía límites.
[…]
Hay que tener un agente. Sin agente eres un marginado, un desconocido. Tener agente da profesionalidad, aunque nunca consiga nada. Cuando otro escritor nos pregunta: "¿Con qué agente estás?", y respondemos: "Con ninguno", el primero deduce automáticamente que no tenemos talento.
[…]
Qué hago aquí, me pregunté. Detesto este lugar, esta ciudad hostil. ¿Por qué siempre me expulsa, como si fuera un huérfano no querido? ¿Es que debía algo a alguien? ¿No había trabajado con tesón, no lo había intentado con todas mis fuerzas? ¿Qué tenía en mi contra? ¿La inmarchitable constancia de mi condición pueblerina, la añeja convicción de que yo no era de allí?
[De Sueños de Bunker Hill]
[Anagrama. Traducción de Antonio-Prometeo Moya]
miércoles, julio 26, 2017
La casa de las alfombras: Libros.com & Mario Crespo
Puedes participar en el nuevo proyecto de Mario Crespo convirtiéndote en mecenas de La casa de las alfombras, una distopía que a mí me hizo disfrutar mucho cuando leí el manuscrito. Os aseguro que merece la pena. Más datos: aquí.
El trabajo cultural, de Luciano Bianciardi
Estábamos orgullosos: teníamos que quedarnos aquí, trabajar, producir. A nadie se le pasaba por la cabeza la idea de marcharse, en un futuro, a Roma o Milán. Una ciudad bonita, Roma, sin duda, y repleta de promesas fáciles: las exposiciones, el teatro, Cinecittà, los conciertos, los salones literarios, las revistas, los cafés y un montón de artistas (todos llegados, bien pensado, de la provincia): escritores, directores, pintores; en fin, intelectuales. Pero ¿qué habían hecho allí, qué estaban haciendo?
Una ciudad parasitaria, eso era Roma, y no sólo por los ministerios. Absorbía la provincia para vivir de unas rentas espléndidas. Uno de nosotros, por turnos, iba una vez a la semana, y al volver nos informaba de las novedades, los premios literarios, los libros que se iban a publicar, las nuevas compañías de teatro, las suculentas maldades que se oían en los cafés, los cotilleos del momento.
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Al acabar la guerra habían cambiado muchas cosas, también en nuestra ciudad, pero la película de la tarde seguía ahí, porque las tardes eran, como siempre, lentas y larguísimas. Sólo que ahora habíamos crecido, nos habíamos espabilado, no se nos escapaba lo que podía significar el cine en nuestra provincia abierta, es decir, capaz de acoger sin miramientos estúpidos y retrógrados esa nueva forma de arte. No en vano, nuestra ciudad, a tres horas escasas de la capital, estaba bien surtida de novedades cinematográficas.
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En Italia, la crisis se complica por el hecho de que muchísimas personas escriben y poquísimas leen. Cada años, diez mil italianos envían a imprenta sus obras, y si consideramos que sólo se imprime un libro de cada cien manuscritos que llegan a la mesa de un editor, comprobamos que en Italia tenemos un número altísimo de escritores, entre publicados e inéditos: aproximadamente un millón, si no más. Quizá haya el mismo número de escritores que de analfabetos, y hasta es posible que pudiera resolverse el problema del analfabetismo obligando a cada autor a enseñar a leer a un analfabeto, utilizando su libro inédito a modo de silabario.
[Errata Naturae. Traducción de Miguel Ros González]
lunes, julio 24, 2017
Cuando Kafka vino hacia mí…, de Varios Autores. Edición de Hans-Gerd Koch
Este volumen, que consiste en una serie de testimonios de numerosas personas que conocieron y trataron a Franz Kafka, logra que nos acerquemos más al gran escritor, descubriendo detalles y perspectivas que uno desconocía, pero a la vez esa multiplicidad de voces y de miradas consiguen que el enigma sea aún mayor; es decir, Kafka fue un hombre enigmático hasta lo imposible, y leyendo a quienes hablan de él en clase o en el trabajo o viéndolo enfermo o en su condición de autor humilde que oculta sus méritos, obtenemos un perfil más agudo pero más repleto de interrogantes, si cabe la contradicción. La polifonía de testimonios es irregular (algunos, como nos dice el editor, inventaban ciertos datos o tenían mala memoria) y fascinante al mismo tiempo. Hay pasajes deliciosos y aquí dejamos 3 ejemplos, indicando al final su procedencia:
Yo entonces aún era joven, casi una niña, y cuando Kafka me entregó aquel libro con letras especialmente grandes, añadió:
-Mírelo. Parece un silabario. Se trata, por lo tanto, de un libro para niños.
Ése fue el comentario de Kafka acerca de una obra que inició una nueva época en la literatura europea. Aquel modesto juicio sobre su propia obra era un rasgo característico de la personalidad de este autor. Cuando le preguntaban por su ocupación, nunca contestaba diciendo que era escritor, sino que trabajaba para una compañía de seguros. Sus superiores apreciaban sus informes oficiales, por supuesto, sin darse cuenta de la singularidad de su estilo.
[Gertrude Urdizil, del texto "Carmen con Kafka"]
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Kafka estaba sentado en el escenario delante del atril. Como una sombra, los cabellos oscuros, pálido, una figura que no acertaba a desterrar su apuro ante la propia aparición en público. Así leyó, inclinado sobre el atril, un fragmento en prosa inédito: "En la colonia penitenciaria".
Cómo hablaba, lo he olvidado. Con las primeras palabras pareció extenderse por la sala un desabrido olor a sangre, y un regusto extrañamente insípido e impreciso se me instaló en los labios. Su voz podía sonar a disculpa, pero sus imágenes penetraron en mí como un cuchillo afilado. No sólo se describía una máquina de torturar y una tortura con las palabras de éxtasis reprimido del torturador y ejecutor. El propio oyente era arrastrado a esos martirios del infierno, también él yacía como víctima en el basculante lecho de tortura, y cada nueva palabra, como otro pinchazo, rasguñaba en su espalda el lento suplicio.
[Max Pulver, del texto "Paseo con Franz Kafka"]
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Al despedirnos antes de su partida al sanatorio del Tatra, le dije:
-Se recuperará usted y volverá curado. El futuro lo arreglará todo. Todo va a cambiar.
Kafka, sonriendo, puso el dedo índice de su mano derecha sobre su pecho.
-El futuro ya está aquí, dentro de mí. El cambio sólo significa que las heridas ocultas se vuelven visibles.
Yo me impacienté.
-Si no cree en la recuperación, ¿por qué se marcha entonces al sanatorio?
Kafka se inclinó sobre la superficie de la mesa.
-Todo acusado se esfuerza por obtener un aplazamiento de la sentencia.
[Gustav Janouch, del texto "Conversaciones con Kafka"]
[Acantilado. Traducción de Berta Vias Mahou]
sábado, julio 22, 2017
Intimidad, de Hanif Kureishi
Ésta, pues, puede ser nuestra última tarde como una familia honesta, completa e ideal, mi última noche con una mujer a la que conozco desde hace diez años, una mujer sobre la que lo sé prácticamente todo y junto a la que no quiero seguir más tiempo. Dentro de poco seremos como extraños. No, nunca seremos eso. Herir a alguien es un acto de involuntaria intimidad. Seremos conocidos peligrosos con una historia en común.
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He estado intentando convencerme de que abandonar a una persona no es lo peor que se le puede hacer. Puede resultar doloroso, pero no tiene por qué ser una tragedia. Si uno no dejase nunca nada ni a nadie, no tendría espacio para lo nuevo. Sin duda, evolucionar constituye una infidelidad…, a los demás, al pasado, a las antiguas opiniones de uno mismo.
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Hace semanas que no follamos. He dejado de acercarme a Susan con esa intención para comprobar si, por casualidad, me desea. He estado esperando cualquier mínima muestra de interés, por no hablar de lujuria o desenfreno. Soy un perro echado debajo de una mesa que espera que le den una galleta. No simples migajas.
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Pero me he dado cuenta de que una de las virtudes que requiere el ser padre es saber aceptar que nuestros hijos nos detesten. A veces yo odiaba a mi padre. Le gritaba, incluso cuando volvió del hospital después de una operación a corazón abierto. Le ponía laxante en los cereales para que tuviera cagarrinas en el tren. Y a veces odio a mis hijos, igual que ellos deben de odiarme a mí. No dejas de querer a alguien sólo porque lo detestes.
[Anagrama. Traducción de Mauricio Bach]
miércoles, julio 19, 2017
Bored to Death, de Jonathan Ames
No estaba escribiendo porque, bueno, no tenía nada que decir.
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A algunos escritores los envían a Afganistán, Darfur o Bagdad. Sin embargo, a mí me envían a la meca de la moda de Nueva York para que coma en restaurantes de lujo y vea a chicas guapas. ¿Qué dice esto sobre mí como escritor? ¿Y como ser humano? Esto no puede ser bueno. Probablemente lo que quiere decir es que soy un payaso, un idiota y un superficial, que no puedo ocuparme de las cosas de verdad, de los encargos de verdad y, por desgracia, es cierto. Soy débil.
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Kierkegaard escribió, más o menos, que había tres estadios del ser: el estético, el ético y el religioso. En el modo estético, bebes y follas lo máximo posible. Aunque, en algún momento, de acuerdo con Kierkegaard, eso se agota, así que tratas de volverte responsable y entrar en el modo ético: bebes menos y follas menos. Algunos lo llaman matrimonio o mediana edad. Pero entonces eso se agota y llega la angustia –esa sensación de estar abrumado por la vida– y, para seguir adelante y no suicidarte, das un salto de fe hacia lo espiritual.
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En América queremos vivir en parques temáticos y series de televisión. ¿Por qué? Porque no queremos una vida real. La vida real significa dolor. Significa impuestos, ETS, envejecer, mal aliento, impotencia, tráfico y la pérdida de los seres queridos. No es de extrañar que deseemos que la vida sea Sexo en Nueva York y Disneyland.
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Me encantan los brazos de las mujeres y, sobre todo, las axilas. Por alguna razón, a medida que me he ido haciendo mayor cada vez me he ido obsesionando más con lamer las axilas de las mujeres, ese lugar tan secreto, como si fueran otro coño o algo así. Debo de estar perdiendo la cabeza.
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Yo tengo cuarenta y dos pero soy un niño. No me siento como un hombre. Eso es porque soy americano y escritor. Nunca he tenido dinero. Vivir medio arruinado durante veinte años retarda el crecimiento. Nunca eres tú mismo. Siempre estás esperando madurar, pero nunca lo haces.
[Principal de los Libros. Traducción de Azahara Martín]