viernes, julio 29, 2016

Narcisa, de Jonathan Shaw


Algunos fragmentos de la introducción y de la novela, que comento en Playtime:

Del prefacio de Lydia Lunch:

No puedes salvar a alguien de sí mismo. Si intentas ir de salvador lo vas a perder todo. No vas a curar al herido. No vas a reparar el daño ya causado por unos padres egoístas, un examante violento, un acosador infantil, un tirano, la pobreza, la depresión o un simple desequilibrio químico.
No tienes manera de deshacer las heridas psíquicas, de vendar las viejas cicatrices ni de arreglar con besos antiguas magulladuras. No puedes hacer que el dolor desaparezca. No puedes acallar las voces que gritan en las cabezas de otros. No puedes hacer que nadie se sienta especial. Nunca se sentirá lo suficientemente hermoso, por más hermoso o hermosa que te parezca. Nunca se sentirá tan amado como querría, por más que lo adores.

*
De la novela de Jonathan Shaw:

Sí. Narcisa había vuelto por fin de su gran aventura en la ciudad de Nueva York. De vuelta con su vieja tribu okupa de indeseables esnifadores de pegamento de la Casa Verde. De vuelta a casa con los fracasados y con los fanáticos anarquistas nihilistas, borrachuzos, lunáticos, pordioseros, asesinos y putas indigentes de su oscuro e infeliz pasado.
De vuelta a sí misma.
A su Maldición.

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No existía nada aparte de Narcisa y yo avanzando de la mano por apocalípticas calles rancias de deseos desconsiderados, propulsados como fantasmas por aceras resbaladizas a causa de la lluvia, donde los dedos larguiruchos de los árboles nos hacían señas como espectros torcidos. Y en aquel remolino frenético y febril de pasiones, corrimos y corrimos juntos, huyendo de la muerte y de la desesperación, corriendo, corriendo; la condenación, con la devastación y la ruina siempre a la vuelta de cada temblorosa esquina.


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No me importaba nada más. Sólo Narcisa. Porque ella lo era todo en mi vida y su mágico coño de pinza de cangrejo el único hogar que había conocido mi vieja alma corrompida.

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La ausencia de Narcisa me persiguió como la sombra de un pordiosero lisiado a lo largo de todo el viaje de vuelta a Río, igual que me había seguido todos los días de mi vida; un sentimiento de profunda y persistente añoranza melancólica. Nostalgia.
Saudade. El fantasma impávido de su recuerdo me cubría como la fresca neblina del océano conforme avanzaba por aquella larga autopista desierta, deshaciendo trabajosamente el camino, de vuelta a casa con Narcisa, muerto por meterme otra dosis, otro chute; otro sorbo de su dulce y crucial veneno.

**

Hay dolores de los que uno nunca llega a librarse.

[…]
Hay dolores de los que uno no se deshace. Algunos dolores se convierten en una parte integral de quien eres. Lo mejor que puedes hacer es aprender a vivir con ellos y sobrevivir. 

[Sexto Piso. Traducción de Rubén Martín Giráldez]

jueves, julio 28, 2016

Próximamente: Últimos testigos


De Svetlana Alexiévich. En Debate.

miércoles, julio 27, 2016

Marienbad eléctrico, de Enrique Vila-Matas


Me gustó su respuesta, quizás porque me recordó que, cuando termino una novela, me gusta que me pregunten si estoy seguro de que se trata de una novela. Me gusta sentir que he hecho algo que se ha situado en los límites al buscar profundizar en las posibilidades, que sé amplísimas, del propio término de novela. Me gusta que se perciba que, por espurio que pareciera, no he descartado nada que tuviera posibilidades de acabar en la novela, lo que ha terminado por crear la impresión de que podría no haber hecho una novela.

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El equívoco me sirvió para por fin escribir un texto teórico que desmentía el carácter meramente caprichoso de mi propensión a incluir citas y, de paso, para exponer que mi literatura había llevado al límite el uso de las citas literarias distorsionadas al buscar, entre otras cosas, que mi falsa erudición funcionara como una sintaxis.
"Puede parecer paradójico, pero he buscado siempre mi originalidad de escritor en la asimilación de otras voces. Las ideas o frases adquieren otro sentido al ser glosadas, levemente retocadas, situadas en un contexto insólito…"

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Aunque nadie me lo había pedido, yo había elegido Marienbad para ese experimento y todas las tardes paseaba junto a las cristaleras de los comedores de los grandes balnearios y, desde el exterior, espiaba a los numerosos clientes que vivían allí sus vidas crepusculares. Recuerdo cómo cada tarde constataba con asombro que todo allí era inmortal y mortecino. Hasta que una noche, mi propia imaginación me asustó cuando me hizo creer que alguien, con un gesto único y centelleante, había electrificado Marienbad entera con una luz vívida, desconocida, tal vez sólo olvidada.


[Seix Barral]

lunes, julio 25, 2016

Próximamente: Portátil


De David Foster Wallace. En Random House.

Murió con los ojos abiertos, de Derek Raymond


No sé dónde leí hace tiempo unas cuantas alabanzas sobre las novelas que Derek Raymond (pseudónimo de Robin Cook cuando escribía novela policiaca) había publicado en torno a La Fábrica (una central de policía). Así que de inmediato compré los únicos tres libros suyos traducidos en España: Murió con los ojos abiertos, El diablo vuelve a casa y Réquiem por Dora Suárez (los encontré baratos en librerías de saldo). Derek Raymond fue considerado "el padre de la novela negra británica". El caso es que los encontré y los metí en la pila, y no ha sido hasta hace unas semanas que alguien citó a este autor (puede que fuera Iain Sinclair, ya no estoy seguro) y he empezado a leerlo.

En Murió con los ojos abiertos nos encontramos con la investigación de un policía: encuentran el cadáver de un hombre (alcohólico, escritor desconocido y amateur, a menudo denostado en las tabernas, etc.) que ha sido asesinado tras someterlo a varias torturas, como si no se hubiera encargado un profesional o un asesino en serie, sino alguien sádico. Lo sorprendente es que lo hayan matado con tanta saña cuando era un don nadie, un tipo que no tenía dónde caerse muerto. Y por eso el sargento encargado del caso se obsesiona con averiguar la verdad.

Una de las particularidades de la novela es que el muerto dejó varias cintas grabadas donde se culpaba de la mala relación con su hija y su ex mujer, y donde cuenta varios pormenores de su vida. La transcripción de las cintas, que el detective escucha a ratos, depara algunos de los mejores pasajes. Veamos dos ejemplos:

Cualquiera que considere que el arte de escribir sea un paseo agradable hacia un estilo de vida característico de la mediana edad solo conseguirá producir auténticos bodrios.

No he sido bueno y quiero que intentes perdonarme si eres capaz. Lo único que te pido es que nunca permitas que los demás me difamen. Los que se dedican a levantar calumnias son aquellos que nunca conocen toda la verdad y fundamentan sus opiniones a partir de los rumores, y la gente así tampoco es buena.

La introducción es de James Sallis y nos pone en antecedentes, aunque la novela de Raymond que a él más le impactó fue Réquiem por Dora Suárez. Sallis dice que una de las virtudes de esta novela, la que hoy comento, es la manera en la que el detective trata de comprender a la víctima: A menudo, el hecho de penetrar esas mentes nos brinda una especie de estilo poético maravillosamente brutal y, a la vez, extrañamente suave […] Las de Derek Raymond son novelas que retratan un mundo despiadado, que no dejan indiferente al lector. Pronto leeré las otras dos.


[Ediciones Ámbar. Traducción de Mario Sureda]

viernes, julio 15, 2016

Solo, de August Strindberg


En Playtime / El Plural recomiendo este libro. Fragmentos:

Tras diez años en provincias estoy de vuelta en mi ciudad natal –ahora mismo, sentado a la mesa, comiendo con los viejos amigos–. Rondamos todos los cincuenta años, los más jóvenes del grupo pasan de los cuarenta o por ahí andan. Nos sorprende no haber envejecido desde la última vez. Se aprecia, desde luego, algo de gris en la barba y en las sienes, aquí y allá, pero hay también algunos que han rejuvenecido desde el último encuentro, y que reconocen que en torno a los cuarenta años sucedió un cambio notable en sus vidas. Se sentían viejos y dieron en pensar que su vida se acababa; descubrían enfermedades inexistentes; sus brazos se agarrotaban y les resultaba difícil enfundarse el abrigo. Todo se les antojaba viejo y raído; todo se repetía, todo sucedía siempre de la misma manera; la nueva generación se abría paso desafiante, sin prestar la más mínima atención a los logros de la anterior; sí, y lo más terrible era que los jóvenes descubrían las mismas cosas que nosotros habíamos descubierto y, peor aún, exhibían sus viejas novedades como si nadie antes hubiera barruntado nada.

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Esta vez, nos separamos con la sensación de que el pasado estaba acabado, de que todos nos habíamos hecho mayores y adquirido el derecho de dejar el vivero para crecer libremente, trasplantados en suelo libre, sin jardineros, tijeras ni etiquetas.
Así fue, en resumidas cuentas, como uno se queda solo.

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Regresar a casa solo y en silencio era reencontrarme conmigo mismo, envolverme en mi propia atmósfera espiritual, en la que me sentía cómodo, como cuando uno se pone ropa que le cae bien. Tras una hora de meditación me sumergía en la nada del sueño, liberado de todo anhelo, de todo deseo y de toda voluntad.

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Lo que he ganado con la soledad es poder decidir por mí mismo mi dieta espiritual. No tengo que ver a mis enemigos en mi propia casa, sentados a mi mesa, ni escuchar en silencio mientras alguien se burla de lo que yo más estimo; no tengo que escuchar, dentro de mi casa, la música que aborrezco; evito ver periódicos, tirados por ahí, con caricaturas de mis amigos y de mí mismo; me he liberado de leer libros que desprecio y de visitar exposiciones y admirar cuadros que no me gustan. En una palabra, soy dueño de mi alma en aquellos casos en los que uno tiene algún derecho de serlo, y puedo elegir mis simpatías y antipatías. No he sido nunca un tirano, lo único que he pretendido es dejar de ser tiranizado, cosa que no soportan las personas tiránicas. Al contrario, siempre he odiado a los tiranos, y esto es algo que los tiranos no perdonan.

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Lo primero que uno alcanza en soledad es un compromiso consigo mismo y con el pasado. No es tarea fácil, desde luego, porque el autodominio requiere toda una educación. Pero no hay estudio más agradecido que el autoconocimiento, si es posible tal cosa.

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Pero la soledad, al tiempo, le hace a uno paciente, y si antes me había defendido del sufrimiento mediante la brutalidad, después me hice más sensible al sufrimiento de los otros, una presa indefensa a las influencias del exterior, aunque no a las malvadas. Estas últimas simplemente me asustaban y hacían que me retirase todavía más. Y así es como busco paseos solitarios, donde solo me encuentro con gente sencilla que no me conoce. Tengo incluso una ruta especial, que denomino via dolorosa y recorro cuando las horas son más oscuras de lo habitual.

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Finalmente, hay momentos en los que solo sirve un poco de budismo. Es tan raro obtener lo que se desea. ¿De qué sirve desear? No desees nada, no quieras nada de las personas ni de la vida, y siempre pensarás que has conseguido más de lo que pudiste desear. Y sabes por experiencia que, cuando has conseguido lo que deseabas, lo que te hizo feliz no fue tanto el objeto deseado como el propio cumplimiento.

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Allí estaba yo sentado, con todo a mis espaldas: ¡todo, todo, todo! ¡La lucha, la victoria, la derrota! Todo lo más amargo y lo más dulce de la vida. Y entonces, ¿qué? ¿Estaba cansado y viejo? No, la lucha continuaba, con más furia que nunca, más en serio y a mayor escala, ¡adelante, siempre adelante! Pero, mientras que antes solo había tenido enemigos delante de mí, ahora los tenía delante y detrás. Me había tomado un rato de descanso para poder proseguir, y sentado en este sofá, en esta casa, me sentí tan joven y apto para la lucha como treinta años antes, con la diferencia de que ahora el objetivo era nuevo, pues las viejas piedras miliares estaban ya a mi espalda. Los que se habían detenido y quedado atrás querían, desde luego, retenerme, pero yo no podía esperar, por eso había tenido que salir a reconocer los desiertos solo, a buscar nuevos caminos y sendas; a veces, engañado por un espejismo, me tocaba darme la vuelta y retroceder; pero esto solo hasta llegar a una encrucijada; y desde allí, de nuevo hacia delante. 


[Mármara Ediciones. Traducción de Manuel Abella]

Próximamente: La vida breve de Katherine Mansfield


De Pietro Citati. En Gatopardo Ediciones.

miércoles, julio 13, 2016

Moonraker, de Ian Fleming


Sigo con las novelas sobre James Bond escritas por Ian Fleming. Ya he leído 3 (Casino Royale, Vive y deja morir y Moonraker) y he comprado las 3 siguientes (Diamantes para la eternidad, Desde Rusia con amor y Goldfinger), y de todo ello voy dando cuenta en este blog.

Ya sé que no debería compararse una obra literaria con su adaptación cinematográfica, pero en el caso de 007 creo que es inevitable porque la imagen de Bond que tenemos es la que ha ido construyendo el cine y no la de los libros (novelas y relatos). Si Casino Royale, la que protagonizó Daniel Craig, se parecía bastante a la novela, Moonraker está muy lejos de la misma. Hace décadas que no veo la película, pero recuerdo a Roger Moore vestido de astronauta, al personaje gigante llamado Tiburón y a héroes y villanos flotando por el espacio. Nada de todo esto aparece en la novela, en la que el millonario Hugo Drax ha construido un misil nuclear, el Moonraker, y Bond primero debe descubrir las trampas que hace en sus partidas de cartas y tratar de derrotarlo con los naipes, pues a M le parece sospechoso que un hombre forrado de dinero necesite de trucos sucios. Por eso algunas de las primeras páginas se parecen a las de Casino..., con James Bond jugando de nuevo en la mesa y elevando las apuestas hasta límites que escapan a su control. A partir de entonces, y con la ayuda de Gala Brand, irá descubriendo lo que oculta Drax.

Tampoco en esta novela, como en las que ya comenté aquí, hay gadgets o desplazamientos por diversos países. Y 007 sigue sangrando, algo que (insisto) no era frecuente en las películas de Bond hasta que llegó Craig. E incluso hay una sorpresa final atípica: y es que, al acabar la novela, esta vez Bond no se queda con la chica, que ya tiene novio y está prometida. Es decir: el agente secreto de esta novela es alguien que tiene más boletos de perdedor que de ganador, y que a menudo salva el pellejo por un golpe de suerte.

En Moonraker hay menos "movimiento" (o acción) que en las dos anteriores, pero aun así uno disfruta mucho con las aventuras del personaje y con su carisma. Y, desde luego, con los diálogos y los monólogos, como este momento en el que Bond le suelta cuatro verdades al villano para enfurecerlo:

-Sí –respondió Bond, que observó con compostura el gran rostro rojizo del otro lado de la mesa–. Es un historial clínico digno de mención: paranoia galopante, delirios de envidia, manía persecutoria, odio megalómano y deseos de venganza. Por curioso que parezca –continuó en tono familiar–, puede que tenga algo que ver con tus dientes. Diastema, se llama. Se debe a que de niño te chupabas el dedo. Sí, supongo que eso es lo que dirán los psicólogos cuanto te ingresen en el manicomio. "Dientes de ogro", que te acosaban en el colegio y todo eso. Los efectos en los niños pueden ser extraordinarios. El nazismo ayudó a propagar las llamas y entonces fue cuando te reventaron la fea cabeza, en una estratagema que tú mismo planeaste. Y ya no hubo más que hablar, imagino. A partir de entonces te volviste loco de verdad, igual que la gente que se cree Dios. Su tenacidad es extraordinaria; son auténticos fanáticos. Y tú eres casi un genio. Lombroso habría quedado encantado contigo. Pero no eres más que un perro rabioso al que hay que sacrificar o, si no, te suicidarás. Es lo que suelen hacer los paranoicos. Una pena. Qué asunto más triste.
Bond hizo una pausa y mostró en la voz todo el desprecio que logró reunir.
-Y ahora continuemos con esta farsa, gigante peludo y lunático.


[ECC Ediciones. Traducción de Sara Bueno Carrero]

Próximamente: Los hombres me explican cosas


De Rebecca Solnit. En Capitán Swing.

lunes, julio 11, 2016

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, de Kenneth Bernard


Del norteamericano Kenneth Bernard se había publicado en España su novela Entre los archivos del distrito (Errata Naturae), que compré hace poco y que espero leer un día de éstos. Este libro de relatos (poco más de 100 páginas) fue editado en Argentina y yo lo encontré merodeando por La Central. Si no he contado mal, reúne 19 cuentos de extensión breve (pero no son microrrelatos). Hay algo que me gusta mucho de estos relatos y hay algo que me gusta menos.

Lo que me gusta es que los principios son fascinantes, al menos la mayoría. Bernard te engancha en las primeras líneas, y a veces incluso en el título ("El sueño de escribir en árabe", "La chica que tal vez leyó o tal vez no leyó a Sartre", "El hombre que tenía una bestia dentro"…). En sus cuentos, que algunos calificarán de kafkianos, yo he visto cierto humor que me recuerda a las historias de Slawomir Mrozek (o al recuerdo que conservo yo de leerlo). Bernard le da vueltas a las cosas, se obsesiona con asuntos triviales pero importantes, como el distinto modo de caminar que tienen él y su mujer, o aquella vez que le prestó un libro a un amigo que luego murió sin devolvérselo y sin reconocer antes que el autor se lo había prestado. Los inicios y las ideas y el desarrollo me parecen impresionantes, y por eso Kenneth Bernard tiene una gran reputación en Estados Unidos, pero no en España (cuando se muera o le den un premio importante, entonces sí: entonces lo encumbrarán a los altares).

Lo que no me gusta o no me convence es que los finales de casi todos los relatos no están a la altura de los comienzos y del desarrollo. No sé si es porque esperaba más de los cierres o si es porque Bernard lo hace así deliberadamente. No obstante, me parece un grandísimo escritor y, si he admirado esos comienzos, es justo que ponga unos cuantos ejemplos:

Así empieza "Caminar":

Caminar con mi esposa es imposible. Nuestras velocidades y metafísicas entran en conflicto. Su objetivo es ganar terreno, el mío ver. Y naturalmente, cuanto más veo, más lento camino; y cuanto más lento camino, más veo. A veces mi caminata no excede unos pocos metros; sus caminatas cubren a veces kilómetros.

Así empieza "Nulidad":

Acabo de hacer un descubrimiento asombroso. Tengo la costumbre de registrar algunos de mis pensamientos escogidos con la máquina de escribir. Y por años ha sido de un interés pasajero que cada palabra, cada letra, de hecho, sea más clara que la anterior. Esto es así porque la cinta se desgasta gradualmente. Y si escribiera lo suficiente sobre una cinta, el resultado sería la nulidad. Esto sería cierto incluso si aumentara la drástica presión sobre el teclado. La nulidad, por más que la retrase, resulta inevitable.

Así empieza "La guerra de los notalpieístas y los notalfinalistas":

Me ha venido a la cabeza la idea de que el mundo podría fácilmente dividirse entre notalpieístas y notalfinalistas. Yo, por supuesto, me cuento entre los primeros. Mi esposa, por su lado, es una notalfinalista. Trato, a mi sutil manera, de convertirla. Pero sin importar cuánto progreso parezca que hago, el conflicto surge siempre de nuevo de mil pequeñas formas; en las tazas de café, por así decirlo, en la vista desde la ventana. Me gusta hacer notas al pie a medida que avanzo en la vida. No confío en la espera hasta el final para darle conclusión a todo. Ese tipo de cierre se parece demasiado a la muerte.

Así empieza "Ojos, orejas, narices":

¿Han oído los sonidos de la gente agonizante? No me refiero a los gestos grandiosos de las películas o la imaginación, los jadeos y los aaahs. Me refiero a los soniditos, la respiración sincopada que es más la de los muertos que la de los vivos, los ruidos de saliva atrapada, el silbar de los pulmones que no pueden expandirse más allá de un cierto punto de dolor. Son infinitos, estos sonidos, pero solo un oído inocente es capaz de escucharlos.


[Fiordo Editorial. Traducción de Salvador Cristofaro]

viernes, julio 08, 2016