sábado, agosto 30, 2014

Andrei Tarkovski, de Carlos Tejeda


Quizá Tarkovski haya sido uno de los últimos románticos. Sus películas son representaciones del hombre frente a la inmensidad de la naturaleza, en un espíritu próximo al movimiento decimonónico que tuvo en las pinturas de Caspar David Friedrich uno de sus mayores referentes visuales. Al igual que los cuadros del artista alemán, sus filmes son retratos de figuras sobre un fondo, es decir, seres que, con sus conflictos particulares, forman parte de un todo que es el entorno natural.

**

Películas que son retratos en movimiento, crónicas de itinerarios por el carácter errático de sus protagonistas. El viaje, el recorrido físico, como único camino al que parecen abocados sus personajes para hallar alguna certeza que soliviante sus conflictos internos. Por ello, la obra de Tarkovski se podría definir como un mapa sobre la existencia, o si se quiere, un tratado sobre anatomía de la conciencia humana, pero dividida en siete "cartografías" o "libros".

**

Filmografía acentuada por ese carácter circular en relación con la imagen inicial de La infancia de Iván con la final de Sacrificio, películas que abren y cierran su filmografía con dos niños y dos árboles. Pero también por una paradoja, quizá fruto de la casualidad. Los siete títulos siguen, en cierta manera, un orden cronológico en relación con la edad de sus protagonistas completando, en cierto modo, las etapas de la vida, es decir, las edades del hombre.

**

De ahí que Tarkovski nunca muestra a sus personajes en sus respectivas actividades profesionales. Tan sólo su deambular físico. Es decir, filma la pausa.

**

Itinerarios inhóspitos por donde vagan sus personajes. Podría decirse que es el cineasta del tránsito. Sus películas son crónicas de peregrinajes. Recorridos físicos, tangibles pero también psíquicos, espirituales. Los que inician unos seres en busca de alguna verdad. Travesías que adquieren en sí mismas un carácter de ritual.


[Ediciones Cátedra]

Próximamente: Colección Compendium de Anagrama





Jack Kerouac / William Burroughs / Charles Bukowski / Román Gubern

viernes, agosto 29, 2014

La vida dura, de Flann O'Brien


No es que haya conocido a mi madre solo a medias. Conocí solo la mitad de ella, la mitad inferior: su falda, piernas, pies, sus manos y muñecas cuando se inclinaba hacia adelante. Creo recordar nebulosamente su voz. En aquel tiempo, naturalmente, yo era muy joven. Luego un día ella pareció desaparecer. Hasta donde yo recuerdo, se fue sin decir una sola palabra, ni adiós o buenas noches. Poco después le pregunté a mi hermano, cinco años mayor que yo, que dónde estaba la mamá.
-Se ha ido a una tierra mejor -dijo él.
-¿Regresará?
-No lo creo.
-¿Quieres decir que jamás volveremos a verla?
-Supongo que no. Se fue a vivir con el anciano.
En ese momento todo aquello me pareció vago y poco satisfactorio. Jamás llegué a conocer a mi padre pero a su debido tiempo pude ver y estudiar una descolorida fotografía color sepia: una severa figura enhiesta con gran mostacho y vestida de uniforme y con gorra de visera larga.
Nunca logré descubrir la razón de aquel uniforme. Podría haber sido un mariscal de campo o un almirante, o simplemente un oficial de turno del cuerpo de bomberos; en realidad, podría haber sido un cartero.


[Nórdica Libros. Traducción de Iury Lech]

Próximamente: Viviendo mi vida. Volumen I


De Emma Goldman. En Capitán Swing.

miércoles, agosto 27, 2014

Próximamente: Yo soy Espartaco


De Kirk Douglas. En Capitán Swing.

Mi isla, de Brendan Behan


Es repugnante que siempre haya gente dispuesta a atacar a los demás en vez de ocuparse de sus asuntos y cuidarse de su familia. Hay judíos que quieren atacar a los árabes, igual que antes había alemanes que querían atacar a los judíos. Hay irlandeses que quieren atacar a los ingleses, igual que hay ingleses que quieren atacar a todo el mundo. Hay alemanes que quieren atacar a todo el mundo multiplicado por dos y no sé si lo mejor para la seguridad de Europa, por lo menos, no sería devolver Alemania al statuo quo anterior a 1870 y dejar que se ataquen todos entre sí. O designar el Ártico, o mejor aún la Antártida, como el campo de batalla oficial para todo el mundo y que cualquier guerra que no tenga lugar allí se pueda declarar ilegal de inmediato. Ofrezco gratuitamente esta sugerencia al presidente Kennedy; quizás pueda usarla incluso a nivel interno, además de cómo puntal de su política exterior, pues me han dicho que en los estados sureños de Estados Unidos hay gente a la que no les gusta nadie; no les gustan los negros, no les gustan los católicos, no les gustan los judíos, no se gustan ni siquiera ellos mismos si hay que creer a Tennessee Williams, y en conjunto es muy difícil discernir quién les gusta.


[Marbot Ediciones. Traducción de Ramón Vilà Vernis]

sábado, agosto 23, 2014

El toldo rojo de Bolonia, de John Berger


Es éste uno de esos libros raros, breves (unas 100 páginas), que sólo se encuentran en unas pocas librerías. John Berger, tratando de hacer memoria sobre un tío suyo al que quería y apreciaba mucho, nos invita a una especie de paseo por los recuerdos, por Bolonia, por ese familiar ya fallecido y por algunas observaciones exquisitas sobre el entorno. Berger viaja a esa ciudad, se sienta en las plazas, se fija en las personas, observa los toldos de las ventanas, su mirada se detiene en lo inesperado. Luego quiere comprar un poco de la tela con la que se hacen los toldos, quizá porque los objetos también conjuran a los muertos. En cada página suele haber un párrafo corto; a veces, al autor le basta con una única frase. No sé por qué John Berger no es tan leído o celebrado como debería. A mí nunca me decepciona. Tres extractos:

Después de la cena en familia, que era siempre a una hora muy temprana, se subía a su cuarto a leer, con frecuencia hasta la madrugada. El cuarto era diminuto, apenas el doble de una cabina de coche-cama. Tenía una radio y una máquina de escribir, que utilizaba para escribir sus cartas y sus pensamientos. De niño y en la primera adolescencia, solía ir a darle las buenas noches, y muchas veces tenía la impresión de que, por lo menos, estábamos tres en el cuarto, en el cual había una única silla, de respaldo recto (yo siempre me sentaba en la cama cuando me quedaba a charlar con él). La tercera persona o bien era el autor del libro que estaba leyendo o uno de sus personajes favoritos. Fue en esa habitación abarrotada donde aprendí que las palabras impresas pueden conjurar una presencia física.

**

La niña está tan contenta con el globo que cuando alza los ojos me la imagino escuchando unos acordes musicales. Bolonia es una ciudad inverosímil, como una ciudad por la que caminaras después de muerto.

**

Todas las ventanas tienen toldos y todos son del mismo color. Rojo. Muchos están descoloridos, unos cuantos parecen recién puestos, pero todos son versiones viejas y nuevas del mismo color. Todos encajan perfectamente en el marco de la ventana, y su ángulo se puede ajustar según la cantidad de luz que se desea que entre. En italiano se llaman tende. Su rojo no es el de la arcilla, ni el de la terracota: es un rojo de tinte. Detrás de los toldos se ocultan cuerpos y los secretos de esos cuerpos, que de ese lado dejan de ser secretos.


[Abada Editores. Traducción de Pilar Vázquez]

Desea él los paños del cielo

Si del cielo tuviera yo los bordados paños,
bordados de dorada y plateada luz,
los azules, los mates y los oscuros paños
de la noche y del día y de la media luz,
si los tuviera yo, los pondría a tus pies:
pero, como soy pobre, solo tengo mis sueños;
y tan solo mis sueños he puesto yo a tus pies;
pisa con tiento entonces, porque pisas mis sueños.


W. B. Yeats, Antología poética

24

Cuando en las películas deviene lo perdido
y el protagonista asume su fracaso
a veces, en la escena
llueve.
Cuando el dolor se abre sin remedio
alguien, en silencio, se prepara
un té, y entonces
llora.
A veces eso pasa, en la cocina.
Porque el agua dice muchas cosas.

Quisiera que hoy llegaras de tu viaje
porque llueve
y sería bueno
que mirando y oliendo lo que llueve
sientas tu vuelta
como se siente un muerto.

Yo estoy aquí, como un vidrio perdido
en el lecho de un río
mientras el agua arrecia.
El aire de esta tarde huele a sangre
porque la sangre fresca
huele a barro.


Carina Sedevich, Como segando un cariño oscuro