miércoles, abril 18, 2007

El fantasma de Columbine

La matanza de la Universidad de Virginia huele a tragedia repetida, a algo desgraciadamente ya visto, a un regreso a los mismos errores, a un tropiezo que, de momento y mientras se desarrollan las investigaciones, contiene los mismos patrones que en otros célebres tiroteos en escuelas y universidades de Estados Unidos: un estudiante armado (a veces son dos, como en Columbine), la facilidad para conseguir revólveres y rifles en aquel país, la patética actuación de los responsables del centro, que acaso hubieran podido resolver el asunto de haber hecho algo entre el primer y el segundo tiroteo. Y, me figuro, se repetirá el perfil psicológico del asesino, un estudiante asiático que pertenecía al campus y que se voló la cabeza después de llevarse por delante a treinta y dos personas y herir a otras quince: no me sorprendería que fuese un muchacho con problemas familiares, mal relacionado con los compañeros y con la moral por los suelos, harto del mundo y furioso con los demás.
Después de este día negro seguramente volverá a ocurrir lo mismo que antes: se incrementarán las medidas de seguridad en las escuelas y en las universidades norteamericanas, creando una especie de psicosis colectiva y una restricción de los derechos (recordemos esos casos en los que expulsan a un estudiante por llevar una camiseta relacionada con la violencia, o detienen a un chaval porque jugó a pistoleros con un revólver de goma). Como vimos en el documental “Bowling for Columbine”, el miedo se apoderará de nuevo de los centros educativos. Nadie confiará en nadie. Todos se mirarán de reojo, creyendo encontrar un sospechoso en el pupitre de al lado, y Norteamérica hará otro análisis de conciencia y se preguntará cómo y por qué ha podido pasar esto. Luego, en unos meses, el asunto será olvidado (no me refiero a los alumnos y profesores de la Universidad de Virginia, ni a sus familiares, sino a los medios, a los políticos, a la sociedad). Hasta que ocurra otra tragedia del mismo pelo en la escuela de otra ciudad pequeña y tranquila donde nadie se esperaba que pudiera suceder una cosa así. Y volveremos a lo de siempre: que en USA es más fácil hacerse con una pistola, con una escopeta, con una metralleta, que comprarse una botella de whisky o ver un pubis en una película. Me parece que, por muchas normas y controles que pongan en la entrada de los centros, el asunto jamás se resolverá si un chaval de veinte años puede llegar a casa con un macuto repleto de artillería, después introducirlo en su taquilla de la universidad, cepillarse al personal y luego meterse un tiro en la cara. La Segunda Enmienda lo permite. Pero no falla sólo eso: falla el sistema educativo del país. Y la comprensión del adolescente, o eso se desprende de las noticias, los documentales, las películas y los libros que conocemos al respecto.
Hace casi dos años, por cierto, recomendé la lectura de una novela del escritor Jim Shepard, titulada “Proyecto X”, e inspirada levemente en sucesos y matanzas como la de Columbine. Shepard construye la historia de dos estudiantes fracasados que no se llevan bien con nadie, y que poco a poco, y desde la perspectiva de uno de ellos (narrador del libro), van consolidando una gruta metafórica en la que sólo caben ambos y aún queda espacio para una idea horrible: coger armas y prepararla parda en la escuela. Es una gran novela que debería servir para conocer un poco mejor el mundo aislado de muchos adolescentes, sumidos en una sociedad que devora a sus criaturas y está repleta de contradicciones. Donde el único valor universitario al que aspirar consiste en el triunfo, en el rechazo al fracaso.

martes, abril 17, 2007

Portadas exquisitas


The Sea, novela de John Banville. Traducida en España por Anagrama como El mar.

La cojera de Quevedo


El cadáver de Francisco de Quevedo se convertirá en algo más que "polvo enamorado", gracias al empeño del Ayuntamiento de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), al trabajo de la Escuela de Medicina legal de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y a la cojera que padecía uno de los representantes más relevantes del Barroco español. Diez restos óseos del escritor han sido recuperados de una fosa común donde se encontraban enterrados y serán alojados en algún lugar más digno, aún sin decidir, para cumplir con la "deuda histórica" —en palabras del alcalde de la citada localidad manchega— que el mundo de la literatura guarda con el célebre literato. (...)
Noticia completa: aquí.

El pan de cada día

Jueves. Comida con un colega en un restaurante. Entro en el metro y debo hacer un transbordo. En el andén de la línea verde (una de las más abarrotadas de viajeros, una de las más calurosas y propensas a las averías) encuentro un tren parado y entro en uno de los vagones. Miro las caras de quienes alzan la muñeca y comprueban el reloj, oigo sus resoplidos de desesperación. Intuyo que llevan un rato esperando a que el tren arranque. Me sitúo junto a una de las puertas, en ese rinconcito que hay entre la salida y los pasamanos verticales. Saco un libro e intento leer para que la espera parezca menos corta. Por megafonía, al fin, anuncian que el servicio en la línea verde será interrumpido durante diez o quince minutos. Eso, sumado al tiempo que llevábamos parados. Se habla de sabotajes en el metro, pero, ¿alguien se lo cree? A consecuencia de la avería, de unos quince o veinte minutos, llego tarde a comer.
Viernes. De nuevo la línea verde: una vez por la mañana, en un trayecto de ida y vuelta; otra por la tarde, en un viaje de ida. No se producen incidencias ni fallos, salvo el excesivo bochorno espeso y pegajoso que hace en los vagones, las esperas en los transbordos y los frenazos en el interior de los túneles a oscuras, que logran que los pasajeros perdamos el equilibrio, teniendo que recurrir a las barras de sujeción para no chocar unos contra otros. Luego viajamos en coche.
Sábado por la mañana. Quedamos en Atocha. Uno de nuestros amigos va a pasar a recogernos en coche para ir a comer a casa de una pareja. En Atocha hay atascos imposibles, como consecuencia de la hora punta y de una manifestación de ASAJA que ha provocado cortes de tráfico, conductores agobiados aporreando el claxon, policías tratando de dirigir el lío de vehículos, caravanas en Alcalá. Llegamos un poco tarde a comer por culpa del tráfico y de la manifestación de los agricultores, que han ido hasta el Ministerio de Agricultura a protestar por la crisis de los cítricos. Según la policía, acudieron dos mil personas. Según los organizadores, veinticinco mil. Alguien dice que repartían naranjas. Las regalaban. Sábado por la tarde. Esperamos al autobús, cerca de Atocha. Otra vez. El que necesitamos tomar no aparece. Lleva un retraso de veinte minutos (se supone que, según el cartel informativo que hay en la parada, los autobuses pasan cada seis minutos). Cuando llega, subimos; el bus avanza unos cuantos metros y se detiene: la Plaza de Cibeles está colapsada. Hay un atasco intolerable que se ramifica por las calles que desembocan en la plaza y rodea a la Cibeles. Dura varios minutos: diez o quince. Los taxistas salen de sus coches e increpan a los de adelante. Algunos conductores aporrean la bocina. La gente se desespera. Los viajeros del autobús intentamos averiguar la causa del atasco asomándonos a los cristales. La policía de tráfico aparece en el lugar e intenta recomponer el caos y aliviar la congestión de vehículos. Lógicamente, llegamos tarde a una cena de cumpleaños. Sábado por la noche. Después de esa cena. Volvemos a casa en taxi. Madrid, a las dos de la madrugada, es una carrera mortal de taxistas, fulanos empapados en alcohol que conducen con el culo, búhos atestados de juerguistas y gente andando por las calles. El taxista acelera y, en un cruce, observa cómo un bruto que conduce un todoterreno se le mete por la derecha para entrar antes que nosotros en el siguiente carril. El todoterreno golpea el retrovisor derecho del taxi y el taxista decelera y lo deja pasar para que no nos empotremos contra su lateral. Averías, retrasos, atascos, carreras salvajes, chiflados al volante. El pan diario, y da igual si uno utiliza bus, taxi o metro.

lunes, abril 16, 2007

La ofensa, de Ricardo Menéndez Salmón


Ricardo Menéndez Salmón, uno de los Tripulantes, ha escrito una brillante novela corta que he leído por recomendación de Miguel Barrero y David González (lo digo porque ambos hablaron de ella en sus blogs antes del boom).

Nos cuenta la historia del sastre alemán Kurt Crüwell, llamado a filas cuando comienza la Segunda Guerra Mundial. Kurt deberá dejar atrás, para siempre, el pasado: su familia, su novia, su sastrería, su ciudad. Lo que Kurt no sabe es que el horror jugará un papel definitivo en su vida, arrebatándole la capacidad para sentir. Ahí se abre la gran pregunta del libro: ¿Cómo reacciona el cuerpo de un hombre ante la presencia del horror?

En 142 páginas Menéndez Salmón abarca varios años, y divide el periplo de su protagonista en tres partes: la guerra, el amor y el pasado que regresa. Esa es una de las muchas virtudes de este libro: una gran novela en formato breve, cuyo argumento discurre por Alemania, Francia o Inglaterra. Pero, además, está repleta de datos precisos, de elegantes descripciones, con una documentación exhaustiva, y no parece escrita por un español (por el tema elegido, y también por la manera de narrar), y esto es un cumplido.

Tarde de perros


Hombres corrientes en situaciones extremas

Uno de los géneros más amenos del cine es aquel que pone a un hombre corriente dentro de una situación que se le escapa de las manos. En los setenta se hicieron filmes inolvidables, sobre todo gracias a tipos como Sidney Lumet. Quizá uno de los actores que supo coger el relevo fue Harrison Ford. Su filmografía está plagada de esas historias, las del hombre de la calle convertido en héroe de acción a la fuerza. Ford empezó muy bien, y ahí están para demostrarlo la saga de Indiana Jones y “Frenético”, “La Costa de los Mosquitos” (aunque en menor medida) o “El fugitivo”. Lástima que ese papel lo haya explotado en los últimos años en una serie de películas muy flojas, a veces encarnando a policías o militares: “Seis días, siete noches”, “La sombra del diablo”, “Air Force One”, “K-19”, “Hollywood: Departamento de homicidios” y “Firewall”, ese brodio mayúsculo. Todos rezamos para que Ford vuelva a ser quien era a partir de la cuarta entrega de Indiana Jones, pese a que su físico ya no está para muchos trotes (y, quien no se lo crea, que se trague “Firewall”).
Son varios los intentos de la industria cinematográfica contemporánea por hacer películas al estilo Lumet y Sam Peckinpah, aquel bendito maestro. Pocos directores lo han conseguido. En vez de rodar productos duros, sin concesiones al espectador medio, con secuencias brutales y protagonistas canallas, ofrecen finales felices, héroes de cartón y escenas de mucho meneo a las que les quitan la violencia para que luego la puedan alquilar las familias en Blockbuster, sin peligro de encontrarse a un tío acribillado a tiros o una teta al aire; lo que digo de Blockbuster no es una invención, dado que los magnates de Hollywood, según he leído, miran con lupa la distribución posterior en la televisión por cable y en los alquileres de esa cadena de videoclubes. Ahora mismo recuerdo pocos filmes recientes que, imitando a Lumet, me hayan satisfecho como espectador. Uno de ellos sería “Día de entrenamiento”, arrolladora película en la que brillan Denzel Washington y un Ethan Hawke convertido en héroe a la fuerza. Quizá encajen aquí las notables “Fargo” y “Un plan sencillo”. “Breakdown” tampoco estaba mal: es aquella del ciudadano a cuya mujer secuestran, protagonizada por Kurt Russell y que cambia el escenario urbano por las siniestras carreteras de los Estados Unidos. Merece la pena mencionar “Un día de furia”, una de las grandes películas de Joel Schumacher. A “16 calles” no le falta algo del viejo empuje de Lumet, aunque sea una especie de copia de “Ruta suicida”. No me olvido de “Amor a quemarropa”, con un protagonista que trabaja en una tienda de cómics y acaba envuelto en baños de sangre. Ni de “Una historia violenta”, aunque el tratamiento de David Cronenberg es muy diferente al de los thrillers mencionados. Hay unas cuantas más, pero no quiero que esto se convierta en una lista.
Ninguna de ellas, no obstante, tan poderosa como esas películas setenteras y violentas, que dejaban un sabor más amargo a los espectadores: “Perros de paja”, “Deliverance”, “La huída”, “Los tres días del cóndor”, “Malas tierras”… He vuelto a ver “Tarde de perros”. Es una pena que los chavales no la conozcan. Recuerdo que la primera vez que la vi no daba crédito cuando nos dan cierta información sobre el personaje que encarna Al Pacino, un ladronzuelo con poca idea de cómo se atraca un banco. Esa información cambia totalmente el concepto del personaje y de sus actos. “Tarde de perros” conserva el vigor de ese cine brutal, sin concesiones, de hombres corrientes metidos en líos, al que me refiero.

domingo, abril 15, 2007

Citas. 39



El valor de un hombre es el de su propia estimación.
Francois Rabelais, Gargantúa y Pantagruel

Sin pegar ojo

Me ha costado varios días recuperar el hábito del sueño dentro del horario habitual: desde después de medianoche hasta las ocho de la mañana, más o menos. Tuve que atravesar dos o tres noches de insomnio y algunos sueños demasiado inquietos. En Semana Santa me había acostumbrado a irme a la cama a las tantas, o al alba, a dormir poco o a levantarme a la hora de comer. Es sorprendente la capacidad que posee el hombre para adaptarse a nuevos o distintos hábitos. Uno, ante la irrupción de un cambio (de domicilio, de ciudad, de rutina, de trabajo), siempre se dice: “Me acostumbraré”, y se acostumbra. Sólo es necesario que pase el tiempo.
Compadezco a los insomnes. Y a los depresivos, que duermen lo justo para no desmayarse. Aunque me haya costado un par de noches volver a dormirme dentro de los límites del horario habitual, no se lo recomiendo a nadie. A esos cambios debemos sumar el cansancio. Cuando el cansancio sobrepasa nuestros límites de resistencia, incluso nos impide conciliar el sueño. La primera noche del último día de Semana Santa la pasé en Zamora. Estuve en cama unas nueve horas. Pero de esas nueve tal vez durmiera tres o cuatro. Si uno no puede dormir, al dar tantas vueltas entre las sábanas se pone nervioso, y los nervios y las vueltas propician la aparición del sudor. Me levanté a beber agua. Me levanté a orinar. Volví a levantarme a beber agua y luego me refresqué las manos bajo el grifo, calientes por culpa de la sudoración excesiva del insomnio. Encendí la luz y me destapé unos minutos. Estuve tentado de coger un libro de la mesilla y entretener una hora leyendo, pero no lo hice. Pensé en imágenes relajantes. No funcionó. Pensé en imágenes aburridas. Tampoco funcionó. Procuré no pensar en nada. Y el resultado fue idéntico. Nueve horas de lucha contra la almohada. Cuando sonó la alarma del despertador tuve esa sensación que nos acomete tras apenas dos horas de sueño: no creí que tuviera que levantarme ya. Estaba empapado, como si me hubiese ido al lecho con fiebre, y aún más exhausto que antes de acostarme. La segunda noche en Madrid fue parecida, pero estuve menos horas en cama. La tercera mañana, reventado, decidí remolonear una hora más, para recuperarme. Así que imaginen a quienes, tan cansados como yo después de estos días, han tenido que levantarse a las cinco, a las seis o a las siete de la mañana para ir a la oficina. Los compadezco.
Uno de mis amigos, militar de profesión, me contó la otra noche que una de las pruebas a las que someten a los soldados es la de habituarse a no dormir. Durante esas maniobras, cada noche acortan las horas de sueño, y al final se adaptan a la vigilia continua. Mientras nos contaba esta anécdota, alguien dijo que aquello era inhumano, y que los soldados deberían dormir, etcétera. Pero yo apunté que esos entrenamientos, por lo general, sirven para resistir en un escenario de guerra. Y, en la guerra, el enemigo no espera a que duermas ocho horas antes de atacarte. Al contrario: procurará lanzar a sus hombres y sus granadas cuando sepa que tú y los tuyos estáis adormilados por la falta de sueño. Y tú, si eres un soldado, tampoco tendrás ese miramiento con el enemigo. Dicen, además, que los españoles dormimos mal, pocas horas y con estrés, a pesar de las siestas veraniegas y nuestra fama de vagos. Pero me temo sea cierto. No conozco a nadie que duerma satisfactoriamente, y con ello me refiero a dormir las horas que necesita su cuerpo para descansar. Aún están peor las parejas de amigos que acaban de ser padres o llevan un año en ello. No pegan ojo. En España, por otro lado, tenemos la manía de mirar mal a quien duerme de sobra.

sábado, abril 14, 2007

Jon Lee Anderson, premio José Couso



El periodista norteamericano Jon Lee Anderson , cronista del diario The New Yorker, ha sido galardonado en la III edición del Premio José Couso a la Libertad de Prensa que se ha fallado hoy en Ferrol, ciudad natal del cámara de televisión muerto por militares norteamericanos en Iraq en abril del 2004.
El objetivo del citado galardón es "reconocer y difundir el trabajo de una persona viva o de una organización existente y destacada en la defensa de la libertad de prensa" y llamar la atención sobre el derecho a la información libre y veraz "un derecho habitualmente vulnerado por gobiernos de todo el mundo".
Noticia completa: aquí.

Fingir

Empiezo a comprender las ventajas del fingimiento en beneficio propio. Si tu cuerpo y tu rostro y tu indumentaria ofrecen un aspecto que no te gusta o crees que censurarán en público, finge todo lo contrario. Finge que no te importa. Los demás creerán que estás por encima del bien y del mal, y tú pensarás que has superado el trance. Lo he aprendido de los grandes tímidos. A los que, después de ofrecer ellos una charla ante un auditorio o de salir en la televisión, les pregunto si no les dio vergüenza hablar en público, si no les dio apuro estar despeinados o no ir vestidos para la ocasión. Suelen responderme que estaban nerviosos, o que se sentían mal, o que se avergonzaban de sí mismos, pero fingieron lo contrario, para que no se les notara y para sentirse menos incómodos. El truco está, en esas ocasiones puntuales, en el fingimiento. Uno de mis amigos me contó una vez una buena anécdota. Fue hace tiempo, con lo cual es posible que mi memoria la haya tergiversado un poco. El caso es que él estaba en un país extranjero, por motivos de trabajo, y debía acudir a una cena de etiqueta. Pero no se enteró de esto último y se vio metido en una cena multitudinaria con empresarios, peces gordos y magnates. Todos con su frac y su pajarita, negros e impecables. Menos él, que vestía un traje marrón. Y no conocía el idioma que manejaban los presentes. Entonces, y en su situación, yo me hubiera largado ante ese panorama aterrador. Pero él no. Apechugó con lo suyo y se condujo como si no hubiera pasado nada. En definitiva: fingió que no le importaba o que, ya que la había pifiado sin querer, resultaba más conveniente relajarse y tirar millas. O eso creo.
En otra ocasión, hablando con un colega escritor al que acababan de entrevistar en un canal de televisión, le comenté que lo había visto en ese programa. Él parecía relajado, tranquilo, dominando la situación y haciendo frente a las preguntas absurdas del entrevistador. Se lo dije, y me respondió que aquella tarde los del programa de entrevistas le habían pillado en casa, con el estómago destrozado por la diarrea, y que no supo librarse de ellos ni decir que no. Su fingimiento fue magnífico.
Se trata de saber librar la situación sin perder la dignidad. De resolver ciertas situaciones con flema, como un caballero inglés a la antigua usanza. Es como el tipo que, en público, suelta una ventosidad y, cuando alguien le abronca, tiene el cuajo de decir: “Habrá sido usted”. O aquel que, pillado in fraganti en actitud sospechosa, saca su mejor cara de póker e incluso queda bien. Si se fijan en las famosas fotografías de los actores de Hollywood a los que fichó la policía por conducta impropia, conducción temeraria, escándalo público o desobediencia a la autoridad, casi todos ponen su mejor cara de personaje libre de culpa y nos hacen creer que el poli es el malo. Que ficharlos por romperle la cara a su pareja es un abuso policial. El otro día me invitó a comer un amigo en un restaurante. Un día laborable. Dejé las teclas y me metí en el metro. Fui sin afeitar, con barba de una semana, con un cuello de lana para protegerme la garganta (lo cual me confiere aspecto de guerrillero o de grunge veterano) y con un suéter de publicidad de Pepsi-Cola, que es sin embargo la prenda más cómoda que he tenido. Él iba de traje y corbata, afeitado y pulcro. Pero, además, el restaurante estaba poblado por ejecutivos y currantes con trajes, corbatas, zapatos limpios y caras rasuradas. Ellos con sus camisas y sus corbatas y yo con mi suéter-pepsi y mi barba. Casi se me cae la cara de vergüenza. Así que reaccioné: fingí que no me importaba, que los raros eran ellos. Eso, al menos, me impidió sudar y ponerme nervioso.

viernes, abril 13, 2007

Los chicos están bien


Sergio Algora / Pablo García Casado / Octavio Gómez / David González / Angel Gracia / Jesús Jiménez / Martín López Vega / Aurora Luque / David Mayor / Elena Medel / Dolan Mor / Luis Muñoz / Lorenzo Oliván / Antonio Orihuela / Carlos Pardo / José Luis Piquero / Javier Rodríguez Marcos / Carmen Ruiz / Gabriel Sopeña / Eva Vaz / Luis Antonio de Villena

Lo conseguí


Doce años después de leerlo, prestado por la Biblioteca Pública porque no tenía dinero para comprarlo, he conseguido este libro, del que he hablado en algunos artículos. Me ha costado numerosas búsquedas. Es una joya, y lo reeleré despacio. Los mejores reportajes de la revista Rolling Stone, que nos hablan de Brian Jones, William Burroughs, el reggae, Evel Knievel, John Holmes, Tina Turner, Marlon Brando, Patty Hearst, Silkwood, Michael Jackson, los comienzos del sida, la locura de Las Vegas, John Belushi, el Valle de la Muerte, el vertido de la Exxon, el apartheid, Warren Beatty, el sexo, las drogas, el rock, la política...
En su nómina de autores hay tipos tan conocidos como Ken Kesey, Hunter S. Thompson, P. J. O'Rourke, Tom Wolfe o Joe Eszterhas.

Imitaciones

Pasar un rato ante el televisor, viendo anuncios, se ha convertido en los últimos tiempos en una especie de juego en el que a los espectadores nos proponen que adivinemos no sólo qué es lo que las empresas anuncian, sino a qué género pertenece dicha publicidad. Es como un reto que nos plantean: adivinar ambas cosas antes de concluir el spot. Responda usted en menos de tres segundos cuál es el producto que se anuncia y si se trata de un spot, una película, una serie o un videojuego. Desde esa perspectiva, los diseñadores de publicidad son unos genios.
Cuando, por ejemplo, comienza un anuncio de coches o de colonia, a menudo creemos que se trata de una película de próximo estreno en los cines. La factura suele ser impecable: la pasta que se han gastado, los planos rodados, el montaje, la música, el dramatismo de las situaciones (que incluso cuentan con un argumento). Y, también, los actores que contratan para enganchar al consumidor sin que éste apenas se fije en el producto. Ponen mucho en televisión un anuncio en el que un tenista va en coche por una calle, de noche, y le cae una lluvia de pelotas de tenis. Lo he visto tres veces y aún no sé si me quieren vender un vehículo o algo relacionado con el tenis. No me fijo porque este spot es una copia, o un plagio, de la secuencia cumbre de la película “Magnolia” de Paul Thomas Anderson, cuando a los protagonistas les sorprende una lluvia de ranas. Sí, de ranas. Estoy tan entretenido buscando las similitudes entre las escenas del anuncio y las del filme que se me olvida averiguar lo que venden. En ocasiones, los trailers de los videojuegos son tan perfectos que uno piensa que están haciendo publicidad de la última serie de lujo de la temporada. A veces el trailer de una película ha copiado tanto el estilo publicitario que sospechamos se trata de no de un filme, sino de un spot o de un videojuego. He vivido varias veces la siguiente situación: estoy con una o más personas, mirando de reojo el televisor mientras charlamos, y entonces nos quedamos mudos ante la fuerza de las imágenes de un spot. Pero, cuando acaba, siempre hay una persona que pregunta: “¿Alguien sabe qué anunciaban?” Cuando estuve en Francia, en una de aquellas noches de hotel en las que navegaba por los canales en busca de algo que no fuera aburrido, di con un concurso de publicidad de varios países. Casi todos me parecieron obras maestras. Para quitarse el sombrero. Películas pequeñas, con un presupuesto que nos obligaría a alzar las cejas, y que en menos de un minuto contaban una gran historia. Y todo para hablar de una marca de cerveza de botella (y venderla bien). No es difícil que hayan visto muestras similares en los programas nocturnos de variedades de nuestras cadenas.
La publicidad imita al cine: los anuncios parecen películas. El cine imita a la industria musical: las películas parecen videoclips. La industria musical imita a los independientes: los videoclips parecen cortometrajes. Los cortometrajes imitan a los anuncios. Las series de televisión imitan al cine. Etcétera. Así, a medida que transcurren los meses, a medida que pasa el tiempo y unos se imitan a otros, y se homenajean y se plagian, llega un momento en el que esas líneas se cruzan y no quedan claros los géneros. Los resultados son buenos, pero no en todos los casos. En unos cuantos. Sólo cuando hay talento y sus artífices cuentan una historia como se debe. Y los tentáculos se extienden: los actores se convierten en anunciantes y en directores, los cantantes en actores y productores, las modelos se ponen a escribir libros y aquí todos acaban jugando a lo mismo. Nadie parece contento.

jueves, abril 12, 2007

Días de diario, de Antonio Muñoz Molina


Estos libros construidos con anotaciones breves me gustan mucho. Uno de los mejores es Para qué sirven los charcos, de mi amigo Tomás Sánchez Santiago (es una pena que poca gente conozca este título). En cuanto vi Días de diario en una librería de mi tierra lo compré. Son algo menos de sesenta páginas de notas y reflexiones escritas en dos ciudades: Madrid y Nueva York, durante la redacción de su última novela.
Sobre el diario gravita la melancolía y es notable la descripción del clima o de las rutinas que van conformando la vida del escritor. El escritor siempre inseguro acerca del resultado final de su obra, pero siempre satisfecho con el mero acto de la escritura. Reconforta leerlo porque uno certifica así que uno de los grandes de las letras españolas sufre las mismas congojas y los mismos miedos que los demás, cuando nos ponemos ante el teclado o ante el folio en blanco. Copio aquí algunas notas, para que el lector se haga una idea de este libro preciso y lúcido:
-Como escribir me da una gran tranquilidad de conciencia, los días van pasando con placidez y sin angustia. Trabajo a buen ritmo estos días, aunque tengo dudas sobre el resultado.
-Uno puede pensar que las tensiones políticas son el reflejo de los conflictos de la realidad, pero en muchos casos son su origen. La política crea conflictos donde no existían y agrava los ya existentes en lugar de resolverlos.
-Lo asombroso es que uno avance, a pesar del miedo, de la incertidumbre y del desánimo, que los libros se vayan escribiendo, una palabra tras otra, una página tras otra.
-Las pasiones religiosas, políticas o ideológicas muy exageradas son propias de canallas, o peor todavía, de trepadores y farsantes.

Antiguallas y novedades

No sé si a veces compensa salir en busca de libros. Si salgo a comprar cierto título a las librerías, tardo horas en encontrarlo. O no lo encuentro. Pero si lo pido por correo electrónico y me lo envían en un paquete, me cobran los gastos de envío y, como el timbre no funciona bien, siempre tengo que recoger el aviso del buzón, ir hasta la sucursal de Correos, en Embajadores, tomar un número y esperar turno. Al volver a Madrid me entró de nuevo esa manía que consiste en querer leer y comprar todos los libros del mercado, sean antiguallas o novedades. Lo cuento para que vean lo arduo que es, en ocasiones, comprar un libro. Y comprárselo en el acto: cuando salgo a la caza es para regresar a casa con un ejemplar en las manos. No me vale con que el librero me diga que me lo pide a la editorial o a la distribuidora (esto sólo me sirve en Zamora, donde las distancias apenas existen). Ya que me doy paseos o utilizo el metro, prefiero volver recompensado.
El lunes estuve aguantando las ganas de buscar unos libros cuya compra había aplazado. Eran casi las nueve de la noche cuando decidimos ir, en un impulso de última hora, a las dos librerías más próximas a casa: La Librería de Lavapiés y La Central del Libro. En la primera no tenían ninguno de los títulos. Cuando llegamos a la segunda, nos dijeron que acababan de cerrar. En La Libre me había entretenido, y no me di cuenta de la hora: en La Central chapan a las nueve. Dejé la tarea para la tarde siguiente. Y salir a buscar dos o tres libros me ocupó dos horas, o más. Primero volví a La Central. Recorrí sus pisos con suelos crujientes de madera y busqué por los anaqueles y las mesas de novedades, sin éxito. No iba buscando libros que hubieran aparecido esta semana, y quizá por esa razón tardé tanto: la vida del libro es, para nuestra desgracia, cada vez más corta. Casi un suspiro. Al volver a Madrid había encontrado un obsequio en el buzón: “El mundo de los prodigios”. El autor es Robertson Davies, pero este título es el tercero de la aclamada “Trilogía de Deptford”, así que me faltaban los dos primeros: “El quinto en discordia” y “Mantícora”. No se puede leer la última parte sin conocer primero las otras dos: sería tan estúpido e inservible como ver “El retorno del jedi” sin haber visto sus precedentes. No sé si esos dos libros estaban agotados, o si ya los habían relegado a las librerías de viejo, aunque no me sorprendería, pese a que no creo que tengan un año de vida desde que los editaron. Frustrado lo de La Central, fui a la Cuesta Moyano, que me quedaba a unos minutos a pie. Pero empiezo a estar harto de esas casetas: llegue a la hora que llegue, e independientemente del clima, sólo hay abiertas unas pocas. Y rara vez hallo lo que busco. Porque también quería el que, dicen, es el mejor diario bélico de la historia: “Despachos de guerra”, de Michael Herr, quien estuvo de corresponsal en Vietnam y colaboró en los guiones de “Apocalypse Now” y “La chaqueta metálica”. No es un libro reciente, pues.
Desde Moyano me dirigí, siempre a pie, a la zona paralela a Huertas. Acabé en El Corte Inglés, pero sólo tenían uno de los tres libros. Acudí a Fnac, pero allí no te ayudan demasiado. Sólo te dicen: “Tercera planta. Sección de Historia”, por ejemplo. Y la sección de Historia está subdividida en, al menos, veinte categorías. Una media hora más tarde, entré en La Casa del Libro. No sé cuánto tardé en conseguir lo que buscaba, pero eran los últimos ejemplares. Lo que quiero decir con todo esto es que el exceso de novedades editoriales satura incluso al lector medio: si éste no caza a tiempo, es posible que le cueste horas o meses encontrar un libro con un año de vida.

miércoles, abril 11, 2007

Un día, una habitación



Recomiendo el capítulo de la tercera temporada de House, titulado Un día, una habitación. Principalmente porque es uno de los mejores episodios que he visto, pero también porque detrás de la cámara se nota mucho oficio: lo dirige Juan José Campanella, autor de El niño que gritó puta, El mismo amor, la misma lluvia, El hijo de la novia, Luna de Avellaneda y la serie Vientos de agua. Casi nada. Pero, además, una de las protagonistas es la belleza de la foto, Katheryn Winnick, e incluye la intervención del actor Geoffrey Lewis, padre de Juliette y colega de Clint Eastwood, con quien aparecía en Duro de pelar y La gran pelea. Supongo que en Cuatro lo emitirán el próximo martes.
[Nota de última hora: Portnoy me aclara que el episodio ya lo emitieron. Busco información y compruebo que es cierto y que he visto los dos últimos capítulos con el orden alterado, primero el último (el 13) y luego éste (el 12), que le precede. Cosas de las redes de intercambio... Gracias, Portnoy]

Número 2


El lunes, de vuelta a Madrid, encontré en el buzón esta revista, en la que colaboro con un relato (Lejos de casa, dedicado a uno de mis colegas), como ya dije en su momento. Mi enhorabuena a los responsables, Singular Creativos y Oratio Comunicación y, muy especialmente, a José María Sadia. Incluye colaboraciones de Ana Pedrero, Andrea Rodríguez, Rafael Angel García Lozano, Miguel Rodríguez, José Marcos Díez y Luis Pablos. Aparece, además, una entrevista con José Antonio Pérez, un magnífico tallista a quien hace años visité en su taller (sito al final de la Calle Balborraz) para escribir un reportaje sobre él y sus obras.

Cosas que no se olvidan

El ambiente callejero, en ocasiones angustioso por el exceso de personal en las aceras y en los establecimientos. Un café dominical en una magnífica casa del barrio del Espíritu Santo, donde viven varias familias a las que conozco; desde la buhardilla se veía la cúpula de La Catedral. Una merienda en Madridanos, una merienda rural con amigos urbanos y olores a brasa y a humo, con sabrosísimos productos de la tierra. La Cofradía de Jesús del Vía Crucis vista desde una ventana, en un sitio céntrico, en una de las pocas ocasiones en las que no he contemplado un desfile en la calle. Las palabras del poeta Jesús Losada en la Plaza de Claudio Moyano durante el Acto de las Siete Palabras, que escuché en un banco de la Plaza de Viriato: apenas había un alma en esta última zona y una luna como un tesoro se asomaba allá en el cielo, en una noche templada y llena de magia. Unos días después, de nuevo en Viriato, al pie de su estatua, mientras pasaba por delante la Cofradía de la Vera Cruz.
La noche en la que conocí a Oscar Pedraza, zamorano y director del cortometraje “Fascículos”, y deambulamos con amigos comunes por los garitos. Mis diálogos con los libreros Miguel Núñez y Luis González. La noche en la que conocí a la gente del Parklife y disfruté de la música que allí pinchan: Muse, The Beatles y otras maravillas. Los pubs y bares donde nos han tratado de lujo en todo momento y donde siempre hubo sonrisas y buenas vibraciones: aparte del mencionado Parklife, el Avalon, El Chorizo, La Bodeguilla, el Tagore, La Cueva del Jazz, El Moly, el Semura, el Señor Baco, El Mesón de Balborraz, el Bambú, el Cordón, el Kalima, el recién inaugurado San Andrés y, por supuesto, el Popanrol. Y algunos otros que es probable que se me olviden de manera inconsciente, a pesar de retorcer ahora la memoria para que no me la juegue. No obstante, me fascinan los bares de Zamora. Los encuentros con músicos: de Miescondite, de Los Sinsong, de La Sonrisa de Julia, de Blue Perro, de Protozoo, de Candela. Las puertas de cristal de las tiendas del centro, repletas de carteles de una joven promesa de las letras zamoranas, Enrique Cortés, quien presenta su primer libro a mediados de mes. El escaparate del Redondel, con una procesión de plastilina elaborada por los niños. El aroma de las sopas de ajo al alba. Mi gato, comiendo pan en la sobremesa. El sabor de un vino casero, también hecho en la tierra. La alegría de constatar, día tras día, lo mucho que vale la gente relacionada con el arte que nació o se crió en mi ciudad y a quienes tengo la suerte de conocer: músicos, escritores, poetas, vocalistas, pintores, cineastas, diseñadores… Y los encuentros con mis lectores y sus palabras amables, que me embargan de gratitud y me alientan.
Mi familia. Mis amigos. Los nuevos, los viejos. Los hombres y mujeres a los que hacía meses que no veía. El local donde nos reunimos en la noche del Jueves al Viernes. Un Sábado Santo agotador que comenzó en un restaurante de Tardobispo, en una brava y deliciosa comida, y terminó a las tantas de la madrugada. Las tapas. Las raciones. La noticia del nacimiento del hijo de una prima. Las aceitadas pequeñas. Las conversaciones sobre desfiles y tradición. El duelo interpretativo entre Cate Blanchett y Judi Dench. Dos novelas, leídas en una bruma de cansancio. “El bueno, el feo y el malo” en versión original, y ese clímax a tres bandas con Morricone de fondo que eriza el vello de los brazos. Y la dolorosa “Réquiem por un sueño”. Y otros momentos inolvidables de estos últimos días, y que me guardo para mí, y que contienen la esencia de lo íntimo. Y algún momento malo que prefiero olvidar.

martes, abril 10, 2007

Mil entradas



Y, por supuesto, gracias.

Nuevos desembarcos. Tres generaciones de la mejor literatura latinoamericana


Encuentro de 3 autores (Edgar Telles Ribeiro, Carlos Labbé y Leonardo Valencia):
Hotel Kafka (c/ Hortaleza 104): Miércoles 11 de abril a las 11 de la mañana.
Estos autores acaban de publicar con Libros del Asteroide (Ribeiro: La mesilla de noche), Editorial Periférica (Labbé: Navidad y matanza) y Funambulista (Valencia: El libro flotante de Caytran Dölphin).

Nervioso en la carretera

Ciento dos muertos en las carreteras durante los desplazamientos de esta Semana Santa. Esa es la cifra que, por ahora, aparece en los periódicos. Al menos mientras escribo estas líneas, un lunes después de comer, recién llegado a Madrid desde Zamora, con el cuerpo agotado de patearme las calles y los bares, trasnochar y no parar mucho en casa. O sea, como cada año. Un amigo me decía, la otra noche, que es típico de la Semana Santa que acabemos con esa conocida sensación de fatiga corporal. Estos días hablé con un par de cargadores y suelo decirles lo mismo: admiro que sean capaces de llegar hasta el final sin desfallecer. Me muestran los hombros despellejados y creo que lo mío, a su lado, es un paseo por el campo.
En esto de las operaciones de salida y de retorno de la Dirección General de Tráfico uno nunca sabe cómo hacer para no pillar atasco. El Viernes de Dolores tuvimos, ya lo dije, mucha suerte: no hubo retenciones a mitad de tarde y llegamos sin incidencias. El regreso fue muy distinto. Esta vez evitamos volver el Domingo de Resurrección, dado que los atascos suelen ser intolerables y no es raro pasarse más de cuatro y de cinco horas dentro del coche. Pero me temo que no hay manera: medio país parece haber tomado idéntica decisión. De ese modo, si uno sale el Domingo acaba metido en un atasco. Si sale el Lunes de Pascua, le sucederá algo parecido. Ha sido un viaje extraño, en plena mañana de Lunes (festivo en algunas comunidades, laborable en otras), matizado por el frío y el viento, después por el sol, más tarde por la lluvia y, finalmente, por el granizo. Y por una caravana de coches y un tráfico denso que pone de los nervios a cualquiera. A pesar de todo resulta conveniente irse lo más tarde posible, aunque sea en bien del ánimo. No haría falta que dijese que, para muchos de quienes somos naturales de Zamora, o hijos adoptivos de la ciudad, el Domingo de Resurrección es un día casi abúlico y deprimente: porque termina la Semana Santa, porque debemos irnos de nuevo, porque echarse a la carretera en domingo es un veneno contra el júbilo. Y, si uno se va esa tarde, lo hace como si cargara piedras en el alma. Cada uno con sus razones, pero todas terminan en lo mismo. Marcharse de viaje el lunes es diferente. Hemos tenido todo un domingo, deambulando por la ciudad o yendo al cine, para aceptar que la cosa se acaba y que toda esa reunión de amigos y familiares no volverá a darse hasta el verano, o por ahí.
Un viaje sin una parada para refrescarse, estirar las piernas o tomar un café no es un viaje en regla. Así que nos detuvimos en una pequeña cafetería, a mitad de camino, para comer algo. Se notaba cierto cansancio en las caras de los viajeros que se habían detenido allí. La camarera que nos atendió mostraba los mismos modales de un morlaco frente al capote de un torero. Ninguna sutileza, vaya. Atendía a los clientes con esta frase, cuando alguien le pedía un café o una tapa de tortilla: “¡Espere un segundo!” Junto a la puerta, me entretuve mirando las películas en dvd y los discos compactos. Sonreí al ver en el muestrario una película mala, de esas que me apasionaban en la infancia: “Golpe por golpe”, con un Chuck Norris que aún no se había dejado crecer el mostacho. Ya saben que los niños se obsesionan por cualquier tontería. En la carátula, igual que en el cartel, leí esta frase, sonrojante de tan obvia: “Cuando intentan matarme, me pongo muy nervioso”. Me gustaría decirle: “Mira, Chuck, oye, no creo que exista una persona que no se ponga nerviosa cuando intentan matarla”. Yo, por ejemplo, estaba nervioso por el tráfico.

lunes, abril 09, 2007

Entrevistas breves con hombres repulsivos, de David Foster Wallace


Portada del libro que comento en el artículo de abajo. También disponible en edición de bolsillo.

Entrevistas breves y relatos experimentales

No me atrevería a recomendar los libros del autor norteamericano David Foster Wallace. En sus páginas hay diversos hallazgos y experimentos narrativos que no excluyen las digresiones extensísimas, las notas al pie de página que abarcan varias hojas en letra minúscula, la metaliteratura, las parrafadas grandilocuentes y plagadas de un estilo algo pedante pero a la vez irónico, etcétera. Por esa razón no me atrevería a recomendar un libro suyo al completo: sé que a algunas personas no les iba a gustar ese estilo, e incluso a mí algunos de sus relatos y artículos han acabado por hartarme un poco. Sí me atrevería a recomendar ciertos cuentos, ciertos reportajes y entrevistas. Sus libros, para mi gusto, pecan de irregulares. La mitad de sus relatos me apasiona, pero la otra mitad me abruma, me cansa, no me parece tan divertida.
Por eso aconsejaría al lector interesado en este prolífico autor que hiciera su propia criba, su propia selección. Empezar uno de sus libros por cualquiera de los relatos o de los reportajes y crónicas y, si no le gusta o le fatiga su lectura, saltar de inmediato al siguiente, hasta que encuentre uno que le acomode. Y, créanme, lo encontrará. Por ejemplo, en el que quizá sea su libro más celebrado (o el más leído): “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”. Creo que lo recomendé en su momento, o escribí alguna reseña al respecto. El libro agrupa artículos, crónicas y reportajes, escritos por Foster Wallace con su peculiar visión de las cosas y su particular sentido del humor. D.F.W. siempre sorprende, haga lo que haga. Es posible que se embarque en un crucero y observe la vida que los pasajeros llevan, y se harte, y escriba la crónica que da título al libro. O que se meta en las ferias del Medio Oeste, en las que abundan los concursos increíbles, los tipos raros y las situaciones más absurdas. Es posible que participe en el rodaje de alguna película y esto le sirva para analizar la obra del director. O que analice la televisión y la cultura pop.
Estos días disfruté (y también sufrí, a ratos) de otro de sus libros, de título exquisito: “Entrevistas breves con hombres repulsivos”. En la actualidad están rodando una película sobre este compendio de relatos, aunque no sé muy bien cómo lograrán hacerlo. En “Entrevistas…” encontramos las señas de identidad de la escritura de Foster Wallace. Algunos pasajes se me hicieron pesados, dada la insistencia de Wallace en las oraciones kilométricas y su manía de contarnos las cosas, a veces, en un estilo algo pedante. Pero otros constituyen una delicia. En uno de ellos, titulado “Mundo adulto”, la esposa de un hombre se devana los sesos intentando averiguar si sus felaciones le procuran placer al marido. A escondidas, entra en un sex-shop, lee revistas y procura saber si la expresión del tipo cuando ella está allí abajo es de placer o de dolor. Wallace lo cuenta como si estuviera dando una clase de historia, o como si nos hablara de filosofía, y ese estilo (unido a las reflexiones de la mujer) logran que el cuento sea desternillante. Otro nos desmenuza con todo lujo de detalles el momento en que un adolescente decide subir al trampolín de una piscina pública. Es un relato magistral porque, mientras uno lo lee, recuerda que una vez fue ese chiquillo, y que sufrió las mismas congojas y comeduras de tarro, los mismos miedos y vergüenzas. Pero quizá las mejores piezas sean esas entrevistas que el autor intercala cada ciertas páginas. En ellas, hombres repulsivos cuentan sus experiencias a una mujer, sin que sepamos nunca qué preguntas les hace ella. El estilo aquí, es opuesto: cada fulano habla con un lenguaje callejero y desenfadado. Uno se desternilla y aplaude.

domingo, abril 08, 2007

Portadas exquisitas

Resuscitation of a Hanged Man, novela de Denis Johnson. Inédita en España.

Trescientos tipos con agallas

El terror es uno de mis géneros predilectos. Dice Quentin Tarantino que existe una distinción entre el terror y el horror. Una película de terror trata sobre algo que podría pasar en la realidad. Un filme de horror trata sobre algo que no podría pasar. Por tanto, una de terror, según Tarantino, sería cualquier película de asesinos. Y una de horror sería una de zombies y otros monstruos grotescos, por ejemplo. Esta predilección por ambas, terror y horror, no significa que me trague todas las películas que contienen asesinos, casas encantadas, monstruitos y zombies. Para empezar, los zombies no me apasionan; me dan arcadas. No las veo todas porque ruedan demasiados subproductos del género. Cuando un filme de miedo es malo, suele ser un absoluto bodrio. Si es bueno, resulta apasionante. No caben medias tintas. Una de las películas más apasionantes de los últimos años es el remake de “Las colinas tienen ojos”, que supera con creces el original. Y otra, y ahí quería entrar, es el remake de una de George Romero, “Amanecer de los muertos”. La protagonizan actores ajenos al género, como Sarah Polley, Jake Weber y Ving Rhames. Confieso que fui a verla al cine porque, tras su estreno, la recomendó Tarantino: dijo que Zack Snyder, su director, era un nuevo talento, un tío prometedor que le había dado un giro mayúsculo a las películas de zombies. En “Amanecer de los muertos” prevalecen los conflictos de los personajes atrapados en un centro comercial por encima de las escenas de gore, y los zombies ya no resultan asquerosos, torpes y algo aburridos, sino monstruos veloces que dan miedo, como en “28 días después”.
En cuanto salió en dvd la edición especial (y extendida) de la película de Zack Snyder, en cuyo guión contó con la ayuda de otro talento freak, James Gunn, autor de la novela “El coleccionista de juguetes” y director de “Slither”, entre otros trabajos con la factoría Troma, corrí a comprarla. Recuerdo que la vendían en un pack junto a otro estupendo remake, “La matanza de Texas”. Tarantino, pues, acertó. Con una sola obra, los cinéfilos nos rendimos al talento visual de Snyder. Cuando éste anunció que iba a encargarse de la adaptación del salvaje cómic de Frank Miller, “300”, muchos nos frotamos las manos.
El director ha cumplido con creces las expectativas. “300” es un disfrute de principio a fin, un filme épico y espectacular. Para mi gusto, además, contiene una ventaja respecto al original de Miller: le dieron más peso a la figura de la mujer de Leónidas, incluyendo en el guión ciertas intrigas palaciegas que desvían el relato de la batalla de los espartanos y los persas. El cómic no se aparta de la batalla, y en la película van más allá y se agradece. He leído críticas y entrevistas, escuchado comentarios de los espectadores y buscado en los foros y en los artículos de opinión de los periódicos. No dejan de tener su gracia las acusaciones que han vertido sobre Miller y Snyder: unos han dicho que la película desprende homofobia; otros que no, que es progay; hay quien la tacha de contener ideología racista. Unos la acusan de fascista y yo me pregunto: ¿Por qué esa manía de identificar la valentía con el fascismo? ¿Querer una muerte honorable en el combate es fascismo? No debemos olvidar dos cosas cuando veamos “300”: primero, que sólo es una película, un divertimento; segundo, que está basada en un cómic. Por eso el director incluye pinceladas de gore y horror; por eso hay incluso personajes fantásticos; por eso se toma licencias. De ahí la narrativa visual más próxima a la viñeta que al realismo. De ahí sus grandiosas escenas.

Divino tesoro

En el espejo del baño, un día, te descubres las primeras canas. O puede que no te salgan canas, pero sí disciernas los primeros síntomas de la alopecia. En la barba hay flecos blancos y aparecen casi de repente: la última vez que te afeitaste no los tenías. En los rostros de tus amigos y conocidos ves, de pronto y sin haberlo advertido hasta entonces, diminutas arrugas en torno a las comisuras de los ojos. Los escrutas en silencio y prestando más atención a los ángulos de la cara y a los cambios que apenas son perceptibles para ti porque os veis todas las semanas. Te alivia comprobar que sus sienes también encanecen y que todos te cuentan sus últimos achaques: a este le extrajeron dos muelas, a aquel le duele siempre la espalda, a otro le acaban de diagnosticar lumbago, a un cuarto le ha recomendado el médico que vigile los excesos en las comidas; al que no le duelen los riñones, le van a operar de algo. “Estamos en una edad muy mala”, te dice alguno de ellos.
Cuando entras o sales de los portales te hablan los niños: te preguntan la hora y añaden “Señor”. Así: “¿Tiene hora, señor?” En los restaurantes, el camarero se dirige a ti con la misma educación que utilizaba para dirigirse a tu padre y a tu abuelo: “¿Mesa para cuántos, caballero?” En los autobuses, o en la cola del mercado, o en los vagones de metro, si un crío se te acerca, la madre le ordena en voz baja: “No molestes a ese señor”. El señor eres tú. Un día cualquiera, por ejemplo un domingo por la mañana, o mejor por la tarde, uno de esos domingos proclives a los pensamientos extraños y a las evocaciones que te hacen sonrojar, recuerdas que, cuando tenías veinte años, tus amigas hablaban de los adultos de treinta y tantos de este modo: “Ese tío es un viejo”. No recordabas que, cuando tenías quince y dieciséis y veinte años, cualquiera con diez años más te parecía un anciano. Y recuerdas que, incluso ahora, a la gente de tu edad, a los de tu generación, les parece que una persona de cincuenta tacos también es vieja. Pero no lo es: en absoluto. Cuando caminas por la calle no paras de encontrarte, en tu ciudad natal, que es pequeña y propensa a los encuentros fortuitos, a amigos y conocidos que se han casado y empujan un coche con un bebé que tiene más meses de los que creías. “¿Ya tiene un año? ¿En serio?”, preguntas, asombrado. En los cumpleaños, en las reuniones, en las meriendas de amigos, proliferan los niños. Las mujeres de tu generación se juntan para hablar de pañales, biberones, lactancia y partos sin dolor. Los hombres de tu generación conversan sobre el sueño atrasado que soportan desde que nació el hijo, y de la manera en que sus vidas han cambiado. Cuando sales de juerga, el personal se retira a una hora que podríamos llamar prudente. Pocos de tus amigos ven amanecer en la puerta de los bares. Os han derrotado la edad, las responsabilidades, el cuerpo que se cansa y se agota. La madurez y la cordura. Todos te aseguran que las resacas, ahora, son infernales. Que si salen y beben un poco el sábado, el cansancio les dura hasta el martes. “Tardo tres días en recuperarme de la resaca. Ya no soy el mismo”, te cuentan. Y tú sabes que tienen razón.
Todo ha cambiado, chico, te dices un día al despertar o, simplemente, al mirarte en el espejo. En los últimos tiempos sólo te asomas al azogue para cumplir con las exigencias de la higiene. Todo ha cambiado, pero ignoras cuándo ocurrió y cómo sucedió. Te robaron la juventud. Te la usurpó el tiempo, y ni siquiera te diste cuenta. Pero esa certeza no te marchita: la vida consiste en ciclos y debes ir superándolos, aceptando lo que venga. Son nuevas etapas y debes probar su sabor.

jueves, abril 05, 2007

La condición humana

En los últimos años he visto sólo unas cuantas procesiones. Con el tiempo, además, uno ya no quiere esperar una hora en la calle: prefiero salir a encontrar el desfile, como suele decirse, y verlo allá donde pueda o donde halle un hueco para asomar la cabeza. Y casi nunca en primera fila: el derecho a la primera fila requiere al menos una hora de espera, salvo si eres un niño o un anciano y te dejan pasar.
Durante años (principalmente en la adolescencia, que quizá sea la época en la que uno no sólo presencia todas las procesiones, sino que las ve varias veces), sin embargo, me pasé horas y horas en primera fila, degustando el ambiente y oyendo cuanto sucedía alrededor. Alguien me dijo hace poco, en un correo electrónico, que pasan muchas cosas en las apretadas filas de espectadores; y, no obstante, nunca hablamos de ello, o yo no tengo constancia de haber leído algo al respecto, lo cual no significa que alguien no haya tocado el tema. Cualquiera sabe que, al estar metido entre tanta gente que espera a que llegue la procesión, puede suceder casi cualquier cosa. Uno ha visto de todo. Desde dos adultos, que nunca antes se habían visto las caras, discutiendo por el sitio de la primera fila o porque uno de ellos apareció en el último minuto y quiso plantarse delante de quienes llevaban sesenta minutos en pie, hasta un adolescente flirteando con unas chicas y enamoriscándose para el resto de la semana. Un anciano pegándole un puñetazo débil a un muchacho que no guardaba silencio durante el desfile. O una pareja mirándose con dulzura porque acaban de inaugurar su romance y quieren compartir juntos esos momentos. Uno ha visto a gente llorando cuando circulaba por delante el paso de la Virgen de la Soledad, y a tipos cantando una saeta porque posiblemente eran de fuera y no sabían que aquí lo que se premia y nos gusta es el silencio, y que recibieron algún abucheo de añadidura. Y ha visto a extranjeros que alucinaban al oír y observar todo el tinglado: la devoción, las túnicas, los hachones, los cánticos, el incienso, la mesa transportada a hombros. Ha oído, también, a parejas discutiendo en voz baja, y cómo se dejaron de hablar hasta que finalizó el desfile. Ha visto lágrimas y escuchado risas, y soportado al gracioso de turno que soltaba chistes para impresionar a las muchachas. Y bebés en brazos de sus madres que abrían mucho los ojos al descubrir a los encapuchados. Y, por supuesto, a niños haciendo pucheros cuando se les acercaba un cofrade de negro a saludarles, aunque fuera su propio padre, pero para ellos sólo había un matiz siniestro en el rostro emboscado y en los ojos asomándose por las aberturas del caperuz. Ha visto a señoras rezando mediante murmullos, y a individuos que recuperaban su fe, a hombres divorciados que aguardan en solitario, aún perjudicados por la ausencia de su antigua pareja al lado, con quien hasta el año pasado habían visto esa misma procesión que les gustaba a ambos. Ha visto a sacerdotes y a ateos, a monjas y a familias enteras que ocupan media calle.
Observar y oír esas y otras escenas es fascinante, porque constituye una de las maneras de averiguar cómo se comporta la gente, cómo es el ser humano. Una o dos horas de espera en la calle, con los espectadores comiendo pipas y contándose la vida, haciendo lo que pueden para entretener esos minutos, tiene mucha miga. Aunque uno puede terminar harto al comprobar cuánto discuten los adultos, igual que si estuvieran en la cola de la pescadería. Allí, entre las filas compactas de hombres, mujeres, niños y bebés, se desvela la condición humana.

miércoles, abril 04, 2007

Hermano Cerdo 12-13


Descarga el número 12-13: aquí.


El amigo de lo adverso



Nuevo blog de D.G.:
Pinchando aquí.

Primeros vistazos

Entré en mi ciudad el viernes por la noche, tras un viaje apacible y, para nuestra sorpresa, sin atascos ni incidentes. Todo el miedo que nos habían metido en el cuerpo se esfumó: salimos a las seis y media de la tarde y supongo que, para entonces, media capital ya había llegado a su destino. Desde que estoy aquí he oído la misma pregunta varias veces: “¿Te quedas en Zamora toda la Semana Santa?” Mi respuesta suele comenzar de este modo: “Por supuesto”. Desde que tengo memoria nunca he faltado un día de la ciudad en estas fechas. Cuando otros se iban de excursión, yo me quedaba. Cuando otros aprovechaban las vacaciones para ir a la playa, también me quedaba. Cuando vivía aquí, no quería marcharme en Semana Santa; y, desde que vivo fuera, me apresuro a volver el Viernes de Dolores. Me gustan el ambiente, las tradiciones, el reencuentro, los desfiles. Me disgusta, sin embargo, esa crispación que se ha ido extendiendo por la ciudad como un veneno; proliferan los bandos y se reabren los viejos debates entre la fe y el folclore. Desde mi punto de vista, unos y otros se necesitan. Basta ya de crispación: que cada cual sea libre para disfrutar como le venga en gana, y siempre, por supuesto, respetando al prójimo. Que los apasionados de la Semana Santa respeten a quienes no ven las procesiones. Y que estos últimos respeten a los primeros y no entorpezcan su tradición.
Otra de las frases que estos días escucho a menudo, en los bares, es la siguiente: “Esto no lo escribas en el periódico”, me dicen. Se refieren a escenas que uno presencia y a anécdotas que a uno le cuentan. Cumplo mi promesa de no escribirlas ni contarlas por ahí, pero ambos sabemos que no podré resistirme a mencionar la advertencia. Pero surge una duda y queda en el aire, y me hago la pregunta: “¿Realmente quienes me piden que no cuente algo están convencidos de no querer que lo escriba?” Al final poco importa: lo que importa es que aún quedan varias personas que confían en mí.
Una vez en la ciudad, y tras dejar las maletas en casa, salí a la calle. La Semana Santa hay que vivirla, palparla, olfatearla, pateándose las aceras, viendo procesiones, entrando en los bares. Después de dos meses sin venir, tenía ganas de hacer varias visitas a los garitos. En primer lugar: el Avalon, el Popanrol, La Cueva del Jazz y el viejo Kaos, que ahora se llama Parklife. Nos dijo una amiga que muchos de sus conocidos madrileños han visitado La Cueva. Me fascina que, en las conversaciones propias de los trabajadores de Madrid, quienes viven allí conozcan las bodegas de El Perdigón, La Cueva del Jazz y los Herreros. En el Popanrol compré la nueva maqueta de Miescondite, aunque mientras escribo estas líneas aún no he podido oírla. Se titula “Playas heladas” y contiene cinco temas. Como he dicho, acudí también al Parklife. No lo conocía aún. Tiene nuevo aspecto, otro nombre y otros dueños. Y me sigue entusiasmando. Llámese Kaos, Popanrol o Parklife, el viejo garito no pierde su encanto. Es un refugio, un templo, una visita obligada. Cada vez que cambia de manos, el bar parece completamente distinto por la música que cada dueño pincha y la decoración que renuevan. El prodigio es que los cambios no le restan nunca su embrujo. Es curioso: escribir sobre este garito siempre me ha traído algún problema que otro. La primera vez me acusaron de querer impresionar a las antiguas camareras. La segunda, sospecharon que me regalaban jamones o recibía dinero. ¿De qué me acusarán ahora? En el fondo, sepan vuestras mercedes que estos cargos que se me imputan me resbalan: seguiré siendo cliente del bar, y hablando bien del mismo.

martes, abril 03, 2007

Billy Collins


Copio y pego este mail que me ha llegado de Bartleby. Me parece interesante, pues Collins es un poeta cuya obra tengo ganas de leer. Compraré el libro en cuanto regrese a Madrid, pasadas estas fechas:

¿Pero existe algún poeta que venda 40.000 ejemplares de sus obras?

La respuesta es sí ¿quién?
Billy Collins

Bartleby Editores ofrece, por vez primera en España, la edición bilingüe de la última obra publicada del poeta neoyorquino
Lo malo de la poesía y otros poemas, en traducción de Juan José Almagro Iglesias, desde hoy lunes, 2 de abril de 2007, a la venta en librerías

Billy Collins es uno de los poetas norteamericanos contemporáneos que mayor éxito de crítica y ventas tiene entre los lectores de EE.UU. Sus cifras de ventas, que se cuentan por decenas de miles de ejemplares en cada uno de sus títulos, resultan -cuanto menos- esclarecedoras del poder de penetración de su propuesta poética. Collins fue nombrado Poeta Laureado de Estados Unidos durante el período 2001-03 y, posteriormente, Nueva York (donde vive, trabaja y escribe) le otrogó el mismo rango a nivel estatal. Ha sido galardonado con premios como el Bess Hokin, el Frederick Book Prize, el Oscar Blummenthal Prize o el Levinson Prize.
"Billy Collins escribe poemas amables -amables como casi nadie desde Roethke. Límpido, con delicadeza, y sistemáticamente sorprendente, más serios de lo que parecen, poemas que describen todos los mundos que existen y existieron y además algunos otros ".
John Updike

Me sigo acordando


Aconsejo visitar este hilo que ha puesto mi amiga Ana Pérez Cañamares, y, de paso, aconsejo leer a diario su blog, que siempre aporta ideas y poemas interesantes.

Gracias, Ana.

Deposite sus objetos personales

Durante ese pequeño calvario que uno debe sufrir antes de entrar en el estómago de un avión hay una fase que me pone tan nervioso como si fuera culpable de asesinato: los controles de seguridad previos al embarque. Lo he recordado porque dentro de un mes, si todo va bien, cogeré otro avión para pasar un fin de semana en el extranjero. En cuanto uno se aproxima al personal de seguridad ya está sudando. ¿Por qué creeremos siempre que nos van a tomar por sospechosos? La respuesta: porque nos toman por sospechosos. Basta el pitido que motiva una simple moneda de diez céntimos para se les abran los ojos, se aproximen a ti y te cacheen de arriba abajo, con las manos y ese aparato en forma de secador que detecta el metal. Esta desconfianza, esta inseguridad, la ha provocado el terrorismo contemporáneo, fuente de tantos miedos, tragedias y locuras. Uno, además, cree que siempre va a pitar el detector. En uno de mis viajes ocurrió algo curioso: pasé tres controles consecutivos al hacer escala en el aeropuerto de Bruselas, y sólo en el tercero la alarma se activó. El encargado se me acercó rápidamente, como si ocultara armas bajo el jersey, y me pasó el detector de mano por todo el cuerpo. No encontró nada, y no he descifrado aún la razón por la que provoqué el pitido sólo en el tercer control. Y no se me olvidó dejar ningún objeto personal en la bandeja: lo digo porque son los propios policías quienes te dicen que te quites el abrigo, el cinturón y la cartera, y que dejes en la bandeja las llaves, las monedas, el teléfono móvil y cualquier otra cosa que guardes en los bolsillos. No llevaba relojes de pulsera, ni cadenas ni nada por el estilo. No se les olvida un detalle. Y, sin embargo, pitó.
En otro de los controles me dijo un policía, en castellano: “¿Me permite que le registre?” No sé cómo supo que era español si yo no había abierto la boca, y, como todo el mundo a mi alrededor hablaba en inglés o en francés, tardé en reaccionar. Volvió a preguntármelo, y sólo por mi tardanza en responder y por la petición de ese cacheo me sentí incómodo y sospechoso. “Sí, claro. Es que no me esperaba que nadie me hablase en español”. Puse los brazos en alto y pasó las manos por las axilas, el pecho, las piernas, la parte superior de las botas, y todo el tinglado. Esta situación se agrava cuando las medidas son más estrictas. En Londres, por ejemplo, te obligan a despojarte del calzado y pasar a una cabina donde pones los brazos en cruz y colocas los pies en sendas marcas hasta que te escanean, como si fueras una cosa, un objeto, algo sin vida. Cuando uno pasa por el control, pite o no pite, existen dos opciones: que te dejen pasar, o que al tío le dé por cachearte, como ya me ha sucedido. A veces hay problemas porque un fulano lleva en la mochila, por ejemplo, un tarro de mermelada casera, quizá elaborada por su madre. Buscan el tarro, lo sacan, lo exploran y comentan entre ellos si es conveniente dejarlo pasar. Un tarro de mermelada: lo he visto con mis propios ojos. Pese a estos controles que parecen exhaustivos y en los que nos acabamos sintiendo ganado sospechoso, a veces los pasajeros camuflan objetos prohibidos. En las normas se especifica que no pueden subirse al avión los mecheros ni las cerillas. Y he viajado con gente que ha pasado el control con ambos y sin problemas.
Hay otro instante muy incómodo, que nos causa sudores y nervios. Tras superar el control sin que nos pongan trabas, tenemos que recoger nuestros objetos. Devolver todo a los bolsillos. Y detrás de uno se forma una cola. Las bandejas que contienen objetos personales, cuando terminan de pasar por encima de la cinta, se amontonan y golpean, y los policías nos meten prisa para desalojar y salir de allí.

lunes, abril 02, 2007

Portadas exquisitas


Demonology, libro de cuentos de Rick Moody, traducido por DeBolsillo como Demonología.

Historias para un fanzine


Por Miguel Morán:

Si como decía la canción el vídeo mató a la estrella de la radio, «internet hirió de muerte a la estrella del zine (fanzine)». La irrupción del nuevo medio ha provocado que publicciones de grapa y papel hayan ido desapareciendo del mercado. Eso le ocurrió a 'Vinalia Trippers', una revista nacida a mediados de los noventa que tras diez años llevando a los lectores aventuras impresas fue desplazada por los ciberfanzines, blogs y demás formas de literatura en la red. Un libro y un dvd con el título 'Tripulantes. Nuevas aventuras de Vinalia Trippers' recupera aquel espíritu. Los relatos y dibujos de más de ochenta escritores e ilustradores, ex colaboradores y nuevos talentos, han sido seleccionados por los 'timoneles' Vicente Muñoz y David González.

[Seguir leyendo: aquí. Gracias, David]

Pequeños disgustos

Uno no puede estar siempre con la sonrisa en la boca. Ciertos días, leyendo bitácoras y periódicos en la red, artículos y noticias varias, uno termina de mal humor. A veces dan ganas de lanzar el famoso grito de guerra de ese sabio y eterno cascarrabias que es Fernando Fernán Gómez: “¡A la mierda!”. Lo primero que me irrita es leer un reportaje en el diario La Razón en el que escriben mal el apellido de Charles Bukowski: lo escriben “Bukowsky” (mal escrito en todas las ocasiones en que lo nombran). Este error lo había encontrado a menudo en blogs, e incluso en foros de opinión en los que algún energúmeno alegaba haber “leído mucho a Bukowsky” (mal escrito, de nuevo). No falla: quienes presumen de leer a Charles Bukowski, pero no saben escribir su nombre, es que apenas lo han leído. Encontrarlo en un diario nacional me hace preguntarme por quienes deberían verificar los datos de los nombres. Leo también, y a menudo, que la gente tiende a escribir en los periódicos “motu propio”, en vez de su forma correcta, que es “motu proprio”. Aún me perjudica más escuchar por la calle, en los bares y por ahí, eso tan feo de “delante mío” y “delante tuyo”. Horrible.
Me disgusta encontrar una noticia que nos informa de la decisión final del estreno y del montaje de “Grindhouse” en los países de habla no inglesa. Como saben, “Grindhouse” (que se convertirá en una moda, en cuanto se estrene por aquí) es un proyecto conjunto de Robert Rodríguez y Quentin Tarantino. Ambos se propusieron celebrar su pasión por las películas de programa doble de los cines de barrio. Así que cada uno rodó un capítulo o película corta. Rodríguez eligió el tema de los zombies. Tarantino, el de los asesinos en serie. Luego encargaron a varios colegas directores que rodaran trailers falsos para meterlos entre ambos capítulos. “Grindhouse”, por tanto, es un programa doble. Dos películas por el precio de una, “Planet Terror” y “Death Proof”, unidas por esos trailers protagonizados por nazis, mujeres lobo, Machete y Fu Manchú, entre otras sorpresas que no han sido desveladas. Leo ahora que sólo en Estados Unidos, Reino Unido y Australia se estrenará tal y como se concibió. En España, como en otros países, la veremos cortada en dos, y estrenada al revés: es decir, si en el programa doble se proyecta primero “Planet Terror” (la de Rodríguez) y luego “Death Proof” (la de Tarantino), aquí veremos en junio la de Tarantino y, en agosto, la de Rodríguez. Los trailers falsos irán al principio de cada película. Esta decisión obedece a las ansias por el dinero de sus productores, o sea, los mafiosos Hermanos Weinstein. Cortándolas en dos ganarán, se supone, el doble de dinero. Como hicieron con “Kill Bill”. Sólo nos queda un consuelo a los fans de ambos directores: parece que, al estrenarlas por separado, ambas incluirán metraje no visto en los países de habla inglesa.
Ciertas decisiones de la industria cinematográfica son difíciles de entender. Hace meses se estrenó “Bosque de sombras”, la película dirigida por el vasco Koldo Serra, rodada en inglés con Gary Oldman. Ninguno de los cines de Madrid capital la estrenó. Sólo se pudo ver en las ciudades de la periferia. Así que tuve que recurrir a la red. En ningún sitio la estrenaron en versión original, y, aunque la película es buena, es ridículo escuchar el doblaje. Varios actores españoles conversan con Oldman, y uno de ellos le dice a éste: “Habla usted muy bien español”. Un juego que en el doblaje no se entiende, porque en la VO Oldman maneja dos idiomas. Pero nada de todo lo anterior enfurece más que el hecho de ver cómo un país entero sólo se preocupa, tras el interrogatorio de un presidente, por si conoce o no el precio exacto de un café.

domingo, abril 01, 2007

Citas. 38


Como todo el mundo sabe, resulta muy difícil hacer algo amable por alguien y no querer de forma desesperada que ese alguien sepa que el individuo que lo ha hecho eres tú, y que se sienta agradecido hacia ti y que te apruebe, y que le diga a miles de otras personas lo que has "hecho" por él, de forma que todo el mundo te vea como a una buena persona.
David Foster Wallce, Entrevistas breves con hombres repulsivos

Doctor Gonzo

Mi relación con los libros del maestro del periodismo gonzo, el doctor Hunter S. Thompson, de cuyo suicidio se cumplieron el mes pasado ya dos años, es extraña y resbaladiza. Cuando estudiaba en Salamanca vi alguno de sus libros publicados por Anagrama en la Librería Cervantes y creo que también en la biblioteca de La Casa de las Conchas. Una compañera de clase me recomendó “Los ángeles del infierno”, una alucinada crónica en la que el doctor Thompson había convivido con esta banda de motoristas de Estados Unidos para luego contarlo en un libro. Cuando fui a buscarlo ya no les quedaban ejemplares, y aplacé su compra. Hace unos cuantos meses, por casualidad, buscando un libro de otro autor en la estupenda El Bandido Doblemente Armado, di con “Los ángeles…” en un estante. Es obvio: lo compré. Han transcurrido muchos años, pero esta crónica llegó por fin a mis manos.
Durante el rodaje de “Miedo y asco en Las Vegas”, la adaptación de Terry Gilliam en forma de viaje de ácido con cameos de lujo y el protagonismo de Johnny Depp y Benicio del Toro en sus caracterizaciones más freaks, busqué el libro. Estaba descatalogado y tuve que recurrir a la Sala de Préstamo de la Biblioteca Pública de Zamora, cuyo exhaustivo catálogo de títulos me ha proporcionado innumerables alegrías. Lo leí. Pasarían aún dos o tres años hasta que Anagrama lo reeditara. Hoy se puede encontrar en cualquier librería, en edición de bolsillo. Por cierto, casi todo el mundo cree que la adaptación de Gilliam es la única que existe, pero hay una versión antigua, que data del año ochenta y protagonizan Bill Murray y Peter Boyle. Su título: “Where The Buffalo Roam”. Confieso que dispongo de una copia, pero todavía no la he visto porque está en inglés sin subtítulos en castellano. Hace tiempo anunciaron otro proyecto de Hollywood: la adaptación de su libro “El diario del ron”. En principio, no me interesaba mucho, ya que supuse sería una especie de autoplagio de “Miedo y asco…”, hasta que un amigo poeta me recomendó su lectura. “El diario del ron” lo publicó Anagrama hace cinco años.
Y antes de ayer, leyendo El Blog Ausente, una bitácora imprescindible que compendia algunos de mis gustos (Los Simpsons, Godzilla, el cine de Serie B, las películas de chinos karatekas, el pulp, los cómics, etcétera), su autor señalaba en un post que había conseguido, por fin, un ejemplar de “La gran caza del tiburón”. Este era uno de los libros de Thompson que yo había visto en las bibliotecas. Pero jamás le eché un vistazo porque, a causa de su título, siempre creí que se trataba de un reportaje sobre pescadores, escualos y marineros, y de ese tema sólo me interesaba la película de Steven Spielberg, “Tiburón”. En El Blog Ausente dicen que es una antología de artículos, en los que el doctor en periodismo gonzo se mete en sus habituales líos. Busqué después algo más de información por la red, y Carlos Boyero recomendaba este libro en una de esas entrevistas que le hacen cada semana los internautas. He sentido rubor al saber que se trata de una antología o recopilación que ahora me interesa, pero que nunca me interesó por culpa de la ignorancia o por juzgar el contenido sólo por el título (no debemos juzgar un libro por su portada, pero aún menos por su título). Sin perder tiempo, he encargado esos tres volúmenes que me faltan, el del ron, el de los artículos e incluso el de Las Vegas, para releerlo. Thompson me interesa mucho. Se echaba de cabeza a los tiburones con tal de lograr un reportaje que, por lo general, era justo lo contrario de lo que sus jefes le habían encargado.

Simular un funeral

¿Quién no se ha imaginado su funeral en algún momento de su vida? En un artículo de Javier Marías, que posteriormente dio título a uno de sus libros de artículos, se hablaba de esto: “Seré amado cuando falte”. Porque, cuando uno fantasea con los minutos previos a su entierro, lo hace empujado por una sola razón: imaginarse la alta estima en que le tendrán cuando desaparezca. Imagina a amigos, familiares, antiguas parejas e incluso enemigos suyos lamentándose de su desaparición.
Este tema aparece, curiosamente, en dos de las novelas que me leí hace poco, y en una noticia que sólo he visto en tres periódicos. Primero hablaré de los libros y luego de la noticia, que me parece fabulosa. Los libros son “Middlesex”, de Jeffrey Eugenides, el autor de “Las vírgenes suicidas”, y “Hotel Honolulu”, de Paul Theroux, que escribió “La Costa de los Mosquitos”. En “Middlesex” uno de los personajes tiene un accidente de coche y simula su muerte. Esta circunstancia le sirve para adquirir otra identidad y vivir otra vida muy diferente a la anterior; algo así como esos hombres que comparecen en los juicios contra la mafia y que luego meten en el Programa de Protección de Testigos, dándoles un nuevo rostro, una nueva identidad, otro nombre y un domicilio en la otra punta del país, como hemos visto en las películas y en las series de televisión. En “Hotel Honolulu”, en cambio, un personaje millonario, excéntrico y amante de las bromas pesadas logra que anuncien su muerte y la desaparición de su cadáver en las aguas. Poco después, cuando la familia y los amigos y las mujeres ya le han llorado, reaparece con una amplia sonrisa en la boca; simular su muerte, al contrario que al tipo de “Middlesex”, le sirve para gastar una de las bromas más pesadas de la historia.
Vayamos ahora con la noticia. En Bosnia un hombre de unos cuarenta y cinco años quiso probar si sería amado cuando faltase. Según sus propias palabras, se gastó una pasta para obtener un certificado de defunción falso y tuvo que sobornar a varios empresarios de pompas fúnebres para que entregaran un féretro vacío. Su intención consistía, también, en comprobar cuánta gente acudía a su entierro, y en cuantos podría confiar. Durante el funeral el hombre, Amir Vehabovic, se escondió detrás de unos arbustos para observar cuánta gente lo echaba en falta y cuánta iba a velar su cadáver y darle el último adiós. Sólo fue su madre. Podemos imaginarlo, como si estuviéramos leyendo un cuento o una fábula, refugiado detrás de esos arbustos, quizá fantaseando con la posibilidad de un velatorio repleto de personas con lágrimas surcando sus mejillas. Los ojos asomados por encima de las hojas, escrutando los alrededores de su ataúd. Acaso una sonrisa de placer anticipado, imaginando que sus amigos irán a echar unas flores y a llorar. Y luego el mazazo y sus consecuencias: la sonrisa que desaparece progresivamente de su cara, la decepción que le amarga las facciones, incluso la vergüenza por haberse gastado un dineral y montar un embuste que sólo habrá servido para machacar a su madre y quizá sufrir un ataque cuando él reapareciese de entre los muertos, preparado para darle un abrazo y consolarla. Podemos imaginar también la tristeza, que luego cede su turno al cabreo. Y una certeza: que no será amado cuando falte. Que no podrá confiar en nadie. Que todo el mundo le dará la espalda. Parece un cuento, pero es una noticia real, porque la prensa nos sirve cada día, lo he dicho muchas veces, historias deliciosas y retorcidas. Hay ciertas lealtades que conviene no poner a prueba. Piensen en “El curioso impertinente”.