viernes, enero 30, 2015

Un holograma para el rey, de Dave Eggers


Un holograma para el rey, la penúltima novela traducida en España de Dave Eggers (recordemos que hace poco salió la celebrada El Círculo, que tengo pendiente de lectura), cuenta lo que sucede cuando Alan Clay, un hombre en bancarrota física, anímica y financiera, viaja a Yida, en Arabia Saudí, para entrevistarse con el rey Abdalá en su Ciudad Económica y ofrecerle una idea de su empresa: "un sistema de teleconferencias holográfico". Si el monarca acepta, su vida podría mejorar, ya que Alan arrastra varios dolores: lo acosan las deudas, su hija va a entrar en la universidad y él no puede pagar su matrícula, se ha divorciado de su mujer, empieza a tener extraños síntomas físicos (como un bulto en el cuello, que sospecha que podría ser cáncer). Pero todo puede cambiar si convence al rey.

No deja de ser curioso: uno o dos días después de leer esta novela, el rey Abdalá murió. Así que la leí cuando aún era un personaje vivo (en el libro es uno de los personajes, del que siempre se está hablando aunque nunca lo vean los protagonistas). La cita que encabeza esta obra de Eggers, un autor siempre interesante y muy versátil y de prosa muy enérgica, llena de ritmo, proviene de Samuel Beckett. La referencia no puede tomarse a la ligera porque Un holograma para el rey (que Tom Tykwer acaba de adaptar al cine, con Tom Hanks como protagonista) es, en esencia, la historia de una espera. Una especie de Esperando a Godot en versión siglo XXI y en un escenario de crisis, globalización, capitalismo y tecnologías de la información. Alan se aloja en un hotel de Yida y acude todas las mañanas, con su equipo de tres personas, a la Ciudad Económica: pero el rey nunca se presenta, su visita se va aplazando, y mientras tanto Alan Clay empieza a conocer a algunos habitantes de la zona, a comprenderlos y a eliminar todos esos prejuicios que los occidentales nos hemos creado respecto a una tierra que sólo conocemos por lo que cuentan los telediarios.

Me fascina el talento de Dave Eggers para cambiar de género y de espacio: tan pronto ambienta una novela en Nueva Orleans como en África, y siempre sale airoso, o bien opta por la aventura o por la autobiografía o por lo fantástico. Y también me gusta mucho cómo sus historias siempre se adaptan a la actualidad: Eggers es uno de los autores que mejor refleja el tiempo en el que vivimos. Vale, no es tan potente como Zeitoun o su primer libro, pero merece la pena. Aquí van unos extractos:

Alan estaba contento con el trabajo. Necesitaba el trabajo. Los dieciocho meses previos a la llamada de Ingvall habían sido humillantes. Rellenar una devolución de 22.350 dólares en el impuesto sobre la renta había sido una experiencia por la que no contaba pasar a su edad. Hacía siete años que trabajaba de consultor y cada año ganaba menos. Nadie gastaba. Hacía solo cinco años el negocio iba bien; viejos amigos le pasaban encargos y él les ayudaba. Les presentaba a los vendedores que conocía, obtenía favores, cerraba tratos, se sacaba una buena tajada. Se había sentido útil.
Ahora tenía cincuenta y cuatro años y para la América empresarial era tan fascinante como un avión de barro. No encontraba trabajo, no conseguía clientes.

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Criar a un hijo es construir una catedral. No hay atajos.

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Alan imaginó una futura leyenda entre los trabajadores de la Ciudad Económica, la curiosa historia de un americano con traje de negocios que vagaba sin rumbo por la playa, escondiéndose detrás de montones de tierra y en los cimientos vacíos de los edificios. Le había pasado con anterioridad: tratando de desaparecer, se había vuelto más visible.


[Mondadori. Traducción de Cruz Rodríguez Juiz]

Próximamente: Ciudad de Bohane


De Kevin Barry. En Rayo Verde.

miércoles, enero 28, 2015

En Playtime: Martin Amis


Empiezo a colaborar en It's Playtime, el suplemento digital del diario El Plural. Cada 15 días recomendaré un libro. Sobre La invasión de los marcianitos: aquí.

Próximamente: Reparar a los vivos


De Maylis de Kerangal. En Anagrama.

lunes, enero 26, 2015

Próximamente: La furia


De Gene Kerrigan. En Sajalín Editores.

La invasión de los marcianitos, de Martin Amis


Esta misma semana comienzan mis colaboraciones en It's Playtime, el suplemento digital del diario El Plural. Mi primera recomendación será esta obra de Martin Amis, que permanecía inédita. Pero de momento cuelgo aquí unos extractos:

Casi todos los juegos se basan en el principio de la dificultad ascendente. "Debes percibir una saludable frustración –sostiene el vicepresidente de Atari (la empresa que nos dio Asteroids)–. Quieres que el jugador diga 'pues nada, echaré otra monedilla a ver si mejoro'." En justa correspondencia, Atari también debe mejorar. Cuanto más dura el juego, más espectaculares son los truquillos: nuevas luces, nuevos sonidos, nuevas configuraciones celestes. Como dijo E. M. Forster acerca de la novela, lo que te mueve es el deseo irresistible de saber qué ocurre a continuación. Pues sí, en efecto, el videojuego cuenta una historia. Cuanto más dinero metes, más cosas pasan. Cuantas más cosas pasan, más dura la historia. Y todos sabemos cómo se ponen los críos con las historias.

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Dentro de una o dos décadas no habrá ningún motivo razonable para salir de casa: puedes arrellanarte atrincherado en tu domicilio y regalar a los sentidos un serial perpetuo de porno (blando o duro), películas inolvidables y Asteroids Deluxe. Para entonces ya tendremos locales de pizza para llevar en nuestros hogares.

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El uniforme del videojoven medio en los salones recreativos es algo así: gorra, auriculares, cazadora, tejanos, zapatones (puede que con unos patines de talla superior enganchados) y, por supuesto, un cubo de Rubik en forma de llavero que le cuelga del cinturón. El cubo es parte indispensable del vestuario.     


[Malpaso Ediciones. Traducción de Ramón de España]

Trailer de She's Funny That Way


La nueva película de Peter Bodganovich. Trailer: aquí.

viernes, enero 23, 2015

La vida mitigada, de Tomás Sánchez Santiago


Estos textos nacen de esa manía temeraria de apuntarlo todo o casi todo según va llegando. No llevan mucho cincel y no pertenecen al mundo de la estridencia ni al de las gesticulaciones excesivas. Proceden más bien del lenguaje tranquilo o, todo lo más, de la necesidad de dejar congregado en pequeñas porciones lo que no acabó pudriéndose en una escritura de contrabando.

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La vida mitigada, sí. ¿Qué otra manera de vivir es posible ya? Poco a poco, el ruido inaguantable del mundo nos ha ido expulsando a muchos hacia unas inmediaciones secundarias donde, cuando menos, es posible escuchar sin nervios las palabras de los otros, contemplar las cosas despacio en sí mismas y tomar notas calientes de pequeños sobresaltos al margen de una sumisión al vértigo de la actualidad.

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Una pintada, descomunal y anónima, que luce en una pared de mi barrio: "QUIERO LLEGAR A FIN DE MES". Estos grafitis revelan con un desahogo terminante eso que en los periódicos y en las cátedras radiofónicas se empeñan en analizar con conformismo racional. Frente a la fina destilación de datos y cifras, esta súplica sollozante que tizna de arriba abajo una pared. El idioma de los perdedores.

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A pie firme, un corro de maridos en bañador a orillas del lago de Sanabria. Escucho sus conversaciones: todas de bancos, de coches, de fútbol y de las posibilidades del mercado laboral. No dejan de ser maridos ni en vacaciones. Lo que se dice unos profesionales.

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Lo que alguien me cuenta que dijo un mozo de Malva para indicar que bebió cuanto quiso: "¡Bebí a quitased!". Maravilloso.

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Elogio de la heroica iniciativa editorial, cuando la presencia del libro está por encima del interés de la presencia industrial. Hablo de Candaya, que sigue casi como cosa de familia, desde Canet de Mar, remando con ritmo sigiloso pero constante, dando al aire ediciones ejemplares en torno a autores contemporáneos. Ahora sale la de Roberto Bolaño (Bolaño salvaje) y la de Ricardo Piglia (El lugar de Piglia), ambas complementadas con sendos CD's documentales sobre esos escritores.
Hace mucho tiempo que lo pienso: las más afamadas colecciones literarias –con campamento en Madrid y Barcelona, y donde morirían por publicar tantos autores que siguen pensando que el mensaje es el medio– tienen mano larga pero también sucia. O al menos, descuidada. En cambio, en la sombra de la periferia es donde están aventuras tratadas con esmero y rigor. La editorial Candaya es una de las pruebas más significativas de ello. Larga vida a Candaya, amigos.

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Tener algún enemigo es hasta conveniente. Yo lo tengo. Me he acogido a él (como en aquellas igualas con los médicos, cuando no existía la Seguridad Social y había esos extraños pactos simbólicos con ellos). Tu enemigo te da la medida de quién eres, de cómo eres en realidad. Cuando a la larga –y siempre es así– aparezcan por fin corregidos los contornos falsos o deformados que de ti haga, llevado por la saña o por la envidia, entonces se alzará otra estatura tuya. No es la que él proclama sobre ti; pero tampoco es la que tú suponías. Él quedará desmentido; tú, un poco confuso. Siempre es así.

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Dura labor la del escritor, mitad monje y mitad mendigo. Así se lo hago saber a la hija de un amigo que a toda costa quiere convertirse en escritora. No acabaré nunca de entender la obsesión furiosa de esos jóvenes a los que a veces trato y que expresan con temeraria alegría su pretensión de llegar a ser narradores o poetas. A mí me parece un destino gravoso este de estar oyendo continuamente palabras que hay que intentar colocar en su sitio. En realidad, uno es a la postre escritor también para no ser otras cosas. Todo escritor es un fugitivo, y con esa desacomodación por todo ha de comportarse. En esas estamos, más de treinta años después, todavía. Creo que si me atreviese a repasar declaraciones antiguas de esta naturaleza estaría en la misma sensación de colapso que hoy me embarga. Pero es que en ese colapso es donde está la feracidad. Y la perseverancia necesaria para seguir creyendo, malgré tout, en las palabras.

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ANUNCIO PARA UNA ESCAPATORIA

Se necesita poeta para leer en acto literario. Dispuesto a llegarse a lejana ciudad del Poniente. Imprescindible gozar de buena salud (no importa dureza de oído) y ser, sin intemperancia, divertido en el trato. No es para llegar a relaciones serias (con la poesía), no hacerse ilusiones. Preferiblemente reconocidos en ambientes públicos (se valorará la sonoridad del nombre). Absténganse poetas ancianos, delicados y atrabiliarios. También arriesgados: aquí se viene a disfrutar.

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22:30 h.
El oscurecer ya va tardando. Me clavo ante el ventanal de la habitación, una vez en silencio el hospital. Estaba deseando hacerlo.

23:30 h.
Me dispongo a dormir. Miro los frascos amenazadores que he de llenar de secreciones durante la noche. Los lenguajes del cuerpo son inclementes; pero, bueno, al menos me gusta observar luego ese rojo fresco y descarado que duerme a mi lado embotellado hasta que lo retiren de ahí por la mañana.

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Me dice que ya no soy humilde ni esforzado, como lo era antes. Y que me he apartado del mundo, según se deduce de mi última escritura. Hay algo de reproche seco, de acusación de autosuficiencia en sus palabras (primero por escrito; luego, cara a cara). Pocas concesiones. Ni siquiera aludir a mi dedicatoria de los poemas juzgados. Todo lo escuché en silencio, por si hubiera verdad en sus dictámenes. Escribir y publicar es exponerse también a eso, a que no se acepte el sabor de tus palabras. Pero tú debes seguir caminando por tus trochas, las únicas que ves abrirse ante ti. Eso me digo.

(junio 2004)


[Eolas Ediciones]

24 de enero, en Madrid


Con la participación de Layla Martínez, Javier Lucini, Álex Portero, Salva Rubio y David Bizarro.

miércoles, enero 21, 2015

Monasterio, de Eduardo Halfon


Tel Aviv era un horno. Nunca supe si en el aeropuerto Ben Gurión no había aire acondicionado o si ese día no estaba funcionando o si tal vez alguien había decidido no encenderlo para que así los turistas nos adaptáramos rápido a la pastosa humedad del Mediterráneo. Mi hermano y yo estábamos de pie, agotados, desvelados, esperando a que salieran nuestras maletas. Era casi medianoche y el aeropuerto ya no parecía un aeropuerto.

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Nuestra hermana menor había decidido casarse. Nos llamó a Guatemala desde un teléfono público para decir que había conocido a un judío ortodoxo norteamericano, o más bien que los rabinos de su yeshivá de Jerusalén le habían presentado a un judío ortodoxo norteamericano, de Nueva York, de Brooklyn, y que habían tomado la decisión –nunca entendí quiénes, si los rabinos o ellos dos– de casarse. 

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Se me ocurrió, con la cabeza medio fuera y ya sintiendo el sabroso letargo del hachís, que un muro es la manifestación física del odio hacia el otro. Una manifestación palpable, concreta, que busca separarnos del otro, aislarnos del otro, eliminar al otro de nuestra vista y de nuestro mundo. Pero también es una manifestación a todas luces inútil: por más alto y grueso que se edifique, por más largo e imponente que se construya, un muro nunca es infranqueable. Un muro nunca es más grande que el espíritu del hombre que éste encierra. Pues el otro sigue allí. El otro no desaparece. El otro nunca desaparece. El otro del otro soy yo. Yo, y mi espíritu. Yo, y mi imaginación.

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Al final, nuestra historia es nuestro único patrimonio.

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Me dijo que un día de invierno, ya vestido de niña, había viajado con sus padres a un monasterio en medio de un bosque, en las afueras de Varsovia. Me dijo que ese día nevaba en el bosque, y que el monasterio en la nieve, entre todos los árboles nevados, le pareció una cosa mágica y azul. Me dijo que sus padres lo entregaron a unas monjas católicas del monasterio, junto con un certificado falso de nacimiento y otro certificado falso de bautismo, y se despidieron de él. Me dijo que tenía entonces cinco años. Me dijo que pasaría el resto de la guerra en ese monasterio ubicado en las afueras de Varsovia, disfrazado de niña católica, vestido y peinado y acicalado como una niña católica.


[Libros del Asteroide]

Necesitan lo que necesitan

allá, cerca de San Pedro, tenemos
uno de los aviones más grandes
del mundo
que no vuela
plantado junto a
uno de los transatlánticos más grandes
del mundo
que ya no navega
y la gente hace largas colas
en asfixiantes tardes de verano
y paga
para contemplar esos monumentos
sin vida.

enséñales algo
útil y real
como un Cézanne o un Miró
y te
mirarán
extrañados.


Charles Bukowski, La noche desquiciada de pasos

No hay nada que huya, de Joaquín Fabrellas


I

Ya sé el lenguaje de los pájaros

desperté no sabiendo quién era:

recordé ser la ceniza

**

VII

Entonces fui la luz

el lento trueno

la pureza

la humedad en la lumbre

la niebla mística

e incluso la luz entre los árboles

quizá me hayáis visto y yo era vosotros

*

XVIII

No os oigo

no hay diálogo

no reconozco vuestra realidad

yo quiero ver la realidad cuando no la ve nadie


soy la permanencia envidiada

he llegado a ser solo

no quiero vuestra caridad

me dijeron que estuviese aquí

hasta que alguien me viese

me acuesto

no quisiera oíros

**

XXXV

Si yo soy el poeta

soy la piedra la mierda

el poema: la sucesión

invicta de todas las frases no escritas

la sustancia de todos los actos no ocurridos

venid a vencerme hombres

no creeré en vosotros


[Piedra Papel Libros]

Próximamente: Nido de pesadillas


De Lisa Tuttle. En Nevsky Prospects.

sábado, enero 17, 2015

Los Cuadernos del Hafa, de Pablo Cerezal


El café Hafa es lo menos parecido a lo que cualquier occidental podría imaginar como un Café: lugar comúnmente cerrado (en ocasiones abierto a una lujosa terraza veraniega cuajada de parasoles e, incluso, expendedores de agua nebulizada para calmar los rigores de la temperatura estival) en que se sirve básicamente café y se conversa cómodamente anclado a incómodas sillas de madera labrada a la manera decimonónica. Imagina: el típico café vienés rememorado en películas, novelas, relatos de viajeros. ¿Ya lo has imaginado? Bien. Suprime totalmente de tu memoria esa imagen, desentiéndete de esa embaucadora representación romántica de café literario centroeuropeo.

El café Hafa se encuentra en el recodo prolongado y pedregoso de una calleja que has encontrado guiado por algún huraño marroquí que te ha conducido hasta ella desde algún puesto de golosinas de la Kasbah de Tánger, a unos 100 metros de su frontera enmurallada. Por el camino has dudado de la amabilidad del marroquí, e incluso has tanteado la posibilidad de indicarle que has cambiado de opinión y no quieres ir ya al Hafa, sobre todo cuando él ha abandonado la avenida principal y ha callejeado (en lo que has supuesto vueltas en círculo, sin principio ni fin) entre ruinosas viviendas ataviadas de un añil desteñido, sorteando montoncitos de basura sobre los que unos niños disfrazados de matones adultos han suspendido sus juegos a tu paso y te han lanzado piedras y risotadas. El marroquí que te guía también ha sonreído, y su gesto te ha recordado que estás en su terreno, a merced de sus desconocidos deseos. Pero un extraño brillo en sus dientes carcomidos te ha hecho afianzar tu intención, y sólo has preguntado "¿mucho lejos?" y él ha respondido "nada, nada". Se ha recogido el vuelo iracundo de la chilaba para dar tres nuevas zancadas, ha levantado el brazo derecho, adherido a la holgada manga de la sucia túnica, ha señalado al frente y ha dicho "Hafa". Al mirar en la dirección señalada has descubierto un muro encalado de un blanco sucio, con un orificio en el que se desmaya una puerta de forja pintarrajeada de azul, y unas letras árabes incomprensibles (lógicamente) garabateadas en negro, en lo alto del muro. Bajo éstas, otros caracteres (occidentales) que con infantil trazo claman CAFÉ HAFA FONDE 1921.


[Ediciones Carena]

Próximamente: Todo está bien


De Daniel Ruiz García. En Tusquets Editores.

viernes, enero 16, 2015

José Luis Alvite (1949 - 2015)



En treinta años he escrito varios miles de artículos y reportajes, entrevistas, pies de foto y simples gacetillas. El cálculo lo hago "grosso modo" porque jamás guardé uno solo de mis trabajos. Mi vida en el periodismo fue siempre como escribir con una goma de borrar. Jamás me tentó la notoriedad. En la playa tomaba el sol debajo de la arena y en el periodismo no me habría importado escribir en un papel en llamas.

José Luis Alvite, Historias del Savoy