Durante
la lectura de este libro he utilizado un espejo para leer algunos pasajes
escritos al revés, he usado lápiz y papel para desentrañar ciertas claves, lo
he puesto de un lado y de otro, le he dado varias vueltas, me he dejado los
ojos en algunas notas diminutas, me han dolido los brazos de sujetarlo y, lo
que es más importante: días después de haberlo leído aún sigo pensando en su
(complejo) contenido. La casa de hojas se mete en la cabeza del lector y lo
esclaviza durante un tiempo. Quiere esto decir que su autor, Mark Z.
Danielewski, sin duda ha logrado uno de sus propósitos: que la lectura sea una
experiencia no sólo mental sino también física.
House
of Leaves contiene varios relatos dentro de la propia novela, todos fascinantes
y todos dotados de un equilibrio narrativo difícil de lograr porque ninguno de
ellos rebaja nuestro interés. Como cajas dentro de cajas, tenemos la historia
escrita por el viejo Zampanò, en la que describe y analiza una película, El
expediente Navidson, que es otra de las historias, en la que una familia se
traslada a una vivienda más grande por dentro que por fuera y en la que van
apareciendo pasillos interminables, puertas secretas y habitaciones que parecen
introducirse en el abismo; y también tenemos la historia de Johnny Truant, que
nos presenta ese manuscrito cubriéndolo de notas al pie y comentarios, siempre
aderezados por su propia historia, la del hombre que se obsesiona con el
manuscrito y acaba cayendo en desgracia; y también incorpora otra historia
hacia el final, la voz de una mujer en sus cartas al hijo (broche que acaba
recordando un poco al monólogo de Molly Bloom en Ulises); sin olvidarnos de
todas esas extensas notas al pie. De tal manera que los
géneros acaban confluyendo en el mismo libro: ensayo, entrevista, novela de
fantasmas, relato breve, novela realista, poema, novela epistolar, compendio de
citas auténticas y de citas apócrifas, listas interminables de nombres y de
títulos y de lugares, collages y álbumes de fotos…
Pero lo
de menos, ya lo han apuntado otras voces, es el argumento (que, además,
nos engancha desde el primer momento, y que a mí me ha recordado
la emoción de mi adolescencia, cuando leía It, el inolvidable mamotreto de
Stephen King, o su Misery, que jugaba con la tipografía). Lo importante es el
juego, la estructura de cajas chinas, la adicción que provoca su lectura, los
laberintos de sus tramas cruzadas y de sus notas que suben por ambos lados de
la página, el homenaje explícito al cine de casas encantadas y a las
ilustraciones de Escher, la potencia expresiva de su prosa (cerebral en los
pasajes de Zampanò, visceral en los que escribe Truant)… Sin olvidarnos de la
complicadísima maquetación, aquí a cargo del escritor Robert Juan-Cantavella,
que reproduce con fidelidad el original: distintas tipografías y fuentes,
colores en algunas palabras, alineación del texto a veces a la izquierda y a
veces justificado, símbolos, frases tachadas… Esta maquetación sirve a la
historia (las historias) y está en función de lo que escriben y añaden los
narradores, por lo que no queda en mero capricho del escritor. Al esforzado
trabajo de su maquetador hay que añadir la extraordinaria labor de Javier Calvo
(uno de nuestros traductores predilectos) y de los editores de Pálido Fuego y Alpha
Decay, que han publicado una edición que ha fascinado al mismísimo Danielewski.
Decía en
el párrafo anterior que es importante ese carácter lúdico del libro, pero aún
es más importante (y es lo que perdurará en mi memoria) el talento de
Danielewski como narrador: sirva de ejemplo que, en mi cabeza, se ha instalado para siempre esa “imagen”
de un hombre perdido en un abismo, alumbrándose como puede con bengalas o con
linternas o con cerillas… sabiendo que la obsesión y la curiosidad son a menudo
más poderosas que el miedo y lo desconocido.
La casa
de hojas es, más que una lectura, una experiencia extrema e inolvidable, un
libro que, como ha dicho acertadamente el escritor Hilario J. Rodríguez, “trata
sobre escribir como acto alucinado y leer como acto más alucinado aún”. Podría
dedicarle más párrafos a esta obra experimental y enigmática, pero prefiero
dejarlo aquí por dos motivos: para no desvelarle más pormenores al lector y
porque el intento de describirla es tan arduo como atrapar un pez con las manos desnudas;
necesitaríamos otro libro casi igual de voluminoso que nos aclarase todos los
juegos, las claves ocultas y los diversos laberintos que casi vuelven loco al
lector. Os dejo con algunos pasajes, de los que he tenido que podar las notas
pertinentes, y que he separado por narradores:
De la
narración y las notas de Johnny Truant:
Fijémonos
por ejemplo en mis cicatrices.
Sobre ellas
hay bastantes variaciones. La más popular es que me pasé dos años metido en una
secta dedicada a las artes marciales japonesas y compuesta en su totalidad por
coreanos afincados en Idaho, que en el último día de mi iniciación a su ya
difunta hermandad me hicieron coger un wok de metal abrasador usando solamente
los antebrazos desnudos. En el pasado el wok se calentaba en un horno;
últimamente se llenaba de carbones al rojo. La historia es una trola como una
casa, o debería decir una trola como una pagoda… lo siento. Lo sé, sé que
tendría que aprender a gatear antes que a andar; me vuelvo a disculpar, esta
vez por no haberme disculpado de verdad la primera vez, ni la segunda, ya puestos.
Pero es que no es fácil discutir con todos esos remolinos de carne derretida.
**
Todos creamos
historias para protegernos.
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¿Qué
puedo decir? Me chiflan las cosas abandonadas, fuera de sitio, olvidadas,
cualquier cosa vieja que a pesar de la luz del progreso y todo eso siga
desapareciendo todos los días igual que las sombras a mediodía, las cosas que
pasan sin que nadie las anuncie, las cosas que mueren sin que nadie las llore,
en fin, ya me entendéis.
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Lo más
probable es que el mismo Zampanò habría insistido en introducir correcciones y
cambios, puesto que era el crítico más severo de sí mismo, pero con el tiempo
yo he llegado a pensar que a menudo los errores, y en especial los errores
escritos, son las únicas huellas que deja una vida solitaria: sacrificarlos
equivale a perder los ángulos de la personalidad, el acertijo de un alma. En este
caso, un alma muy vieja. Y un acertijo muy viejo.
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Es casi
como si estuviera convencido de que las preguntas sobre la casa acabarán
generando respuestas acerca de mí, aunque si esto es cierto, y es muy posible
que no lo sea, para cuando lleguen las respuestas las preguntas ya se habrán
perdido.
**
De la
narración de Zampanò:
Hay quien
ha sugerido que los horrores que Navidson encontró en aquella casa no eran más
que manifestaciones de su psique atormentada. En su libro The Incident, el
doctor Iben Van Pollit asegura que la casa entera es una encarnación física del
dolor psicológico de Navidson: “A menudo me pregunto cómo podrían haber sido
las cosas si Will Navidson hubiera hecho un poco de, cómo decirlo, limpieza
doméstica”.
[…]
Tal
como reveló más tarde la agente inmobiliaria de los Navidson, Alicia Rosenbaum,
la casa de Ash Tree Lane ha tenido desde su construcción bastantes ocupantes,
más o menos 0,37 al año, la mayoría de los cuales quedaron traumatizados de
alguna manera. Teniendo en cuenta que la casa se construyó supuestamente en
1720, bastante gente ha dormido y ha sufrido entre sus paredes. Si la casa
fuera realmente el mero producto de un sufrimiento psicológico, tendría que ser
el producto colectivo del sufrimiento de todos sus habitantes.
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Aunque las
narraciones fílmicas y de ficción a menudo dependen de las reacciones casi
inmediatas, la realidad es mucho más insistente y cuenta con una paciencia
(literalmente) infinita. Igual que pueden pasar años enteros antes de que
surtan efecto las ponzoñas insidiosas vertidas durante la pausa de la oficina,
las consecuencias de lo imposible tampoco son aparentes de forma instantánea.
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Esto no
sólo se aplica a la casa, sino también a la película misma. Desde el inicio
mismo de El expediente Navidson, estamos metidos en un laberinto, deambulando
de fotograma en fotograma, deseando asomarnos al siguiente corte con la
esperanza de encontrar una solución, un centro, un sentido de la totalidad,
solamente para descubrir otra secuencia que lleva en una dirección
completamente distinta, un discurso que no para de delegar, que promete la
posibilidad de un descubrimiento pero al mismo tiempo se disuelve en forma de
ambigüedades caóticas demasiado borrosas para que nunca se las pueda comprender
del todo.
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Por supuesto,
el verdadero horror no depende del melodrama de las sombras, ni siquiera de las
conspiraciones de la noche.
[Alpha Decay &
Pálido Fuego. Traducción
de Javier Calvo. Maquetación de Robert Juan-Cantavella]